Fair Play (3a. parte)

País de los desconciertos

El modo de ser inglés ha deconcertado a más de uno. Un caso famoso es el de Karl Marx. Este genial pensador, teniendo a la vista la pobreza y las estadísticas de la injusticia social en la Londres del siglo XIX, se atrevió a profetizar que el comunismo despuntaría en Inglaterra. Era una buena apuesta. Basta leer a Charles Dickens o consultar un manual de historia británica para asomarnos a lo que Marx tuvo que ver con espantoso realismo: la revolución industrial se alimentó, casi más que con el carbón para las máquinas, con la sangre y el sudor de los propios ingleses pobres, con sus esposas y sus niños. Algo apocalíptico se cocinaba como en una caldera en las miradas enfermas y resentidas de esos esclavos que laboraban 12 y más horas diarias. Marx vio eso. Luego fue a la Biblioteca Nacional de Londres y analizó juiciosamente datos y más datos. Así se gestó Das Kapital.

Lo que Marx no vio es que le estaban dejando ver. El mismo país que retorcía los vientres vacíos de los pobres dejaba que sus rostros escuálidos y las cifras de sus muertes ignominiosas estuvieran a la vista… incluso de un extranjero como lo era Marx. He aquí un buen ejemplo de fair play: masacramos a nuestra gente, pero las masacres pueden ser estudiadas. Yo me atrevo a aventurar que el fair play impidió que se cumpliera la profecía de Marx. Los males sociales, una vez difundidos produjeron un amplio movimiento sindical y condujeron a las reivindicaciones que, como es sabido, afianzaron finalmente el capitalismo en Inglaterra.

Ese “jugar” con las posibilidades y las condiciones ha llevado a los ingleses a ser un país sorprendente o incluso desconcertante. Lo más tradicional y lo más innovador; lo más riguroso y lo más alocado; lo más elaborado y lo más burdo: todo tiene un lugar, de modo que el lema inglés podría ser lo de aquel chiste: Usted es absolutamente único, lo mismo que todos los demás.