Los otros dolores del misionero

Quienes vivimos la experiencia de estar en país extranjero podemos entender un poco del nivel de generosidad que vive un genuino misionero cuando abandona tantas seguridades y se lanza, por amor a Cristo, en la aventura de entrar en otra cultura y, muchas veces, otra lengua.

Pero las renuncias no acaban cuando el misionero vuelve a su país de origen, como es el caso de muchos, y así lo he visto aquí en Irlanda, que precisamente ha dado tanto al mundo católico con sus obras misionales en lugares tan distantes como la India, Australia o el Caribe.

Una vez de vuelta, el misionero deja en aquellos lugares a muchos de sus mejores amigos y a muchas de sus más hermosas experiencias. De nuevo separado por miles de kilómetros, no puede volver a mirar esos lugares ni recibir aquellos abrazos que de algún modo señalan sus mejores y más fecundos años.

En el silencio de un claustro donde ya no es popular y en la humildad de una capilla donde ya nadie sabe quién es, su soledad se funde con la de Cristo en una oración por los que estaban tan lejos y que ahora se niegan a salir de su corazón.