Mi país, Colombia, recibió desde comienzos del siglo XVI una imborrable influencia de España. A finales del siglo XVIII se propagaron con fuerza los ideales libertarios de matriz masona, y así se dio la emancipación de la corona española, a comienzos del siglo XIX. Los burgueses ilustrados que asumieron el gobierno tenían como referencia primera sus lecturas de los grandes de la Ilustración francesa. Mientras en Colombia ellos todavía discutían cómo gobernar, si con un modelo federal o con uno centralista, el poderío norteamericano se afianzaba. La secesión de la actual Panamá vino a mostrar, al mismo tiempo, el alcance de la garra del águila estadinense y la brumosa identidad de la Colombia que sin apercibirse ya tenía que saludar el siglo XX.
Como latinoamericano, pues, he vivido el ser en función de los intereses de otros. Los imperios de los siglos XVIII-XIX, definidos por su señorío sobre los océanos, tuvieron todos que ver con nosotros, en especial: España, Francia, Inglaterra, y luego, Estados Unidos; sin olvidar a Holanda y Portugal, obviamente. Todo aquel que ha querido ampliar sus ganancias o extender sus territorios ha buscado a Latinoamérica (así como a África, Australia y el Asia insular, en su momento). Unos a otros, los grandes se han pasado la antorcha o el cetro del poder y han dicho, posando su planta sobre cada continente: “esto es mío.”
Lo han dicho en inglés, en francés, en holandés, en portugués; lo han dicho en esa gramática que se llama “conquista” y luego en esa otra que se llama “colonia”; lo han dicho con tratados de comercio, con préstamos y tasas de interés, con penetración de medios de comunicación y sectas, con extracción de recursos naturales y “fuga de cerebros”. En cada caso, los que a día de hoy hemos nacido en eso que se llama “Tercer Mundo”, hemos visto cómo nuestros nombres, cualesquiera que sean, tienen que llevar siempre el apellido silencioso de ser de otros y en función de otros.
Parecía claro hasta 1983 que el pulso entre los poderosos sería durante luengos años ese que ya se había anunciado con la subida del comunismo al Kremlin: EEUU vs. Unión Soviética. No fue así. Rusia apenas alcanzó a estrechar la mano de la guerrilla victoriosa en Cuba, pero no se le concedió extender su ideal de sociedad mucho más en Latinoamérica. Sí, en cambio, en el Asia milenaria, como cosa de misterio: Vietnam, Corea del Norte y China bebieron en fuentes parecidas a las de Moscú. Con todo, el estruendo de la sorpresiva caída del modelo ruso retumbó en todas las zonas de este viejo planeta. De ello pareció quedar claro que sólo un tipo de economía y un modelo de mercado podría regir en todos los países. Había estallado la globalización.
Sin embargo, desaparecida la Unión Soviética como alternativa política viable y como utopía de humanidad, el Atlántico cambió sus vientos. ¿Qué hubiera dicho Breznev de ver a Rusia entrando en la OTAN? El océano de los vikingos y el Titanic dejó de ser el lugar de la alianza contra la amenaza común de la hoz y el martillo, y tensó la cresta de sus olas a medida que los países de una y otra orilla descubrían que todavía tenían apetitos de grandeza y de riqueza. Después de larga gestación, la anciana Europa fue sintiendo que sus venas tenían vigor suficiente para ser más señora y no tan sierva, y resolvió entonces darse a luz así misma, ensayando un modelo de unidad económica y de asociación de intereses.
Y es un poco el cuadro que tenemos ahora y que este “colombianito” lee con interés, como un libro que otros escriben. Ya parece que algo nos quieren, porque nos dejan leer su libro aunque no podamos escribir mucha cosa en él…
Y veo a dos gigantes en su pulso: Estados Unidos y la Unión Europea. No son el mundo entero, ciertamente. No sabemos qué pasará con China, que avanza a paso lento pero seguro. No sabemos qué lugar quieren los centenares de millones de habitantes de la India. No sabemos qué palpita en el corazón de Rusia, que sin duda tiene mucho más que decir de lo que dice. Japón sabe ganar mercados y ha doblegado a monstruos de la economía gringa en su propio terreno. El Islam en pleno sabe y quiere hacer otras cosas, además de aclamar la compasión y el poder de Alá…
Y sin embargo, la escena parece bastante dominada por estos dos. Ellos son los que van a Marte. La mayor parte de lo que llamamos ciencia se escribe en su lenguaje y en sus instituciones. Los mercados les pertenecen –o tal vez ellos, más que nadie, pertenecen a esos mercados–. Y sin embargo, no se quieren bien. A lado y lado del Atlántico se miran y cada uno piensa en lo que logra y en lo que tiene –aunque los americanos más miran a lo que logran, y los europeos, más a lo que tienen. Unos se sienten más eficientes y fuertes; los otros, más sabios y completos. Unos alaban sus propios resultados; otros ponderan su propio estilo. De cara al futuro, los primeros esperan un imperio de largos años y vastas fronteras: la pax americana; los segundos… ¿qué esperan estos europeos? No sé. Quizá una oportunidad para mostrar que finalmente su experiencia lo sabía todo ya. Quizá un retoño nuevo, algo que no tenga todavía nombre, algo que recuerde que la sorpresa existe y la vida corre.