La historia
Tallaght, como he comentado en otra ocasión, es un poblado que queda muy cerca de Dublín, a unos 40 min. en bus. Nuestra comunidad tiene allá su convento más grande (St. Mary’s), que está dotado de una amplia biblioteca. Por razón de estudio es frecuente que vaya a St. Mary’s, cosa que es agradable por más de una razón, por ejemplo, porque se disfruta un poco del paisaje verde de este bello país.
Una noche venía de Tallaght en medio de recia lluvia. En tales casos, al subir al bus, las gafas se empañan. ¿Por qué? Sencillo: el plástico o vidrio de los lentes está frío, porque uno viene de una calle con viento gélido. El ambiente dentro del bus está cálido y muy húmedo. La humedad significa trillones de diminutas gotitas de agua en el aire; cuando ellas encuentran una superficie fría se condensan masivamente y esa leve capa de agua en millones de minúsculas gotitas sobre los lentes es el empañamiento.
La siguiente pregunta es qué hace uno cuando se le empañan las gafas.
Esa noche de la que hablo me puse a ver cómo obraban las otras personas. Algunos, la mayoría, se quitaban nerviosamente las gafas, las limpiaban del empañamiento con lo primero que encontraban –un trozo de tela, los dedos, lo que fuera– y se las volvían a poner. Lo malo de este procedimiento es que no arregla el problema. A los pocos segundos se volvían a empañar. ¿La razón? La acción rápida realizada no había cambiado mayor cosa la temperatura de los lentes, que es el factor clave en el empañamiento. Además, al utilizar cualquier cosa, pasa fácilmente que los lentes queden, además de empañados, engrasados o incluso rayados.
Otras personas, sin embargo, obraban de otro modo. Después de unos cinco minutos, y sin tocar los lentes, la temperatura se ha normalizado y poco a poco se va viendo claro. Es decir: esta otra solución consiste en dar tiempo a las gafas y someterse a ir entendiendo poco a poco. No es una propuesta que sirva para gente impaciente pero tiene la ventaja de que no ensucia ni raya los lentes, y es permanente.
La moraleja
Creo que llegar a otro país, o llegar a la vida de otra persona, o aprender una lengua, son todos procesos que se parecen a la experiencia del empañamiento: una fastidiosa sensación de no entender, de estar paralizado y de tener que depender de circunstancias o personas externas.
También en esta clase de experiencias humanas nuestro primer impulso es como el de la gente que limpia nerviosamente las gafas con lo primero que encuentra. Algo logramos, pero no es mucho, y en cambio sí es posible que ensuciemos o dañemos nuestras gafas.
La paciencia no es quizá la virtud más extendida hoy, pero sigue siendo tan necesaria hoy como siempre. Un país, una persona o una lengua no te revelan sus secretos ni te muestran los caminos más bellos de su interior a ritmo y golpe de tus acciones, esfuerzos o pretensiones.
Muchas veces la mejor estrategia es la de aquellos que aman y cuidan sus gafas: te sientas cómodamente, te relajas un poco, y cinco o diez minutos después ves todo más claro que nunca.