202. Perder a Dios

202.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

202.2. Para comprender un poco qué significa perder a Dios, voy a necesitar de todo tu tiempo, de toda tu inteligencia y de todo tu amor. Nada que hayas perdido se parece a perder a Dios. Nada que hayas entendido, nada que hayas amado es suficiente lenguaje para describir lo que quiero decirte.

202.3. Las creaturas no pueden decir lo que es perder a Dios, porque quienes le tenemos, porque Él nos posee, no tenemos lengua que describa lo que sería no tenerle, y quienes le han perdido, por ello mismo han perdido la capacidad de decir la verdad incluso de su propia y lamentable situación.

202.4. Sin embargo, es importante conservar alguna referencia sobre qué es perder a Dios, porque toda la seriedad de todo tu tiempo y de toda tu vida está en que puedes ganar a Dios —si Él te gana para sí— o perderle.

202.5. Voy a relatarte una historia. Es posible que así, mejor que con imágenes o conceptos, puedas hacerte un retrato de esta grave realidad.

202.6. Hubo en tiempos antiguos un hombre que se llamaba Esperio. Sus padres le pusieron este extraño nombre porque, después de muchos años sin poder tener hijos, un día Azucena, la mamá de Esperio, dijo a su esposo que estaba embarazada. El esposo se llamaba Ralfí, porque sus abuelos, de origen árabe, le tenían cariño a ese nombre.

202.7. Lo cierto es que Azucena quedó esperando, y ella, lo mismo que Ralfí, locos de contento sintieron que la vida les había devuelto en justicia lo que ellos se merecían. Al fin y al cabo, este par había vivido siempre con honradez, mesura y generosidad, de modo que nadie en Hurlaya podía decir que ellos habían dicho una mentira o que se habían apropiado de nada.

202.8. No te he dicho que Hurlaya era el nombre de la inmensa montaña en la que vivían Ralfí y Azucena, lo mismo que sus cuarenta y siete familias vecinas. Puede decirse que Hurlaya era como un remanso de paz, y hay quien asegura que en alguna de las antiguas lenguas indígenas eso era lo que significa ese curioso nombre: «lugar de paz.”

202.9. La noticia del embarazo de Azucena fue motivo de gozo no sólo para su esposo, que ya empezaba a ser anciano, sino también para las cuarenta y siete familias de Hurlaya, o mejor dicho, para las cuarenta y seis, porque los esposos Hején no manifestaron la menor alegría ni se unieron al dulce alborozo que cundió como fuego en paja seca, apenas se supo que un bebé venía en camino.

202.10. “Esta es la esperanza que nos da Dios,” dijo Ralfí, sonriendo ampliamente mientras brindaba en medio de la fiesta colosal que por esas fechas se organizó. Y agregó: “por eso hemos decidido que nuestra niña se debe llamar ‘Esperanza’; ése será su nombre.” Un gran silencio se produjo en la reunión. La verdad es que la primera sorprendida con aquellas palabras fue Azucena, porque de hecho no habían hablado del nombre del bebé que naciera; además, ¿de dónde iba a sacar el bueno de Ralfí que iba a ser una niña? Como Azucena no había tenido niños carecía de la menor experiencia sobre qué se podía o no podía sentir en el vientre, y las opiniones de las mujeres de Hurlaya eran, como suele suceder en estos casos, de lo más variado.

202.11. “Será un niño,” decía con gran convicción Hildegarda, “la forma de tu vientre lo dice claramente.” Y otra vecina corregía: “¡Tú no sabes nada! Mira la suavidad de trato que el bebé ha tenido con ella. ¡Y es una primeriza! Debe de ser una niña. Ralfí tiene toda la razón.” Las discusiones fueron creciendo en longitud y amplitud, al punto que pronto no se hablaba de otra cosa en Hurlaya. Al desayuno, al almuerzo o a la cena, antes de empezar el trabajo o en los descansos de la mañana o de la tarde, todo el mundo quería dar su opinión.

202.12. Como puedes suponer, la situación se volvió insostenible para la pobre Azucena, que ya no sabía como sentarse, como caminar, como sonreír, sin que algún vecino la mirara como calibrándole el vientre y haciendo suposiciones cada vez más intrincadas y artificiales.

202.13. Una noche las cosas llegaron a su límite. Fuera niño o niña, el embarazo hacía mella en la pobre primeriza que se sentía fatigada y con náuseas, especialmente por las noches. No podía conciliar el sueño y le fastidiaba estar despierta porque el agotamiento se adueñaba de su corazón. Serían como las tres de la mañana cuando en uno de esos desvelos terribles escuchó a lo lejos el ruido típico de una gran reunión. Haciendo un esfuerzo se puso en pie, salió sigilosamente de su casa sin encender una sola luz y se fue caminando de puntillas hasta cerca del lugar de donde salían voces entusiastas y agitadas. ¿Qué era todo aquello? ¡Azucena empezó a temblar de ira! Habían acomodado un inmenso tablero en la sala de la casa de los esposos Fegtío y todo el ruido era el ir y venir de las apuestas que no cesaban de crecer.

202.14. La voz de un hombre, al parecer ya ebrio, se impuso sobre el resto: “¡Duplico mi apuesta! El bebé de Azucena es un niño, y va a ser más hombre que cualquiera de estos mequetrefes que andan diciendo que será niña.” Las risotadas estallaron a esa hora de la noche. La improvisada espía veía con impotencia cómo su embarazo, para ella tan sagrado, tan bello, tan propio de su intimidad y su ternura, era ocasión de chistes ramplones y comentarios obscenos de toda clase.

202.15. Esto meditaba cuando una mujer, que sin duda había bebido mucho más de la cuenta, se hizo oír gritando como loca en trance: “¡Mequetrefe serás tú, porque tu cabeza es un pedazo de corcho! ¿Qué, no sabes de cuentas? Un hombre tan acabado como el pobrecillo de Ralfí no puede engendrar cuando quiera. ¿No viste qué fase llevaba la luna la noche en que esos dos se pusieron a hacer el niño?” Algo más siguió diciendo, añadiendo unos apuntes a otros, interrumpida por las carcajadas vulgares de la concurrencia.

202.16. Azucena rompió en llanto. Las lágrimas corrían como pequeños arroyos por sus mejillas ya arrugadas por la edad, pero sobre todo por la tristeza. Sin dejar escuchar sus sollozos, volvió sobre sus pisadas, y entró a casa sin que Ralfí se enterara ni cuándo se levantó ni cuándo se acostó.

202.17. Al otro día, el bueno de Ralfí se fue al campo, alegre como un gorrión en primavera; silbaba y canturreaba, mientras preparaba las herramientas, porque sabía que la jornada iba a ser muy dura. Sólo cuando se sentó para tomar, siempre de prisa, una taza de café, notó las profundas ojeras de su esposa. Los ojos, además, estaban visiblemente hinchados e irritados, de manera que su aspecto podía decirse que era lamentable.

202.18. Azucena no sabía qué decirle. Estaba devastada y arrasada; se sentí como si la hubieran violado, como si algo muy bueno, muy bello y muy puro se hubiera echado a la cloaca más inmunda. Pero, ¿cómo decirle eso a Ralfí? ¿Cómo explicarle que Hurlaya había dejado de ser lugar de paz para ella?

202.19. Él no dejaba de mirarla mientras tomaba a grandes sorbos su tazón de café negro, pero dejó de silbar. Sintió que ese cansancio había que respetarlo, y además ¿cómo se iba a imaginar que, hacía apenas unas horas, todos esos amables y respetuosos vecinos se habían divertido morbosamente especulando sobre su capacidad viril, y otras procacidades por el estilo? Por eso no dijo mayor cosa, sino que prolongó un poco más su abrazo de despedida, como queriendo regalarle una dosis adicional de mimo. Azucena intentó sonreír, aunque no pudo y ambos se separaron sin cruzar una palabra.

202.20. La pobre mujer no quería comer. Llegó la hora del almuerzo y ni siquiera había encendido la estufa. Seguía sentada, allí donde Ralfí la había dejado, suspirando a trechos, sollozando en voz baja, apretando los puños y ansiando irse de allí. Entonces se le ocurrió una idea: “Si logramos establecer claramente, y de una vez por todas qué es lo que yo llevo en esta barriga mía, se acaba el chismorreo. Es impensable irnos ahora de Hurlaya. Pronto vendrá la estación de lluvias y yo francamente no voy a poder con un trasteo en tales circunstancias…” Así pensó, y entonces se puso a cavilar quién podría responder con absoluta certeza a su pregunta.

202.21. Como Hurlaya era una montaña tan completamente aislada de los demás montes y poblados, las cavilaciones no tenían que irse hasta muy lejos. “¿Quién, entre estas cuarenta y siete familias sabe tanto de medicina, como para resolver mi gran pregunta?” Esta frase la dijo en voz alta, con una cierta animación, mientras caminaba de una parte a otra de su pequeña casita. Mas entonces cayó en cuenta de que si alguien tuviera realmente respuesta a esa pregunta, seguramente no iba a querer responderle, por una sencilla razón: puesto que os Fegtío estaban recogiendo apuestas, una persona que tuviera la verdadera y real respuesta sería capaz de apostar todo su dinero, con la certeza de que en ningún caso lo iba a perder.

202.22. Desconsolada y agotada, no dio reposo sin embargo a su mente, sino que siguió buscando una manera de librarse de aquella tortura diaria. Sus pensamientos, oscurecidos por la certeza de la hipocresía del mundo, se cargaron de un odio profundo y creciente. Y fue así como la encontró Ralfí, a su vuelta del trabajo.

202.23. —Azucena, sé que estás muy triste y muy cansada por todo lo que se nos ha venido encima, —empezó él. Y siguió: —Pero, ¿no crees que estás exagerando un poco? Nuestros vecinos no son gente mala…

202.24. —¡Eso díselo a otro!, —replicó ella con fuerza. Y empezó a explicarle punto por punto no sólo lo que había visto en aquella noche horrenda, sino todo lo que había venido acumulando en su alma desde el primer día que habían pisado Hurlaya. Con el rostro congestionado, el cabello despeinado y los ojos inyectados ofrecía un semblante ya no sólo lúgubre sino francamente aterrador. Terminó su discurso anunciando el plan que había urdido:

202.25. —Yo te voy a decir lo que haremos, —dijo entre jadeos—. Voy a ir donde los esposos Hején.

202.26. Ralfí palideció.

202.27. —Amor mío, ¡por Dios!, ¿qué estás diciendo? Estás muy, muy cansada, y muy, muy resentida. Ha sido un día espantoso. Tú sabes que los Hején no nos quieren ni un poquito; sabes además que son gente… rara, digámoslo así, tienen pactos extraños y su religión es cosa de brujas: invocan a los espíritus de las peñas y… ¿para qué digo más? ¡Tú misma me has advertido de lo peligroso que sería tratar a esos invocadores cargados de supersticiones!

202.28. —Todo eso podrá ser cierto, pero, en primer lugar, yo creo que ellos sí saben cosas que nadie más sabe. ¿Cuándo has oído que se les muera un animal o se les pierda una cosecha? Además, y en segundo lugar, mi pequeño e ingenuo Ralfito, ellos no estuvieron en el carnaval de humillaciones. ¿No me oíste lo que decían de ti y de mí, y cómo se burlaban de tu fuerza de hombre? ¿Es que me voy a quedar callada mientras todas esas viejas babosas se ríen todas las noches de ti y de mí? ¡Mal rayo me parta si no me desquito de esta afrenta! ¡Es lo peor que me podía pasar! Y si tú no haces nada, ni Dios hace nada viendo cómo me tratan, yo sí voy a hacer algo… ¡así tenga que hacerme amiga de los Hején!

202.29. Azucena no pudo continuar. Un acceso espantoso de tos y vómito cortó sus palabras. La cara le ardía de sangre. Agitaba las manos como enloquecida, y pedía justicia y venganza. Ralfí trató de calmarla, pero no fue mucho lo que consiguió. Más pudo finalmente el sueño, o mejor, el desmayo que la dejó sumergida en un extraño estado como de parálisis o catalepsia. Fue la primera vez que Ralfí temió por su hijo.

202.30. Las cosas, sin embargo, no mejoraron cuando ella despertó. El sol se alzaba ya muy alto, y Ralfí había decidido prepararse él mismo su café negro y dejar descansando a su atribulada mujer. Sobre la mesa, una nota: «Azucena, conserva la paz que llevas en ese nombre. Dios no se ha dormido ni está enfermo. Cuídate y cuida al niño. ¡Ya falta poco! Te quiero, Ralfí.»

202.31. Ella leyó impávida la notica, que más bien le cayó mal. Precisamente el pensamiento que peor la ponía era ese: “¿por qué Dios no hace nada viendo que la injusticia y el cinismo crecen sin medida? ¿Este es el precio de dar vida?.” Se tomó dos sorbos rápidos de un jugo de frutas que ya estaba medio fermentado, maldijo su suerte en voz alta, y sin decir más palabras salió a buscar a los esposos Hején.

202.32. Con cínica frialdad saludó a cada una de sus vecinas, mientras bajaba la inmensa montaña, pues los Hején, desde que llegaron, se habían instalado en la parte más baja de Hurlaya. Azucena sonreía, gozándose de haber aprendido el juego de las hipocresías del mundo. Fatigada, sudorosa, y prácticamente en ayunas, sobrecargada por el bebé que ya pasaba de los ocho meses, aplastada por el sol inclemente, fue bajando y bajando hasta divisar la casita de los Hején. Las cortinas estaban cerradas, pero el humo de la chimenea anunciaba que había alguien adentro.

202.33. Sería pasado el mediodía cuando por fin pudo llamar a la puerta de los Hején. A esa misma hora, Ralfí, que se había devuelto por un extraño presentimiento descubrió que Azucena se había ido, dejando la nota arrugada en el piso de la entrada. Y entonces temió por segunda vez por la vida de su hijo. Sin perder un instante se lanzó montaña abajo, tratando de impedir lo que ya sucedía.

202.34. En efecto, Kevón Hején, el dueño de aquella casa siempre cerrada, había acogido con inusitada hospitalidad a Azucena, y como si presintiera que tenía poco tiempo para hacer su obra, anunció con voz de triunfo:

202.35. —¡Mi querida Azucena! Las diferencias que en otro tiempo nos separaron no tienen importancia ya. Comprendo perfectamente tu disgusto, pues también nosotros hemos sufrido con esta gentuza que no sabe sino de murmurar del prójimo.

202.36. Azucena sintió que un relámpago del cielo cruzaba su cerebro enfebrecido: “Éste se queja de murmuraciones, murmurando,” pensó, y le pareció una gran inconsecuencia, pero de todos modos siguió oyendo, porque el tono triunfante de Kevón le infundía fuerza.

202.37. —¡Has venido al lugar apropiado, Azucenita! Bastará que te tomes un trago de esta preparación secreta que muy poco suelo utilizar pero que es infalible. Si quieres, te bebes ya mismo un buen sorbo. Te aseguro que antes del atardecer tendrás respuesta a tu pregunta.

202.38. —Gracias por tu amabilidad, Kevón, pero, ¿de qué modo sabré la respuesta?

202.39. —¡Del modo menos pensado, niña curiosa! En todo caso, yo subiré hoy por la noche a tu casa para asegurarme de que todo esté en orden, y para responderte cualquier otra inquietud. Ya te dije: tenemos que unirnos para defendernos de esta plaga que llaman “gente.”

202.40. Y Kevón entregó la bebida a Azucena, que la pasó de un sorbo. Sabía a miel silvestre y producía un ligero mareo, como cuando un licor hace su primer efecto.

202.41. No cruzaron muchas más palabras. Una despedida cortés y falsa, y unas últimas disculpas:

202.42. —Azucenita, perdona que ni mi esposa ni yo te acompañemos, pero es que a nuestra edad este sol es insoportable. Tú en cambio estás joven y eres fuerte, y además… ¿no nos conviene que el buen Ralfí se entere de que estuviste por acá, verdad?

202.43. Azucena empezó el penoso ascenso. Ralfí corría, casi se diría que volaba. Se encontraron bastante abajo, allí donde Azucena tuvo que detenerse porque había empezado a sangrar. La escena fue espantosa. El parto se le precipitó en medio de horribles calambres y gritos. Con esfuerzo la pudieron llevar a casa de la señora Felisa, por cierto aquella que había hecho la ruidosa y grosera apuesta de la noche fatídica.

202.44. Ralfí lloraba como un niño viendo que lo peor de sus presentimientos se realizaba ante sus ojos: la bebita que salió de aquel vientre estaba ya muerta cuando la saludó la luz del sol. Ralfí, inconsolable, sufrió un trastorno y se desmayó, y Azucena, antes de desfallecer por la pérdida de sangre y el esfuerzo sobrehumano, pudo ver contra la pared de aquel cuarto la silueta inconfundible de Kevón, que la había seguido hasta allí, seguramente para comprobar que todo estuviera “en orden.”

202.45. Cuando Ralfí volvió a sus sentidos, entre gemidos decía: “¡Se murió mi Esperanza! ¡Ay de mí, se murió mi Esperanza!.”

202.46. Azucena nunca volvió a ser la misma, por supuesto. Hurlaya no volvió a ser la misma. Todos se enteraron de las circunstancias de la muerte de la bebita y todos presintieron que ese aborto había sido inducido, pero nadie pudo probar nada, y los Hején siguieron viviendo en su misma casa, en la falda de la gran montaña.

202.47. Azucena, sin embargo, llegó a ser madre, y de aquel nuevo embarazo nació un niño, al que llamaron Esperio, seguramente como una reminiscencia de la desdichada Esperanza. El día en que el niño se volvió un joven inquieto y muy inteligente, y hubo que contarle el origen de su nombre, Ralfí todavía no podía hablar de aquellos hechos. Fue Azucena la que reunió su valor y le contó todo punto por punto.

202.48. El final de sus palabras es digno de ser citado: “Hijo mío, yo sé cómo apesta el infierno; yo sé lo que significa perder a Dios en la vida. Y sé también lo que significa llegar hasta ese borde pavoroso, y sentir que una mano te sostiene y una voz te dice que todavía te queda una oportunidad. Tú, niño mío, amor mío… tú eres la mano que Dios me tendió cuando yo le despreciaba.” Y Azucena reclinó su cabeza, cargada de humildad y sabiduría, sobre el pecho firme de su hermoso hijo.