Juan en Aldún (8 de 20)

8. Conversación de Pareja

No se puede decir que Landulfo quisiera a Ariadna: la veneraba. Veamos y escuchemos, si no, a esta pareja en la intimidad de su casa. Una lámpara arde en la habitación y un lecho inmenso lo ocupa casi todo. Sin embargo, a un lado queda espacio suficiente para la colección de unturas, cremas, lociones y fórmulas con que Ariadna cuida su preciosa piel. Dónde y cómo ha conseguido todas esas cosas es pregunta que nadie podría responder: hay centenares de recipientes de vidrio, cajas pequeñas, receptáculos de madera, olletas ridículamente pequeñas, cajas metálicas más grandes, vasos de cerámica y como de porcelana, aromas traídos de lejanas tierras… Nada de extraño que ella necesite media mañana para decidir cómo vestirse, qué untarse, cómo adornarse, qué perfume ponerse. Todo en ella es hermoso; su sueño es ser perfecta, ser simple y perfectamente bella en todo su cuerpo, como esas esculturas que conoció en Grecia siendo más joven, por la época en que decidió darse el nombre de Ariadna, porque esa fue decisión de ella y de nadie más.

Tal es el costado norte de la enorme habitación; en el centro está el lecho, como dijimos; en el costado sur cuelgan las ropas de Landulfo, no muy diferentes de las de cualquier pastor de la época. Eso ocupa poco espacio. Lo que sí llena esa parte del cuarto son unos baúles muy grandes llenos de papeles. Bueno, yo los llamo “papeles” aunque eran pergaminos, centenares de pergaminos. Así como Ariadna coleccionaba decenas y decenas de artículos de belleza, Landulfo reunía papeles y papeles escritos a veces por ambos lados. Pero no los encontraba hechos: él mismo los escribía. Todo en esos baúles, salvo una edición de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios, todo lo demás había sido escrito por Landulfo y todo para Ariadna. No tenían hijos.

Al lado de la habitación de la pareja había otro cuarto pequeño con una especie de tina, porque Ariadna era entusiasta de los baños de hierbas. Es de suponer que le exigía también mucha higiene a su esposo.

Efectivamente, ya le vemos salir de su largo baño. Va adornado de una sonrisa divertida y hermosa, y sólo le cubre una bata que llega hasta la rodilla. Ariadna lo mira con más ternura que deseo y se recuesta en el lecho. También ella está ligera de ropa. Ya no hay rastro del vestido azul claro sino que tiene solamente la túnica blanca, rosada y dorada que baja hasta un poco más de las rodillas. Como cosa de picardía sigue con su sombrero cónico que remata en la tela verde manzana.

–¿Sabes a quién amo más que a mi vida? –empieza él, con tono serio y los ojos clavados en los de ella.

–¿A quién? ¿Me quieres contar?

–Es una dama, o digo mejor, una señora; una gran señora. A su paso se inclinan los árboles y el bosque entero enmudece.

–¿La has visto alguna vez?

–Sí, pero no me cansaría de verla. No hay en ella defecto alguno y su voz arrulla y descansa el corazón. Sus manos son de terciopelo y su aliento es fresco y dulce como pan de manzanas. Verla sonreír es como una aparición del Olimpo y he sabido de quienes han perdido la vida por ganarse su favor.

–¡Qué cosas tan hermosas me dices! ¿De veras piensas que soy todo eso?

–No, mi alondra, tú no eres todo eso; tú eres más que todo eso. Si yo pudiera describir la paz que me trae encontrarte; si yo pudiera decir lo que siento cuando sé que me amas, que de verdad me amas; si conocieras el tamaño de mi amor… creo que te asustarías.

–No, amor mío, yo no quiero que me asustes. Que se asusten otros viendo tu fuerza, que es temible, o escuchando tu voz, que es como el rugido del león. Para mí tú eres solamente un cachorrillo y cerca de ti me siento segura.

Así habló Ariadna, aunque esas últimas palabras no sonaron con la convicción que Landulfo hubiera querido. En realidad ella no se sentía segura pero era imposible decir algo así a ese hombre. Él continuó su declaración de amor propia de esa noche, pues hay que saber que este ritual era prácticamente de todos los días.

–Ahora, en el recinto sagrado de este cuarto que es mi templo, ahora sí puedo leerte lo que escribí para ti en la lejanía de la última colina.

–¿Esa es la colina que da hacia la laguna escondida?

–Sí, mi amor, pero eso no tiene importancia; escucha mejor lo que te escribí: creo que nunca te había dicho cosas como estas.

Ella quería saber un poco más de la laguna.

–Landu, espera… Déjame saber un poco más de ese lugar. ¿Has estado ahí? ¿Es verdad lo que dicen, que siempre está brumoso? ¿Hay animales extraños ahí? ¿Es cierto que a sus orillas se ve un castillo inmenso y que en él se oyen voces aunque ya nadie lo habita?

Landulfo solamente la miró sin pronunciar una sola palabra. Ella entendió que había llegado la hora del Rito de la Exaltación de Ariadna. Sucedía casi todas las noches. Él siempre empezaba como ese trozo que ya hemos oído, diciendo que ella estaba siempre en su pensamiento; luego pasaba a compararla con las flores, los árboles, el cielo, las nubes o las estrellas; después aludía a la intensidad de su amor por ella tomando imágenes del viento, el rayo, los ríos y los mares. Era una secuencia hermosa y larga, que ella ya conocía bien, porque todos esos libros estaban llenos de esas imágenes y comparaciones dichas de diez mil modos posibles. Dependiendo del día, a veces lo escuchaba con ternura, otras con paciencia, otras con amor de romance, otras como una profesora de literatura: al fin y al cabo era ella la que lo había sacado de las rudezas de un aldunense mal aprendido y lo había iniciado en las bellezas de la lengua de Cicerón. Pero a veces le pesaba haberlo entusiasmado tanto con la belleza literaria.

Landulfo, entretanto, continuaba con su Exaltación de Ariadna. Ya iba en la parte de los ríos y los mares. La cosa sonaba así esta vez:

–No son los batracios quienes podrán decirnos cuán grande es el mar…

Ariadna intervino:

–Amor, la palabra “batracios” difícilmente cabe en una composición verdaderamente poética…

–El que está sintiendo y te está amando soy yo, así que tú puedes limitarte a escuchar. Prosigo. ¿Dónde iba? Ah, ya: No son los batracios quienes podrán decirnos cuán grande es el mar; ni son los mares los que podrán contar cuánto te he querido desde la primera vez que te vi. Porque lo que es un sapo al mar, eso es el mar comparado con la abundancia del amor que en mí despiertas.

Ella sonrió pero se notaba que la comparación no le había gustado. Y todavía él no acababa:

–Gentes hay que arrojan las basuras al océano, acaso pensando con ello ensuciar las aguas inmortales. Más fuerte que ellas se muestra el último mientras que las primeras han de ser por fuerza vencidas…

–Amor, esa construcción es muy complicada. Imagino que querías decir que “el último” y vencedor es el océano y que “las primeras” son las basuras o las gentes, pero fíjate que has mencionado tres cosas, o mejor cuatro: las gentes, las basuras, el océano y las aguas inmortales, que son una reduplicación del océano. La figura que de allí resulta…

–¡Calla, calla! –rugió él, fastidiado de que el auditorio no apreciara sus dotes para la composición– bien sé que no me amas. Bien sé que tú sigues las leyes de la naturaleza y preferirías mil veces tener un solo hijo nacido de tus entrañas que todas mis palabras. A veces creo que ya te cansaste de mí.

Ella guardó silencio por dos muy buenas razones. Porque sabía que a Landulfo no se le podía hablar cuando se ponía así, y porque en realidad él tenía razón.

–¡Dime, anda, dime! –siguió él con nuevo ímpetu– ¡Dime si estoy equivocado! ¡Y dime de una buena vez si soy culpable de tu desgracia! ¿Crees que no me doy cuenta cuando lloras en la noche, así te eches mil malditas cremas en la cara? ¿Y yo qué culpa tengo? ¿Acaso yo escogí mi esterilidad? Otro la escogió por mí. Llámalo el destino, Dios o el diablo, el que sea, alguien quiso que yo fuera estéril, inútil para engendrar e incapaz de darte placer. No tengo… no tengo más que mis palabras y mis estúpidos versos…

Ella juntó las manos una palma contra otra y las acercó a la boca como si estuviera rezando. Esta noche el hombre estaba en el colmo del desasosiego; y aunque no era la primera vez que decía esas cosas, hoy su voz sonaba aterradoramente agresiva y triste. Ariadna abrió los ojos y vio que él estaba sentado en el lecho, dándole la espalda a ella y mirando sólo la luz de la lámpara que ardía. Tenía una espalda inmensa y fornida. Parecía una estatua griega, como un Hércules lúgubre y capaz de cualquier cosa.

Se acercó en silencio y quizá por primera vez le habló con genuino amor:

–Landulfo, quiero proponerte algo.

–Dime.

–Espera. Mírame, por favor; es más fácil si me miras. Así, gracias.

–¿Ahora qué quieres?

–Landulfo, yo he aprendido que me faltan muchas, muchas cosas. Mi corazón es pobre y… mira, no sé cómo decir esto.

Él la miró con genuino amor y le besó los labios. Ella siguió:

–Yo sé que lo nuestro empezó muy mal. Sé que en todo esto, si hay una culpable, soy yo, y…me rompe el alma verte hablar así. Yo te pido, yo te suplico, que no te maltrates más. Por favor…

–¿De qué hablas?

–Landulfo, créeme que puedo entender lo que sientes. Pienso que para ti… es decir, creo que tú sientes que… a ver, es posible que tú pienses que…

–¿Quieres decirme de una buena vez qué es, de qué se trata?

–¡No puedo! Déjame intentar un ejemplo. ¿Puedo?

–Dale con tu ejemplo.

–Yo pienso que… no fue justo lo de esos muchachos y pienso que la culpable en realidad soy yo. Fuiste tú quien lanzó las hachas pero lo hiciste por mí, y no sé… si yo te hubiera hablado antes, tú te hubieras detenido antes.

–¡Pero venían a robarnos! ¡Y encima de eso hacían fiesta de su fechoría, mientras se llenaban la panza con el trabajo de muchos meses míos!

–Ellos estaban muertos de hambre, Landulfo. Y aunque los llamaras ladrones y malditos, eran simplemente unos muchachos hambrientos. Tú no los mataste porque fueran ladrones.

–¿Entonces por qué los maté, señora adivina?

–Por mí. Querías que yo viera eso. Querías que yo te… no sé. Pero fue por mí.

Landulfo se quedó callado porque Ariadna tenía razón. Ella se dio cuenta de lo que significaba ese silencio y entonces prosiguió con más seguridad:

–Sé que haces muchas cosas por mí; sé que me amas. No te disgustes, amor, pero creo que me amas casi… demasiado. Te lo agradezco; yo también te amo, pero, ¿puedes imaginar cómo me siento esta noche?

–¿Mal? ¿Te sientes muy mal?

–Sí me siento muy mal, y que yo me acuerde es la primera vez que puedo decírtelo así abiertamente. Me siento muy mal porque me tratas como tu reina pero soy más tu prisionera.

Él la abrazó y le iba a dar otro beso, pero ella se apartó para añadir:

–¡Es que son muchas cosas! Mira a ese pobre muchacho, el que habla aldunense y que debe estar revolcándose en el estiércol de las ovejas. ¿Qué quieres? ¿Demostrarme que dominas a cualquier hombre?

Landulfo la soltó y se quedó sentado a su lado. Luego habló en voz muy tenue:

–¿Qué quieras que haga? ¿Bajo y le pido disculpas a ese cretino por haberle dado una lección que no se le va a olvidar en toda la vida? Te puedo asegurar que en toda su vida jamás se le ocurrirá robar a nadie más. Así aprendí yo mis lecciones. Tú hablas muy bonito y eres una gran profesora, pero deberías haber conocido a mi padre. Él decidió que quería tener hijos rectos; ¿entiendes lo que significa esa palabra, “rectos”?

Él trató de sonreír pero no le salió. Ella, por su parte, se levantó y se puso una capa como para salir; él la interrumpió:

–¿Adónde vas?

–A liberar al aldunense. Esto no es sólo de hablar, Landulfo. Por lo menos tenemos que evitar que pase una noche entre las bestias.

A Landulfo le pareció tonta la idea pero se tranzó por acompañarla y asegurarse de que el hombre quedara bien asegurado pero en condiciones menos drásticas. Bajaron, pues, al lugar del rebaño pero perdieron el viaje porque Mateo se las había arreglado para escapar.