El Hombre más Santo del Mundo

Hay una vieja narración egipcia que nos cuenta de un monje muy santo que vivía en el desierto, ayunaba a menudo y había abrazado la más abnegada pobreza.

Mucha gente de los alrededores lo tenían por santo, y se decía que era el hombre que estaba más cerca de Dios.

Así parecía, puesto que este monje se pasaba mucho tiempo en serena contemplación y diálogo con el Señor.

Un día llegó a oídos del monje lo que la gente decía de él, y picado por la curiosidad le preguntó a Dios:

-Dime, Señor ¿es cierto lo que la gente dice de mí, que soy el hombre más santo y el que está más cerca de Ti?..

-¿De veras quieres saberlo? ¿Por qué estás tan interesado? – le pregunto Dios..

El monje le contestó:

-No es la vanidad la que me mueve a preguntarte esto, sino el deseo de aprender. Si hay alguien más santo que yo, debo ser su discípulo para saber acercarme más a Ti..

Dios entonces le dijo: “Muy bien, baja por el sur del desierto al pueblo más cercano y pregunta por el carnicero del pueblo, él es el más santo”..

El monje se sorprendió mucho con la respuesta del Señor, pues en aquella época los carniceros gozaban de muy mala fama, pero obediente hizo lo que el Señor le indicó.

Llego al pueblo y pudo observar a sus anchas al carnicero, y no encontró en él nada extraordinario. Al verlo incluso llegó a dudar, le pareció de bruscos modales, algo malhumorado y observó con preocupación, que cada chica hermosa que llegaba a la carniceria, era mirada de forma “muy directa” por el carnicero..

Cuando terminó de atender a la gente y se disponía a cerrar el negocio, el carnicero, sorprendido le pregunto que queria. El monje le contó lo que le había llevado a verlo y el carnicero quedó más sorprendido todavía.

“Mire Padre, yo no dudo de su palabra pero me sorprende mucho que Dios le haya dicho eso, yo soy un gran pecador, aunque voy a la Iglesia no lo hago con la frecuencia con que debería. Pero en fin, mi casa es su casa”. Y le invito a pasar y a comer con él, en tanto él entraba a una habitación en donde un anciano acostado en un lecho recibió todo el cuidado del carnicero, que le dio de comer en la boca y lo arropó con cariño para que durmiera..

Perdone mi indiscreción – le dijo el monje al carnicero – ¿es su padre? No lo es- le respondió. “En realidad es una larga historia”…

“¿Podría contármela”? le dijo el monje.

“A usted se la contaré pues sé que los monjes saben guardar secretos. Este hombre fue quien mató a mi padre. Cuando vino al pueblo, mi primer impulso fue matarlo para vengarme pero estaba viejo y enfermo y sentí pena por él. Luego recordé a mi padre, que siempre me enseñó a perdonar y en su nombre decidí tratarlo con amor, como hubiera tratado a mi padre, si aún viviera”…

El Collar Turquesa

Un hombre que estaba tras el mostrador, miraba la calle distraídamente.

Una pequeña niña de 8 años llegó a la tienda y apretó su naricita contra el vidrio de la vitrina. De pronto, sus ojos de color del cielo brillaron cuando vió aquello que estaba buscando. Pidió ver el collar de turquesa azul.

– Es para mi hermana. ¿Puede hacer un paquete bien bonito?, dijo al hombre del mostrador.

El dueño del negocio miro desconfiado a la niña y le preguntó:

– ¿Cuánto dinero tienes?

Sin dudar, ella sacó del bolsillo de su ropa un pañuelo todo atadito y fue deshaciendo los nudos. Los colocó sobre el mostrador y dijo feliz:

– ¿Eso da?

Eran apenas algunas monedas que ella exhibía con orgullo.

– Sabe, continuó, quiero dar este regalo a mi hermana mayor. Desde que murió nuestra madre, ella cuida de nosotros y no tiene tiempo para ella. Es su cumpleaños y estoy convencida que estará feliz con este collar que es del color de sus ojos.

El hombre fue para la trastienda, colocó el collar en un estuche, envolvió con un vistoso papel rojo e hizo un trabajado lazo con una cinta verde.

– Tome -dijo a la niña-. Llévelo con cuidado.

Ella salió feliz corriendo y saltando calle abajo. Aún no acababa el día, cuando una linda joven de cabellos rubios y maravillosos ojos azules entró en el negocio.

Colocó sobre el mostrador el ya conocido envoltorio deshecho y preguntó:

– ¿Este collar fue comprado aquí?

– Sí señora, respondió el dueño

– ¿Y cuánto costó?

– ¡Ah!. El precio de cualquier producto de mi tienda es siempre un asunto confidencial entre el vendedor y el cliente.

– La joven continuó: Pero mi hermana tenía solamente algunas monedas. El collar es verdadero, ¿no? Ella no tenía dinero para pagarlo.

El hombre tomó el estuche, rehizo el envoltorio con extremo cariño, colocó la

cinta y lo devolvió a la joven diciéndole:

– Ella pagó el precio más alto que cualquier persona puede pagar. ELLA DIO TODO LO QUE TENIA.

Aquel hombre ciego nos salvó

Dos jóvenes estudiantes rusos, Iván y Mijaíl, una fría mañana de invierno, más que caminar corrían hacia la estación en Kislovodsk. Un viaje largamente esperado, que ahora parecía frustrarse simplemente porque se les había hecho tarde y estaban a punto de perder el tren.

Para mayor angustia, sucedió que cuando se disponían a cruzar una transitada calle, ya cerca de la estación, se encontraron con un pobre hombre, anciano y ciego, que se debatía entre el frío terrible de esa hora y su urgencia de llegar al otro lado. Nadie parecía hacerle caso.

Al ver la necesidad del ciego, Mijaíl se debatió interiormente. Sabía que cruzar la calle al paso del anciano implicaba perder esos preciosos segundos que seguramente significarían luego horas de espera hasta el siguiente tren. Pero pudo más un sentimiento de caridad cristiana aprendido de su madre, que muchas veces en invierno preparaba sopas para los pobres. Ahora la madre ya no estaba, pues había fallecido ese mismo año, y Mijaíl sentía que tenía que hacer algo. Así que, a pesar de las protestas y gruñidos de su joven amigo, se detuvo y ayudó al anciano ciego. Su único pago, desde luego, fue la sonrisa agradecida del buen hombre, que al final les dijo: “La Señora [es decir, la Virgen María] los proteja con su oración”.

Y podemos decir que la oración de María los protegió.

Al llegar a la estación de Kislovodsk, agitados y sudorosos a pesar del frío, se encontraron con la mala noticia: el tren había salido hacía pocos instantes. Con desilusión le vieron alejarse a paso sosegado y sostenido.

Como era de esperarse, Iván colmó de reproches a su amigo por su “inoportuna” caridad. Entre otras cosas le dijo: “¿Es que no quedaba más gente en Kislovodsk para ayudar a ese viejo?” Mijaíl lo escuchó con paciencia y simplemente se sumió en el recuerdo de su caritativa madre, siempre dispuesta a dar sonrisa, paz y amor a quien lo necesitara.

Pero esa noche Iván había cambiado completamente de opinión. Aquel tren fue víctima de un atentado terrorista, cerca de Yessentuki, dejando cerca de cuarenta víctimas mortales y centenares de heridos.

“Disculpa mi lenguaje –dijo entonces Iván a Mijaíl– ahora entiendo que no estábamos haciéndole un favor a ese anciano; aquel hombre ciego nos salvó”.

Algo sobre el poder, 3

Pero, ¿quién hace la agenda?

Una de las características de la palabra profética es que se adelanta a su tiempo. Esto ha caracterizado tan hondamente a los profetas que la mayor parte de la gente asocia profetizar con “anunciar por anticipado.” Historias como la de Jonás muestran los límites de esta perspectiva. Jonás predijo la catástrofe de Nínive, y esto a la postré no sucedió, para disgusto dle mismo profeta. Dios le explicó que no habría tal catástrofe porque él es compasivo y porque los ninivitas cambiaron su vida; se convirtieron precisamente al escuchar la palabra de Jonás. Así queda a la vista que el profeta no es alguien que ha visto una película del futuro y nos da adelantos, sino alguien que va en la avanzada y que, recibiendo luz de Dios, entra en los caminos de la Historia por senderos mucho más hondos y certeros.

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Algo sobre el poder, 2

El Papa quiere obispos que asuman más su rol profético

El 5 de noviembre pasado, con motivo de la visita ad limina de los obispos de Austria, el Papa Benedicto XVI exhortó al episcopado de ese país con palabras que son una invitación en línea con el ministerio de los profetas, los apóstoles y los mártires:

Por lo que se refiere al testimonio de fe, recordad que es el primer deber del obispo. ‘No me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios’, dijo el apóstol San Pablo en Efeso. Es verdad que debemos actuar con delicadeza, pero esa actitud no debe impedirnos presentar con claridad el mensaje divino, incluso en aquellas materias que no gozan de la simpatía general, o que provocan reacciones de protesta o incluso de burla, sobre todo en el ámbito de la verdad de la fe o de las enseñanzas morales.

Señales en la misma dirección parecen dar algunos obispos españoles que se han unidos a manifestaciones públicas y marchas, o que en sus declaraciones han salido en defensa de valores como la familia tradicional. En otra línea, se recuerda bien todavía la huelga de hambre del obispo franciscano Luiz Flavio Cappio, para impedir que el trasvase del Río San Francisco, segundo más importante de Brasil, dejara sin agua o encareciera excesivamente el agua de miles de campesinos. Al final, el gobierno de ese país aceptó reabrir la discusión sobre el proyecto en su conjunto.

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La Antorcha de Cristo

Además de ser amigos y compartir muchas cosas en común, Pedro, Sergio, Elena, Rosa y Jaime eran escritores e historiadores, que preparaban juntos una novela histórica sobre la vida de un noble castellano.

Para ello, se dirigieron a un castillo localizado en la provincia de Valladolid, al cual llegaron cuando ya estaba cayendo la tarde. Recorrieron cada una de sus salones y dormitorios, cuando de repente se oyó el sonido de un trueno, apagándose las luces inmediata y sospechosamente.

Elena aseguró a sus amigos de que no había porque inquietarse; ya que se trataba de un corte de luz. Pero el apagón se hacía más largo, y el castillo más tenebroso e inseguro. La única solución que propuso Pedro fue quedarse quietos hasta que se restableciera el servicio eléctrico…pero era febrero, y Valladolid es una ciudad muy fría, y posiblemente el frío acabaría antes con ellos.

Sergio alargó la mano hacia la pared y haciendo un esfuerzo saco un pedazo de madera. – “Esto nos servirá, denme un encendedor”, dijo.

Con aquel pedazo de madera, hizo una antorcha. La llama iluminaba la estancia como si fuese un diminuto sol; y Sergio avanzó guiando al resto del grupo para poder salir del castillo.

– “Debemos de salir de aquí todos juntos, y solo tenemos una antorcha. Así que permanezcamos unidos”, pidió.

Todos aceptaron, todos menos Jaime, quien argumentó conocer perfectamente el castillo y no necesitar de nadie para salir de él. Además, continuó, “la oscuridad no era tan grande, y hasta era posible encontrase otro pedazo de madera para hacer una antorcha, aunque no le hacía falta”.

Sus amigos trataron de disuadirlo, pero Jaime era demasiado orgulloso, y prescindía siempre de todo la ayuda ofrecida.

El grupo prosiguió su camino hacia la salida del castillo; ya afuera y conservando aún la antorcha encendida -porque la noche estaba oscura- oyeron un estrépito. Sergio con la antorcha en la mano salió corriendo hacia el lugar de donde provenía el ruido, en el suelo yacía en un charco de sangre el cadáver del infortunado Jaime, quien se había precipitado por una de las escaleras del castillo. Los cuatro amigos lloraron la muerte de su infortunado amigo. Pero si Jaime hubiese seguido a Sergio, quien llevaba la antorcha, él hubiese permanecido con vida.

Como los protagonista de esta historia, nosotros también nos hallábamos en un castillo, al que la tormenta del pecado dejó sin luz. Dios, por su infinito amor, mandó a su Hijo Jesús, para que con la antorcha de su vida nos saque de las tinieblas de nuestro castillo. Pretender prescindir de su luz y de su ayuda, es exponerse a caer a un precipicio del cual no habrá salida.

El Aspecto del Coraje

Yo sé cual es el aspecto del coraje. Lo vi durante un viaje en avión, hace seis años. Sólo ahora puedo contarlo sin que se me llenen los ojos de lágrimas.

Cuando nuestro avión despegó del aeropuerto de Orlando, aquel viernes por la mañana, llevaba a bordo a un grupo elegante y lleno de energía. El primer vuelo de la mañana era el preferido de los profesionales que iban a Atlanta por asuntos de negocios.

A mi alrededor había mucho traje caro, mucho peinado de estilista, portafolios de cuero y todos los aderezos del viajante avezado. Me instalé en el asiento con algo liviano para leer durante el viaje.

Inmediatamente después del despegue, notamos que algo andaba mal. El avión se bamboleaba y tendía a desviarse hacia la izquierda. Todos los viajeros experimentados, incluida yo, intercambiamos sonrisas sabedoras. Era un modo de comunicarnos que todos conocíamos esos pequeños problemas.

Cuando uno viaja mucho, se familiariza con esas cosas y aprende a tomarlas con desenvoltura.

La desenvoltura no nos duró mucho. Minutos después nuestro avión empezó a perder altura, con un ala inclinada hacia abajo. El aparato ascendió un poco, pero de nada le sirvió. El piloto no tardó en hacer un grave anuncio:

-Tenemos algunas dificultades -dijo-.En este momento parece que no tenemos dirección de proa. Nuestros indicadores señalan que falla el sistema hidráulico, por lo cual vamos a regresar al aeropuerto de Orlando. Debido a la falta de hidráulica, no estamos seguros de poder bajar el tren de aterrizaje. Por lo tanto, los auxiliares de vuelo prepararán a los señores pasajeros para un aterrizaje de emergencia.

Además, si miran por las ventanillas verán que estamos arrojando combustible. Queremos tener la menor cantidad posible en los tanques, por si el aterrizaje resulta muy brusco.

En otras palabras, íbamos a estrellarnos. No conozco espectáculo más apabullante que el de esos cientos de litros de combustible pasando a chorros junto a mi ventanilla. Los auxiliares de vuelo nos ayudaron a instalarnos bien y reconfortaron a los que ya daban señales de histeria.

Al observar a mis compañeros de vuelo, me llamó la atención el cambio general de semblante. A muchos se los veía ya muy asustados. Hasta los más estoicos se habían puesto pálidos y ceñudos.

Estaban literalmente grises, aunque me costara creerlo. No había una sola excepción.

“Nadie se enfrenta a la muerte sin miedo”, pensé. Todo el mundo había perdido la compostura, de un modo u otro.

Comencé a buscar entre el pasaje a una sola persona que mantuviera la serenidad y la paz que en esos casos brindan un verdadero coraje o una fe sincera. No veía a ninguna.

Sin embargo, un par de filas a la izquierda sonaba una serena voz femenina, que hablaba en un tono absolutamente normal, sin temblores ni tensión. Era una voz encantadora, sedante.Yo tenía que encontrar a su dueña.

A mi alrededor se oían llantos, gemidos y gritos.

Algunos hombres mantenían la compostura, pero aferrados a los brazos del asiento y con los dientes apretados; toda su actitud reflejaba miedo.

Aunque mi fe me protegía de la histeria, yo tampoco habría podido hablar con la calma y la dulzura que encerraba esa voz tranquilizadora. Por fin la vi.

En medio de todo ese caos, una madre hablaba con su hija. Aparentaba unos treinta y cinco años y no tenía rasgo alguno que llamara la atención. Su hijita, de unos cuatro años, la escuchaba con mucha atención, como si percibiera la importancia de las palabras.

La madre la miraba a los ojos, tan fija y apasionadamente que parecía aislarse de la angustia y el miedo reinantes a su lado.

En ese momento recordé a otra niñita que, poco tiempo antes, había sobrevivido a un terrible accidente de aviación. Se creía que debía la vida al hecho de que su madre hubiera ceñido el cinturón de seguridad sobre su propio cuerpo, con su hija atrás, a fin de protegerla. La madre no sobrevivió. La pequeña pasó varias semanas bajo tratamiento psicológico para evitar los sentimientos de culpa que suelen perseguir a los sobrevivientes.

Se le dijo, una y otra vez, que la desaparición de la madre no era culpa de ella.

Rezando porque esta situación no acabara igual, agucé el oído para saber qué decía esa mujer a su hija. Necesitaba escuchar.

Por fin, algún milagro me permitió distinguir lo que decía esa voz suave, segura y tranquilizante. Eran las mismas frases, repetidas una y otra vez. -Te quiero muchísimo. Sabes, ¿verdad? , que te quiero más que a nadie. -Sí, mami.-repuso la niña.

-Pase lo que pase, recuerda siempre que te quiero. Y que eres buena. A veces suceden cosas que no son culpa de uno. Eres una niña muy buena y mi amor te acompañará siempre.

Luego la madre cubrió con su cuerpo el de su hija, abrochó el cinturón de seguridad sobre ambas y se preparó para el desastre.

Por motivos ajenos a esta tierra, el tren de aterrizaje funcionó y nuestro descenso no fue la tragedia que esperábamos. Todo terminó en pocos segundos.

La voz que oí aquel día no había vacilado ni por un instante, sin expresar duda alguna, y mantuvo una serenidad que parecía emocional y físicamente imposible. Ninguno de nosotros, avezados profesionales habría podido hablar sin que le temblara la voz.

Sólo el mayor de los corajes, ayudado por un amor más grande aún, pudo haber sostenido a esa madre y elevarla por sobre el caos que la rodeaba.

Esa mamá me demostró cómo es un verdadero héroe. Y en esos pocos minutos oí la voz del coraje.

El Abrazo del Oso

Este cuento se refiere a un hombre joven cuyo hijo había nacido recientemente y era la primera vez que sentía la experiencia de ser papá.

A este personaje lo llamaremos Alberto y en su corazón reinaban la alegría y los sentimientos de amor que brotaban a raudales dentro de su ser.

Un buen día le dieron ganas de entrar en contacto con la naturaleza, pues a partir del nacimiento de su bebé todo lo veía hermoso y aun el ruido de una hoja al caer le sonaba a notas musicales.

Así fue que decidió ir a un bosque; quería oír el canto de los pájaros y disfrutar toda la belleza. Caminaba plácidamente respirando la humedad que hay en estos lugares, cuando de repente vio posada en una rama a un águila que lo sorprendió por la belleza de su plumaje.

El águila también había tenido la alegría de recibir a sus polluelos y tenía como objetivo llegar hasta el río más cercano, capturar un pez y llevarlo a su nido como alimento; pues significaba una responsabilidad muy grande criar y formar a sus aguiluchos para enfrentar los retos que la vida ofrece .

El águila al notar la presencia de Alberto lo miró fijamente y le preguntó: ” ¿A dónde te diriges buen hombre?, veo en tus ojos la alegría” por lo que Alberto le contestó: ” es que ha nacido mi hijo y he venido al bosque a disfrutar, pero me siento un poco confundido”

El águila insistió: “Oye, ¿y qué piensas hacer con tu hijo?”

Alberto le contesto: “Ah, pues ahora y desde ahora, siempre lo voy a proteger, le daré de comer y jamás permitiré que pase frío. Yo me encargaré de que tenga todo lo que necesite, y día con día yo seré quien lo cubra de las inclemencias del tiempo; lo defenderé de los enemigos que pueda tener y nunca dejaré que pase situaciones difíciles.

No permitiré que mi hijo pase necesidades como yo las pasé, nunca dejaré que eso suceda, porque para eso estoy aquí, para que él nunca se esfuerce por nada”

Y para finalizar agregó: “Yo como su padre, seré fuerte como un oso, y con la potencia de mis brazos lo rodearé, lo abrazaré y nunca dejaré que nada ni nadie lo perturbe”.

El águila no salía de su asombro, atónita lo escuchaba y no daba crédito a lo que había oído. Entonces, respirando muy hondo y sacudiendo su enorme plumaje, lo miró fijamente y dijo:

“Escúchame bien buen hombre. Cuando recibí el mandato de la naturaleza para empollar a mis hijos, también recibí el mandato de construir mi nido, un nido confortable, seguro, a buen resguardo de los depredadores, pero también le he puesto ramas con muchas espinas ¿y sabes por qué? porque aún cuando estas espinas están cubiertas por plumas, algún día, cuando mis polluelos hayan emplumado y sean fuertes para volar, haré desaparecer todo este confort, y ellos ya no podrán habitar sobre las espinas, eso les obligará a construir su propio nido. Todo el valle será para ellos, siempre y cuando realicen su propio esfuerzo para conquistarlo con todo, sus montañas, sus ríos llenos de peces y praderas llenas de conejos.

Si yo los abrazara como un oso, reprimiría sus aspiraciones y deseos de ser ellos mismos, destruiría irremisiblemente su individualidad y haría de ellos individuos indolentes, sin ánimo de luchar, ni alegría de vivir. Tarde que temprano lloraría mi error, pues ver a mis aguiluchos convertidos en ridículos representantes de su especie me llenaría de remordimiento y gran vergüenza, pues tendría que cosechar la impertinencia de mis actos, viendo a mi descendencia imposibilitada para tener sus propios triunfos, fracasos y errores, porque yo quise resolver todos sus problemas.

“Yo, amigo mío”, dijo el águila, podría jurarte que después de Dios he de amar a mis hijos por sobre todas las cosas, pero también he de prometer que nunca seré su cómplice en la superficialidad de su inmadurez, he de entender su juventud, pero no participaré de sus excesos, me he de esmerar en conocer sus cualidades, pero también sus defectos y nunca permitiré que abusen de mí en aras de este amor que les profeso”.

El águila calló y Alberto no supo qué decir, pues seguía confundido, y mientras entraba en una profunda reflexión, ésta, con gran majestuosidad levantó el vuelo y se perdió en el horizonte.

Alberto empezó a caminar mientras miraba fijamente el follaje seco disperso en el suelo, sólo pensaba en lo equivocado que estaba y el terrible error que iba a cometer al darle a su hijo el abrazo del oso.

Reconfortado, siguió caminando, solo pensaba en llegar a casa, con amor abrazar a su bebé, pensando que abrazarlo solo sería por segundos, ya que el pequeño empezaba a tener la necesidad de su propia libertad para mover piernas y brazos, sin que ningún oso protector se lo impidiera.

A partir de ese día Alberto empezó a prepararse para ser el mejor de los padres.

El Aborto…

El profesor pidió silencio y la total atención de la clase.

“Damas y caballeros, comenzó, pronto serán doctores. Ahora, vamos a suponer que tienen frente a ustedes a una pareja que necesita consejos. El esposo tiene sífilis y la esposa tiene tuberculosis. Ellos tienen 4 hijos que viven: uno es ciego, otro es sordo y mudo, otro tiene tuberculosis y el cuarto está deforme; ahora la madre está esperando de nuevo. Ambos el esposo y la esposa aceptan la posibilidad de un aborto, pero les dejan la decisión final a ustedes.”

“Doctores, ¿qué les aconsejarían? Bajo tales circunstancias, ¿deberían tener el aborto?”

Se dejó que la clase tuviera unos minutos para meditarlo y luego se hizo una votación.

La mayoría de los estudiantes estaban en favor del aborto en dichas circunstancias.

“Felicidades, dijo el profesor a los estudiantes, acaban ustedes de abortar a BEETHOVEN!…..

Muchas veces nos hacemos “dueños” del destino de otros pues en nuestra muy reducida mente no puede caber que algo predeterminado pueda tener provecho alguno, por lo que pensamos que lo mejor es lo que nosotros pensamos en nuestra pequeñez.

Recordemos aquellas palabras “Lo que para el hombre es imposible es posible para Dios”.

Así que debemos dejarnos de tratar de encajar todo en nuestra “lógica” y confiar en aquel para quién todo es posible.

Los Efectos de un Cántico

Una noche clara y serena, subía un vaporcito la corriente del Potomac, en América del Norte. La naturaleza estaba en calma, y sólo el ruido de la máquina de vapor quebrantaba el silencio de la noche.

“Cantad alguna cosa, señor Sankey”, dijeron algunas personas al célebre compañero y amigo de Moody, que estaba a bordo.

“¿Cantar?” Respondió Sankey. “No sé mas que himnos”.

“Pues bien, un himno, por favor”, dijeron todos.

Sankey, se arrimó a la gran chimenea, se quitó el sombrero, y concentrándose algunos segundos en pie, comenzó a elevar un canto precioso. Su voz se elevaba pura, espléndida, emocionante; una de estas voces cuyos acentos deben llegar hasta el trono de Dios. Había escogido el popular cántico JESUS, SÉ MI FORTALEZA.

El silencio era profundo y cuando se extinguió la nota final del himno,todos los creyentes estaban estáticos bajo la impresión del cántico.

De repente, de la extremidad del vapor, un hombre tostado por los rayos del sol, con aspecto de bandido se adelante hacia Sankey, y con voz entrecortada, sobrecogido, le dice:

“¿Sirvió usted en el ejército del Sur?” Aludía a la guerra entre el Norte y el Sur de los Estados Unidos, en los años 1861 a 1865. “Sí”, respondió Sankey.

“¿Estuvo usted en tal batallón y en tal regimiento?”

“Sí, sí pero ¿por qué estas preguntas?”

“Escuche usted. ¿No estuvo usted en los puestos avanzados en la noche del plenilunio de mayo de 1862?”

“Sí, allí estuve, me acuerdo perfectamente”.

“Y yo también, dijo el hombre de tez bronceada. Aquella noche fue para mí la más extraordinaria, la más memorable de mi vida, y de la de usted también señor, a pesar de que no sabe nada a su respecto”.

“Yo servía como usted en esa guerra, en el ejército del Norte, enemigo vuestro. Estaba yo en los puestos de avanzada aquella noche, cuando al resplandor de la luna vi a un hombre, un enemigo. -¡Ah, ah joven!, – dije, -tú por lo menos no escapas. Pobre hombre, no tiene mas que segundos de vida.- Tenía su cabeza descubierta y yo me ocultaba en la sombra. Mis dedos ya se posaban en el gatillo… El bulto hizo movimiento, levantó sus ojos fijándose en una pequeña estrella que brillaba en el cielo, y empezó a cantar… ¡Qué queréis! Cada uno tiene sus flaquezas, la mía es gustarme apasionadamente la música.

“¡Oh, qué voz tiene este condenado! Dejémosle vivir dos o tres minutos- dije para mí y siguió cantando: JESUS, SÉ MI FORTALEZA.

“Cuando llegó a la segunda estrofa, noté que algo me sujetaba; yo no sé lo que fue, pues nunca sentí cosa igual; yo estaba perturbado. “Debo decirle a usted que cuando era niño mi madre me cantaba este cántico. Ella murió muy joven, si hubiese vivido más tiempo, yo sería otro hombre. Y he aquí en aquel momento, durante aquella noche de luna llena, repentinamente sentí como un beso en mi frente, como en los tiempos en que era niño. Esto me tocó el corazón. -Es su espíritu- pensé, -ella está aquí, ha venido para impedirme que tirara sobre este creyente, este hijo de otra madre, ahora expuesto al cañón de mi fusil. Hubo aún más; una voz me decía con fuerza: -Este Jesús debe ser fuerte y poderoso para salvar a este hombre de muerte tan segura-. Y cuando le he visto a usted ahora, como en aquella noche, con la cabeza descubierta, al resplandor de la luna cuando he oído el cántico, el cántico de mi madre, mi corazón se ha enternecido.

“La primera vez quedé bien impresionado; ahora estoy enteramente decidido. ¿Quiere usted ayudarme a encontrar a este Jesús que es tan poderoso, y que le ha enviado dos veces cerca de mí, sin duda para hacerme cambiar de camino?”

Sankey abrió los brazos y los dos hombres se abrazaron temblando de emoción.

El canto de un himno salvó la vida de un hombre y cambió la vida de otro.

Algo sobre el poder, 1

No siempre el poder es poderoso

Mi experiencia en asuntos de gobierno es en realidad pequeña, y se limita lo que sigue: Fui miembro del Consejo de Provincia de los Dominicos en Colombia cuatro años, y algo más de ese tiempo estuve en el Consejo de Fundadores de la Universidad Santo Tomás. Antes de venir a Irlanda fui superior durante algo más de dos años en la naciente casa de los Dominicos en Villavicencio, Colombia.

Para todos los que queremos un mundo mejor y una Iglesia más viva y fiel a su Mensaje el tema del poder es recurrente. En efecto, ningún cambio tendrá larga vida si no es avalado por quien tiene la autoridad legítima.

Pero una cosa es hablar del poder y otra gobernar. Mi propia experiencia me inclina a pensar que no siempre tiene más poder el que está en el poder. Las lecturas de la Misa de ayer iban en ese sentido: el rey Darío envía a Daniel al foso de los leones a pesar de estar convencido de su inocencia (la historia ocupa todo el capítulo sexto del libro de Daniel). La cosa es irónica, evidentemente, porque juega con lo ridículo que resulta un rey superpoderoso que sin embargo tiene que obedecer y termina haciendo lo que no quiere. Sólo una intervención milagrosa salva a Daniel de los leones (y a Darío de sus consejeros…).

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Echarle una mano a Dios

En una obra del escritor brasileño Pedro Bloch encuentro un diálogo con un niño que me deja literalmente conmovido.

— ¿Rezas a Dios? —pregunta Bloch.

— Sí, cada noche —contesta el pequeño.

— ¿Y que le pides?

— Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.

Y ahora soy yo quien me pregunto a mí mismo qué sentirá Dios al oír a este chiquillo que no va a Él, como la mayoría de los mayores, pidiéndole dinero, salud, amor o abrumándole de quejas, de protestas por lo mal que marcha el mundo, y que, en cambio, lo que hace es simplemente ofrecerse a echarle una mano, si es que la necesita para algo.

A lo mejor alguien hasta piensa que la cosa teológicamente no es muy correcta. Porque, ¿qué va a necesitar Dios, el Omnipotente? Y, en todo caso, ¿qué puede tener que dar este niño que, para darle algo a Dios, precisaría ser mayor que El?

Y, sin embargo, qué profunda es la intuición del chaval. Porque lo mejor de Dios no es que sea omnipotente, sino que no lo sea demasiado y que El haya querido “necesitar” de los hombres. Dios es lo suficientemente listo para saber mejor que nadie que la omnipotencia se admira, se respeta, se venera, crea asombro, admiración, sumisión. Pero que sólo la debilidad, la proximidad crea amor. Por eso, ya desde el día de la Creación, El, que nada necesita de nadie, quiso contar con la colaboración del hombre para casi todo. Y empezó por dejar en nuestras manos el completar la obra de la Creación y todo cuanto en la tierra sucedería.

Por eso es tan desconcertante ver que la mayoría de los humanos, en vez de felicitarse por la suerte de poder colaborar en la obra de Dios, se pasan la vida mirando hacia el cielo para pedirle que venga a resolver personalmente lo que era tarea nuestra mejorar y arreglar.

Yo entiendo, claro, la oración de súplica: el hombre es tan menesteroso que es muy comprensible que se vuelva a Dios tendiéndole la mano como un mendigo. Pero me parece a mi que, si la mayoría de las veces que los creyentes rezan lo hicieran no para pedir cosas para ellos, sino para echarle una mano a Dios en el arreglo de los problemas de este mundo, tendríamos ya una tierra mucho más habitable.

Con la Iglesia ocurre tres cuartos de lo mismo. No hay cristiano que una vez al día no se queje de las cosas que hace o deja de hacer la Iglesia, entendiendo por “Iglesia” el Papa y los obispos. “Si ellos vendieran las riquezas del Vaticano, ya no habría hambre en el mundo”. “Si los obispos fueran más accesibles y los curas predicasen mejor, tendríamos una Iglesia fascinante”. Pero ¿cuántos se vuelven a la Iglesia para echarle una mano?

En la “Antología del disparate” hay un chaval que dice que “la fe es lo que Dios nos da para que podamos entender a los curas”. Pero, bromas aparte, la fe es lo que Dios nos da para que luchemos por ella, no para adormecernos, sino para acicateamos.

“Dios, ha escrito Bernardino M. Hernando, comparte con nosotros su grandeza y nuestras debilidades”. El coge nuestras debilidades y nos da su grandeza, la maravilla de poder ser creadores como El. Y por eso es tan apasionante esta cosa de ser hombre y de construir la tierra.

Por eso me desconcierta a mi tanto cuando se sitúa a los cristianos siempre entre los conservadores, los durmientes, los atados al pasado pasadísimo. Cuando en rigor debíamos ser “los esperantes, los caminantes”. Theillard de Chardín decía que en la humanidad había dos alas y que él estaba convencido de que “cristianismo se halla esencialmente con el ala esperante de la humanidad”, ya que él identificaba siempre lo cristiano con lo creativo, lo progresivo, lo esperanzado.

Claro que habría que empezar por definir qué es lo progresivo y qué lo que se camufla tras la palabra “progreso”. También los cangrejos creen que caminan cuando marchan hacia atrás.

De todos modos hay cosas bastante claras: es progresivo todo lo que va hacia un mayor amor, una mayor justicia, una mayor libertad. Es progresivo todo lo que va en la misma dirección en la que Dios creó el mundo. Y desgraciadamente no todos los avances de nuestro tiempo van precisamente en esa dirección.

Pero también es muy claro que la solución no es llorar o volverse a Dios mendigándole que venga a arreglarnos el reloj que se nos ha atascado. Lo mejor será, como hacía el niño de Bloch, echarle una mano a Dios. Porque con su omnipotencia y nuestra debilidad juntas hay más que suficiente para arreglar el mundo.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”.

Dos Hombres Fueron Condenados

Dos hombres fueron condenados. La sentencia consistía en que en un día determinado, en veinte años, sería torturados lentamente hasta la muerte.

Al escuchar la sentencia, el más joven se retorció de la pena y del dolor, y a partir de ese día, cayó en una profunda depresión.

“¿Para qué vivir?” se preguntaba, “si de todas maneras van a arrebatarme la vida, y de una manera inconcebiblemente terrible?” Desde ese día nunca fue el mismo. Cuando alguno de sus cercanos, compadecido por su estado, le ofrecía apoyo para tratar de alegrarlo, respondía rencorosamente diciendo:

– Claro, como tú no tienes que cargar mis penas, todo te parece fácil. En otras ocasiones también replicaba:

– Tú no sabes lo que sufro, no es posible que me entiendas… Y, a veces, gritaba: – ¿Para qué me esfuerzo? Si de todas formas…

Y así, poco a poco, el hombre se fue encerrando en su amarga soledad y murió mucho antes de que se cumpliera el plazo de los veinte años.

El otro hombre, al escuchar la sentencia, se asustó y se impresionó, sin embargo a los pocos días resolvió que, como sus días estaban contados, los disfrutaría.

Con frecuencia afirmaba: Voy a agradecer con intensidad cada día que me quede. Y, en vez de alejarse de los demás, decidió acercarse y disfrutar a los suyos, para sembrar en ellos lo mejor de sí. Cuando alguien le mencionaba su condena, respondía en broma:

– Ellos me condenaron, yo no me voy a condenar sufriendo anticipadamente y, por ahora, estoy vivo.

Fue así que, paulatinamente, se convirtió en un hombre sabio y sencillo, conocido por su alegría y su espíritu de servicio. Tanto, que mucho antes de los veinte años, le fue perdonada su condena.

El 99% de tus miedos no se realizarán; disfruta la libertad de ser feliz. La verdadera libertad no está en lo que haces, sino en la forma como eliges vivir lo que haces, y sólo a tí te pertenece tal facultad.

Decir a tiempo…

Después de 21 años de matrimonio, descubrí una nueva manera de mantener viva la chispa del amor.

Desde hace poco había comenzado a salir con otra mujer, en realidad había sido idea de mi esposa.

Tú sabes que la amas –me dijo un día, tomándome por sorpresa. La vida es demasiado corta debes dedicarle tiempo. Pero yo te amo a ti –protesté-.

Lo sé. Pero también la amas a ella.

La otra mujer, a quien mi esposa quería que yo visitara, era mi madre, quien era viuda desde hacía 19 años, pero las exigencias de mi trabajo y mis tres hijos hacían que sólo la visitara ocasionalmente.

Esa noche la llamé para invitarla a cena y al cine.

-¿Qué te ocurre? ¿Estás bien? –me preguntó-. Mi madre es el tipo de mujer para quien una llamada tarde en la noche, o una invitación sorpresiva es indicio de malas noticias.

-Creí que seria agradable pasar algún tiempo contigo –le respondí- Los dos solos.

Reflexionó sobre ello un momento.-Me gustaría muchísimo- dijo.

Ese viernes mientras conducía para recogerla después del trabajo, me encontraba nervioso, era el nerviosismo que antecede a una cita… y ¡Por Dios!, cuando llegué a casa, advertí que ella también estaba muy emocionada con nuestra cita. Me esperaba en la puerta con el abrigo puesto, se había rizado el cabello y usaba el vestido con que celebró su último aniversario de boda, su rostro sonreía e irradiaba luz como un ángel.

Les dije a mis amigas que iba a salir con mi hijo, y se mostraron muy impresionadas, me comentó mientras subía a mi auto. No pueden esperar a mañana para escuchar acerca de nuestra velada.

Fuimos a un restaurante no muy elegante, pero sí acogedor, mi madre se aferró a mi brazo como si fuera “La Primera Dama”. Cuando nos sentamos, tuve que leerle el menú. Sus ojos sólo veían grandes figuras.

Cuando iba por la mitad de las entradas, levanté la vista; mamá estaba sentada al otro lado de la mesa, y me miraba. Una sonrisa nostálgica se delineaba en sus labios.

-Entonces es hora de que te relajes y me permitas devolver el favor –respondí-.

Durante la cena tuvimos una agradable conversación, nada extraordinario, sólo ponernos al día con la vida del otro. Hablamos tanto que nos perdimos el cine.

-Saldré contigo otra vez, pero si me dejas invitar –dijo mi madre cuando la llevé a casa.

Asentí.

-¿Cómo estuvo tu cita? – quiso saber mi esposa cuando llegué aquella noche

-Muy agradable… mucho más de lo que imaginé…-Contesté.

Días más tarde mi madre murió de un infarto masivo, todo fue tan rápido, no pude hacer nada. Al poco tiempo recibí un sobre con copia de un cheque del restaurante donde habíamos cenado mi madre y yo, y una nota que decía: “La cena la pagué por anticipado, estaba casi segura, de que no podría estar allí, pero igual pagué dos platos, uno para ti y otro para tu esposa, jamás podrás entender lo que aquella noche significó para mí. Te amo”.

-En ese momento comprendí la importancia de decir a tiempo “Te amo” y de darle a nuestros seres queridos el espacio que se merecen; nada en la vida será más importante que Dios y tu familia, dales tiempo, porque ellos no pueden esperar.