Ya de vuelta en Dublín, miro con gratitud el tiempo que Dios me concedió en los Estados Unidos, por todo lo vivido y aprendido.
Es un país gigante, atractivo, amigo de la apariencia tanto como de la eficiencia; pragmático, crispado, adolescente perpetuo, orgulloso de sus logros, cínico y noble, comerciante descarado; tierra en continua ebullición, país guerrero por vocación, amplio y anónimo, amigo del ahorro y del desperdicio, capaz de cualquier culto y de cualquier anonimato; país esquivo y cortés, procaz con un dejo de inocencia, sorpresivo, ágil, respetuoso y entrometido a la vez, sencillo en sus bases y sobrabundante en sus logros, idólatra del número uno y del puesto primero; y por encima de todo: rescoldo, el más vigoroso, de ese proyecto que un día pudo enamorar a toda Europa: el sueño del progreso continuo.
Todo en Estados Unidos tiene un precio, una hora y un lugar, y fuera de ese precio, de esa hora y de esa lugar, no existe, o no interesa, que es casi lo mismo para ellos. El mundo es, en su concepto, lo que ellos son y lo que ellos harán del resto del planeta. Sus esquemas y procedimientos les parecen casi siempre indiscutibles y en general son más bien alérgicos a la teoría. Sus preguntas, ante cualquier proyecto, son sencillas, escandalosamente sencillas : ¿quién gana en esto?; ¿quién quedó de primero anteriormente y cómo lo logró?; ¿quién es el jefe de esta operación?; ¿quiénes se opondrán a nuestra idea y qué podemos hacer para que no nos detengan?
Armados de este género de preguntas levantan colosales edificios, extienden las fronteras del comercio, envían sondas a la Luna o a Marte, avasallan los mercados, colman de McDonald’s el mundo, invaden países, permean culturas y pueblos con su música y sus películas, conquistan mercados y llevan como botín grandes genios para sus universidades y centros de tecnología.
Como cultura, los norteamericanos se aferran al resultado y dejan lo demás para el gusto o la opción de cada cual. La religión es asunto tan privado como el desodorante y puede también ser promocionada bajo los mismos principio de una toalla higiénica o de un carro último modelo. Es la tierra de las opiniones diversas y la inmigración incesante. Incansables para hacer leyes y capaces de ampliar las cárceles cuanto sea necesario, y aún un poco más. Así son ellos: distintos y ruidosos, imprevisibles y ordenados a la vez, satisfechos de su porción de vida, más bien serenos ante la muerte.