Hay personas que viajan por breve tiempo a otro país. Son los turistas. Se pueden abrir por completo a la experiencia que van a vivir por unos pocos días o semanas y absorber como esponjas un alud de sensaciones, palabras y costumbres nuevas. Saben que la única manera de aprovechar su corta estadía es recibir al máximo.
En otro lado del espectro encontramos a los inmigrantes. Su situación, incluso cuando llegan en condiciones profesionales óptimas, es bien diferente de la del turista. Los lugares que conocen, o que les toca conocer, las personas que tratan y las experiencias que viven les obligan a encontrar un punto medio entre ‘disolverse’, dejando atrás prácticamente todo su pasado cultural, o ‘encerrarse’, buscando una especie de refugio nostálgico y lingüístico junto con otros que se hallen en la misma situación y actitud.
Y hay un tercer caso, el de las personas como yo, que no somos exactamente ni turistas ni inmigrantes. No podemos disolvernos en la inundación de cosas nuevas como el turista pero tampoco podemos refugiarnos en los recuerdos o amistades de la patria lejana, como algunos inmigrantes. No puedo evitar hacer planes, porque dos o tres años de estadía implican que hay que hacer planes y buscar amistades y abrir caminos de apostolado, pero tampoco puedo pensar en algo demasiado “serio” ni algo que dependa demasiado de mi paso que será necesariamente breve, en comparación con la vida del común de las personas.
La conciencia de esta ambigüedad produce algo de comezón y desasosiego. Y la verdad, no tengo respuesta. Apenas la pregunta. Y buen ánimo para caminar en la pregunta hacia la respuesta.