El 6 de junio de 1944, hace exactamente 60 años, las tropas aliadas desembarcaron en costas de Normandía en un acto decisivo y heroico que marcó el comienzo del fin del imperio de Hitler. Miles y miles murieron, regando con sangre un campo que, a tan alto precio, sin embargo pudo pasar a manos de los defensores de la libertad y la democracia.
Sobreviven aún algunos de los veteranos de aquella acción que es recordada como la invasión militar más grande todos los tiempos. Y como por estos días hace furor la película Troya, que también habla de invasiones, hay en el aire algo épico, algo que parece recordar a los europeos y al mundo occidental que tiene un precio optar por lo que han optado y que es preciso estar dispuestos a defender los valores en que uno cree.
La televisión británica, la que vemos con más frecuencia aquí, destaca muy claramente un mensaje: “el tirano podía ser vencido; no era omnipotente.” Todo el mundo habla elogiosamente de la vanguardia de aquel ataque sin precedentes, que sucedió al amparo de la noche del 5 al 6 de junio de 1944. Fue una vanguardia de paracaidistas que, desprovistos de las modernas herramientas del posicionamiento global, tuvieron que arrojarse a las tinieblas para caer en un suelo del que sólo sabían una cosa: que pertenecía a las líneas enemigas. Aquellos hombres no esperaban otra cosa sino heridas, muerte, prisión, hambre y dificultades. Pero se lanzaron. Muchos dejaron sus vidas en el esfuerzo. Otros podían saludar hoy a las cámaras y sonreír mirando impunemente los campos que ya no los reciben con odio sino con admiración y con amor.