¿Tiene que morir la Teología de la Liberación? (1a. parte)

Una distinción inicial

El término “Teología de la Liberación” (TL) evoca dos corrientes diferentes que es bueno distinguir.

Para sus iniciadores o primeros propulsores aludía a un ejercicio que une la experiencia eclesial con la reflexión académica. La Iglesia es vista aquí no como un implante sino como una planta, es decir, no como la sucursal de una multinacional eclesiástica sino como una realización local, humilde y real de la vida del Evangelio, asumida por sus destinatarios propios: los pobres. La célula en que todo ello sucede es llamada a menudo “Comunidad Eclesial de Base.” En este sentido, el término “liberación” no se refiere solamente a lo económico aunque por supuesto lo asume.

Para el Magisterio de la Iglesia, en cambio, la TL alude a otras dos cosas: en primer término, un modo de análisis social, de corte esencialmente marxista aunque con un discurso bíblico de construcción liberal-progresista; en segundo término, y por clara oposición al primero, un capítulo de la Doctrina Social de la Iglesia; vale decir: puesto que es una flagrante contradicción que se predique el Evangelio en una sociedad plagada de injusticias que se declara cristiana o católica, es preciso hacer resonar las consecuencias que trae para la moral social el mensaje de Jesús de Nazareth y también la vida nueva que él trajo a esta tierra.

Es evidente que ese segundo modo de entender la TL en realidad facilitaba por lo que de hecho sucedió, el rápido olvido de las intuiciones, métodos y espiritualidad propios de las Comunidades de Base.

Tenemos entonces tres cosas distintas relacionadas con una misma expresión, “Teología de la Liberación.” Una se refiere a lo que querían sus inciadores y las otras dos a lo que fue denunciado y luego propuesto o impuesto por las autoridades eclesiásticas correspondientes.