Es normal por estos días un tema de conversación con los padres de mi convento, aquí en Dublín: ¿Qué Semana Santa recuerda Ud. más? Al recibirla la primera vez no supe qué responder, y apenas evoqué el año 2000, cuando tuve ocasión de concelebrar con el Papa. Algo notable en la memoria de cualquier sacerdote católico, desde luego, pero por dentro de mí yo sentía que eso no era todo lo que tenía que decir.
La segunda vez que me lo preguntaron ya tenía una respuesta más concreta, y es la que quiero compartir con ustedes. Todo sucedió hace unos 15 o 16 años; por consiguiente, antes de la ordenación sacerdotal. Fui enviado en misión a un caserío de la Prelatura de Tibú, donde nuestra Provincia Dominicana de Colombia ha estado sirviendo hace ya bastantes años. El caserío se llama Campo Giles.
Por aquella época estaba todavía reciente un episodio extremadamente doloroso en ese apartado lugar: un grupo de gente armada había pasado por allá, y sacando, lista en mano, a algunas personas de sus propias casas, los habían “juzgado” públicamente y a varios de ellos los habían sentenciado a muerte. La ejecución fue brutal y sumaria, a escasos metros de la salida del pueblo, en medio de gritos de pánico y repulsa, desoyendo las últimas súplicas desesperadas de los infelices que así fueron asesinados de un disparo en la nuca.
Al llegar, pues, al lugar, los ecos de semejante cuadro espantoso estaban demasiado frescos en la memoria de la gente. Era normal ver y oír consignas de odio a muerte y promesas de venganza a cualquier precio. Tal era el sitio en que era preciso presentar la muerte de Jesucristo y su bendita resurrección. Con un agravante: la certeza de que, entre las personas que acudían a la modestísima capilla del lugar, no faltaban los espías que querían saber de qué lado se ponía “el padrecito.”
Esa Semana Santa todo me resultó tan real, porque tortura, prisión y muerte estaban a la orden del día. Poco antes de partir de vuelta a mi convento un grupo de niños, hermanos entre sí, se acercó con intención de pedirme algo. Serían dos o tres, y la mayor no llegaría a los 13 años de edad. Los reconocí porque no habían fallado a ninguna de las ceremonias de los días santos. Ellos querían que fuera al lugar donde habían matado al papá. ¿Cómo negarse?
Fuimos al sitio, que no quedaba muy lejos. Con pasmoso detalle uno de los hijos del difunto recordó los hechos, hasta poder señalar donde arrodillaron a su padre antes de dispararle. Yo estaba sobrecogido de dolor, pero él no lloraba; quizá ya no tenía lágrimas. Cuando terminó su escueto relato, cargado de una brutalidad que parecía sencillamente aplastar la ternura de sus cortos años (no tendría más de diez) yo quedé en silencio; un silencio infinito, como una espada que se me hundía en las entrañas. Y aguardé a que cualquiera de ellos, repitiendo las frases de sus mayores, hablara de venganza. Pero ellos se quedaron también en silencio, mientras el viento sacudía las trenzas humildes del par de niñas y el sol, en su caída, cambiaba el color de la piel de todos. Había que aguardar lo que viniera.
Pero llegó la Pascua. Supe que había llegado cuando el mismo que había hecho la escalofriante descripción levantó los ojos y mirándome a la cara dijo: “Recemos, padre, que se le hace tarde…“