Tiempo para el Evangelio – Misericordia Quiero

Habíase detenido el camino hacia Dios en aquel cristiano, porque no lograba perdonar. Angustiado en su dureza, clamó al Señor, y el Señor le respondió:

Sed misericordiosos, como es miseri­cordioso vuestro Padre Celestial.
No juzguéis tan duro al hombre: es sólo un hombre.
Y si tiene delirios de grandeza, es por su misma pequeñez.
Si os parece ávido de cuanto ven sus ojos, comprended que es la enfermedad de un peregrino.
Y si en su camino se aferra al equi­paje, compadeceos de su pobreza.
Ninguna ropa tapará su desnudez. Y sus respuestas no lograrán acallar el clamor de su ignorancia.

Si veis en sus ojos veneno de envidia, no envidiéis su triste condición.
No temáis los bramidos de los hom­bres, cuando sueñan ser terribles fieras: suelen los hombres gritar como poderosos, y sus gritos son súplicas; son gemidos que imploran perdón, afecto, una mano amiga, un corazón abierto.

Si escucháis las mentiras de los hombres, no olvidéis que la Mentira se cierne sobre ellos, casi tanto como el absurdo, o la muerte.
Por ello, no juzquéis tan duro al hombre: es sólo un hombre.
Pero en él hay buena semilla y una chispa de infinito. Es la obra suprema de la creación, es la razón de ser de la historia, es mi digno y amado interlocu­tor.

Es triste el pecado, ¿verdad? Grave cosa el mal, ¿no es cierto? Pero con­suélate: no cabrían tantos males en el hombre, si no fuera tanta su grandeza. Yo, que lo conozco, te lo puedo asegu­rar: en él hay una chispa de infinito. ¿Por qué apagar esa chispa? Dadle amor. Amad a vuestro prójimo; amadle sin medida, porque no tienen medida su sed, ni su pecado, ni su indigencia. Pero si aún necesitáis una medida, tomad mi Cruz y unidla a vuestro pecho. Cuando mi Sangre se confunda con vuestra sangre, tendréis la medida del amor.

Y aquel cristiano de duro corazón daba gracias, porque al resonar el nombre de la Cruz de Cristo, una puerta se abrió en su alma, y por esa puerta entró la paz.

Tiempo para el Evangelio – A la Hora de Partir

Ante la fugacidad de los días que corren y corren, hasta parecer alcan­zarse unos a los otros, se preguntaba un cristiano qué habría de quedar de tantos afanes. Y en sueños oyó que el Señor le hablaba:

Sólo una cosa era realmente impor­tante: que me conocieras, y que en mí supieras quién eres. Ahora tu historia llega a su final. El tiempo se ha venci­do y ya es hora de dejar de escribir y de leer lo que has escrito. Mira, pues, tu pasado, que ya no volverá, y mira la eternidad que te aguarda. Ha concluido tu oportunidad para el bien y tu ocasión para el mal. Veamos entonces quién fuiste, quién eres y quién serás.

Sólo una cosa era realmente impor­tante: que me amaras, y que en mí amaras cuanto existe. Revisa tu libro. Mira dónde está escrita la palabra “amor”. Esa palabra me interesa. Mira ahora si está escrita con minúscula o con mayús­cula. Bien, puedes borrar tus amores minúsculos; esos no franquearán la muerte. Fueron, pero ya no son. Revisa de nuevo tu libro. Haz un índice de tus Amores mayúsculos, esto es, los que han nacido de mi Amor. Puedes escribir esas palabras con oro puro, porque durarán para siempre.

Sólo una cosa era realmente impor­tante: que me sirvieras, y que así fueras dueño del hermoso mundo. No olvides que yo soy el Señor. ¿Ves tus páginas en blanco? Son tus caprichos: puro tiempo perdido: ¡nada! ¡Nada quedó de ellos! Cuenta las palabras vacías, las sonrisas falsas, los cinismos ver­gonzosos, las hipocresías, las rebeldías infantiles, la soberbia. Por cada una de esas palabras, una lágrima; y por cada una de esas sonrisas, un gemido; y por cada cinismo, un agudo lamento; y por cada hipocresía, un nuevo dolor; y para la soberbia, fuego: fuego puro. Es el precio que pagaste.

Sólo una cosa era realmente impor­tante: que tu estuvieras escrito en mi Libro. ¿No oíste hablar del Libro de la Vida? Lee, pues, ahora. Busca tu nombre en mis páginas. Lee en mí. Yo soy una cosa con mis palabras. Lee entonces en mí. Mira si te pareces a mí, después que yo quise parecerme tanto a ti. Y si te vieres escrito en mi Libro, alégrate. Porque el tiempo ya no espera. Y ahora, cuando ha llegado el momento de partir, sólo lo importante vale. Levántate, pues, y habla. Yo soy Jesucristo; tú, ¿quién eres?.

Así comienza a hablar el Señor, en el umbral de la muerte.

Tiempo para el Evangelio – Adelantar el Juicio

Anticipar La Salvacion

Cansado de tantas y tan diversas opiniones de la gente, un cristiano meditaba sobre la verdad de las cosas. Y confiado en que la sabiduría divina es más firme que los decires humanos, llegó a escuchar a su Señor, que con acento firme le decía:

Muchas personas han vivido y viven pendientes de los juicios y prejuicios de los demás. Su vida es un mar tormentoso, sometido a todos los vientos y todas las olas. Pero muchísimas más personas pretenden vivir al margen de toda opinión ajena. Se imaginan que son norma para sí mismos, y con ello lo único que han logrado es agregar, a la tormenta, la noche.

La verdad es que tampoco la palabra que tú dices sobre tu vida es definitiva. Unas veces estás alegre y otras triste; por un tiempo te levantas con soberbia, y luego te deprimes en profundo abatimiento. Además, no conoces toda la verdad sobre ti, y bien puede ser que en algunas de tus culpas seas menos malo de lo que piensas, y en algunas de tus buenas obras merezcas menos elogios de los que pretendes.

He aquí que yo tengo algo que decirte y algo qué decir sobre ti. Dios, mi Padre, que te ha formado, conoce tu ser: sus ojos no sufren la mentira de las apariencias y sus manos llevan siempre a término las palabras de su boca. El da la muerte y la vida, hunde en al abismo y levanta, da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece.

Bien lo dijo mi Predicador: Es viva y eficaz la palabra de Dios, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y las médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien has de dar cuentas.

Hoy es un día de gracia; este es tiempo de misericordia. ¡No se ha pronunciado la última palabra sobre tu vida! Dios hace de ti palabra suya cuando te crea cada día, cuando te habla cada mañana, cuando te escucha cada tarde. Pero, atiende: llegará un día último, en el cual no haya más que hablar. Ese Día, Dios dirá qué piensa de ti, de tus juicios, de tus obras, de tus pensamientos, de tu amor.

Hoy te hablo, y aquel día te hablaré. Pero hay esta diferencia: cuando escuches esa última palabra, que resonará en toda la Creación y en todos los rincones de la Historia tú sabrás por fin quién eres.

Piensa en que la muerte, mi muerte y la resurrección, mi resurrección han llevado al extremo la Historia. Nada encontrarán los siglos más grave o más terrible que mi muerte; nada más admirable o más glorioso que mi resurrección. Ven. Abraza mi Muerte, que es el Juicio; acoge mi Resurrección, que es la Justicia. Que si Dios te justifica, ¿quién te condenará?

Escucha: Dios, sabiendo cuánta majestad y poder hay en su Palabra, ha querido anticipar el Juicio en forma de inagotable torrente de misericordia, perdón, redención y salvación. Soy Dios para ti, soy Dios contigo, soy Jesucristo. Dios te concede adelantar el juicio para ofrecerte de una vez su justicia salvadora y así liberarte no sólo del pecado y del castigo, sino también del temor al pecado y al castigo.

Escucha: nada puede traerte tanta paz como saber que por encima de las opiniones ajenas y de los complejos tuyos, está el parecer de mi Padre Celestial. Mira que ahora te salva el que luego te juzgará. ¿Habrá que temer ese juicio, si ya te lo anuncia mi Cruz? ¿Habrá que temerlo, si el Juez quiere otorgarte su perdón?

No temas, cristiano, no temas. Escucha la palabra del que venció la muerte y ahora vive Resucitado de entre los muertos: “Shalom. La paz contigo”. Desde más allá de la Historia, te saluda mi voz y te dice: “La paz contigo”. Desde la victoria te canta mi alma y te ofrece el Espíritu de Verdad, que te guía hacia la Verdad completa. Desde tu futuro junto a mí, desde lo que estás llamado a ser, mis ojos se alegran aguardándote. Pero también desde el pasado, desde la noche de la Cruz, mis ojos te reconocen: he dejado que allí te miren para que no olvides cuánto te amo y cuál es el camino hacia la gloria.

Hoy es tu día de salvación. Hoy me has escuchado. Reconoce quién soy yo y quién eres tú. Conociéndote ante Dios, anticipas el Juicio; conociéndolo en ti, anticipas tu salvación. Guarda silencio, por hoy. Deja que yo te hiera y te cure; deja que te quebrante y te reconstruya; ven a morir conmigo, ven a resucitar a mi lado.

Sorprendido del esplendor divino, el cristiano levanta su mirada y por un fugaz instante ve la sombra luminosa de la Cruz. Entonces sonríe del mundo, y siente un cariño inmenso por todos los mortales.

Vivir el Evangelio – Habla Jesucristo

Se acerca el cristiano para escuchar a Cristo, su Señor, y oye palabras que tienen sabor de eternidad y fuerza de vida. Con grande amor y majestad habla Jesucristo, y dice:

Nadie te amó tanto como yo. Te conocí y te amé antes de que existieras. En el vientre de tu madre tejí con amor tu organismo, y plasmé en ti la imagen mía, y así te hice semejante a Dios. No dejé de amarte cuando pecabas; no se enfrió mi amor cuando te alejabas de mí. Desde la Cruz vi tu rostro, y con mi muerte transformé la maldición que te agobiaba en una bendición sin límites. Tampoco ahora ceso de amarte. Soy tu fuerza y tu vida.

Me perteneces. Me pertenecen tus alegrías, porque yo soy tu verdadera alegría, y lejos de mí sólo se siente tristeza de muerte. Me pertenecen tus pensamientos, porque yo lleno tu pensa­miento y tu ser. ¿En qué puedes pensar que esté lejos de mi poder o de mi misericordia? Me pertenece tu sangre, que yo lavé y limpié con mi propia Sangre. ¿Cómo sería tu vida, si yo te quitara mi vida? Yo no quiero un poco de ti, porque yo no te di un poco de mí. Quiero todo de ti, pero lo quiero con amor.

Dime, ¿a quién sirves? ¿No has escu­chado que yo he recibido todo poder de mi Padre? ¿Conoces la diferencia entre servirme a mí, que tanto te amo, y servir a los poderes de este mundo, que tanto te odian? Yo llamo “amigos” y “hermanos” a quienes me sirven, y yo mismo soy su fuerza, su alegría y su recompensa. Esos poderes, en cambio, tratan a sus siervos como esclavos y enemigos; son insaciables, reclaman cada vez más tiempo, más dinero y más amor. Son ladrones que desearían destruirte, beberse tu sangre y darte por recompensa la muerte.

Sin embargo, no temas. Estoy más cerca de ti que cualquier amigo o enemi­go tuyo. Cuando duermes, son mis brazos quienes te sostienen en el ser; cuando despiertas, son mis ojos quienes ilumi­nan los tuyos.

Conozco toda la creación, del alto cielo a lo profundo del abismo. A cada uno le doy cuanto necesita. Hay quien requiere sólo agua y luz, y yo le doy agua y luz. Tú fuiste creado por mi Padre para participar y gozar del mismo Espíritu por el que soy Cristo. Naciste para ser en mí, y en mí ser como Dios. Yo quiero colmar tu deseo. No soy envi­dioso ni mezquino. Me gozo mirándote, cuando en ti descubro la bondad y el poder de mi Padre. Quiero darte lo que necesitas; quiero saciarte de lo que ya es tuyo, porque yo lo gané para ti en la noche de la Cruz y en el día de la Resurrección. Bien sabes que mi Resurrec­ción no conoce fin, y que yo tengo las llaves de la muerte. A ti quiero darte vida.

Todos son movidos por el poder de mi Dios, según el ser que de él han recibi­do. Mi Padre obra en las piedras como piedras que son. El es dureza y consis­tencia para ellas, y así las sostiene en el ser que les dio. Su poder, empero, es distinto luego en la delicadeza de las plantas, en la belleza de las flores, en la altura de los árboles, en la inteli­gencia de los ángeles o en cualquiera otra de sus obras. En el hombre, el poder de Dios, mi Padre, no sólo es vida natural, sino también vida de la gracia. Por eso yo no te obligo como si fueras una piedra, sino que te amo y te doy mi gracia, para que en ti halle su perfec­ción el deseo de mi Padre y resplandezca más y más su gloria.

Te amo con amor eterno: con el Amor que he recibido de mi Padre. Y mi amor es poderoso en ti, como en las demás criaturas. Si me amas, sentirás mi amor como calor de vida; si renuncias a amarme, sentirás mi amor como fuego de condenación y oprobio. Porque has de saber que el Amor que procede del Padre y de mí llena todo lo creado; para quienes creen y aman, ese Amor es Amor; pero para quienes no creen y sólo entienden de odio, tal Amor les parece odio y les produce fastidio, y por eso hablan mal del Espíritu Santo y del designio de mi Padre Dios.

No quiero que te suceda nada malo. Puesto que yo fui hasta ti y permanezco contigo en mi naturaleza humana, y ahora glorificado sigo siendo verdadero hom­bre, del mismo modo quiero que vengas a mí y permanezcas conmigo y seas Dios conmigo, en justicia y santidad. Ya que te he acogido como amigo y hermano, recíbeme tú también: dame amplio espacio en ti. Quiero vivir en ti; quiero imperar y ser Señor en ti, para gloria de mi Padre y para salvación tuya. Ya que mi amor se ha vuelto tiempo para esperarte, no tardes más; haz que tu amor y tu voluntad se hagan pronta y solícita respuesta. Llámame y estaré contigo. No te apartes de mí, que yo me quedaré a tu lado. Quiero formar un gran Rebaño; deseo congregar a la familia de los hijos de Dios, porque anhelo celebrar mis Bodas con la Iglesia Santa.

Con estas y muchas otras palabras sabe hablar Cristo a quien desea escucharle.

Tiempo para el Evangelio – Retorno a los Escritos de Vida Espiritual

Presentación

“Muchas veces y de muchas modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien hizo los mundos, el cual, siendo resplandor de su gloria e impron­ta de su substancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la majestad en las alturas” (Heb 1,1‑3).

Puede decirse, con la debida reveren­cia, que el presente folleto desea ser un comentario al texto precedente. Jesucristo es la Palabra del Padre, el Mensaje supremo, la Noticia importante, Aquello que necesitábamos saber, Aquel a quien debíamos conocer. Su voz, llegada a nosotros por medios comunes o extraor­dinarios, nos conduce a la revelación del Rostro de Dios en el Hombre. En el momento sublime de la Cruz, esta revela­ción se hace desconcertante, pero plena y definitiva.

Bajo la autoridad y parecer de la santa Iglesia Católica, se ofrecen las palabras aquí escritas. Quiera Dios, el Padre que se nos ha revelado enteramente en Cristo, su Hijo, Nuestro Señor, acogerlas y hacerlas germinar, para su honor y gloria.

Fr. Nelson M.

¿Por qué, mi niño?

¿Por qué has de ir con el rostro bajo? ¿Quién apagó la luz de tus ojos?
¿Por qué a veces te hablo y no me respondes? ¿Por qué gritas en mis oídos “dónde estás”, y luego tapas los tuyos cuando te susurro “aquí”? ¡Oh, mi niño! ¡Y te disgusta que te llame “niño”! Pero sigues siendo un niño, y sigues siendo mío.

¿Por qué quieres limitarme? ¿Por qué quieres que mis promesas se parezcan a tus deseos? ¡Oh, mi niño! Saldrías ganando si me aceptaras, y así ganaras la posibilidad de ser conmigo.

¿Porqué te haces daño? ¿Por qué quieres hacerme sufrir, privándote de mí? ¡Oh, mi niño! Caminas por mi mundo y bajo mi cielo; respiras mi aire, bebes mi agua y te alimentas de mis campos; yo te arropo, te doy piso y te hago ser. Sin mí pierdes lo mejor de ti.

¿Por qué te ocupan tanto tus cosas? ¿Por qué tus pensamientos te parecen tan importantes? ¡Oh, mi niño! Desearías apagar mi sol para que se viera bien tu linternita. ¡Y a veces pateas la tierra que te sostiene! Sería mejor besar esa tierra y agradecer ese sol.

¿Por qué me empequeñeces? ¿Por qué me tratas como si no me conocieras? ¡Oh mi niño! He hecho todo para que me conoz­cas. Yo no ahorro esfuerzos, no guardo nada para mí, no tengo segundas inten­ciones, no prometo más de lo que tengo ni ofrezco menos de lo que soy.

¿Por qué huyes de mi dulzura? ¿Por qué saboreas tus venenos? ¡Oh mi niño! ¡Se te ha lastimado el paladar, se te ha embotado el gusto! Al contrario: ¡qué suave bondad y qué gozo embriagará tu alma cuando al fin vuelvas a mí!

“Ven, entonces. Ven a cenar a mi Casa: a comer de mi Pan y beber de mi Vino. Ven a alegrarte conmigo”.