128.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
128.2. En muchos lugares de la Escritura se te invita a guardar la palabra que Dios ha pronunciado (Prov. 3,1; 4,4; 7,1.2; Sir 39,2; Jn 8,51.52; 14,24), la alianza que con Él se ha sellado (Gén 17,9; Sal 25,10), los mandatos y preceptos que ha dado a su pueblo (Dt 4,40; 7,11; 8,6; 1 Re 2,3; Sal 37,34; 119,129.136.167; Prov. 19,16; Qo 12,13; Sir 1,26; 21,11; Mt 19,17; Jn 14,21; 1 Jn 2,4.5; 3,24), las prescripciones rituales por Él dispuestas (Dt 16,1; Is 56,6).
128.3. Esta multitud de invitaciones admira tanto más cuanto que no es Dios quien recibe lucro ni beneficio alguno de toda esa obediencia. La pregunta que hace por boca del salmista es reveladora en este sentido: «¿Es que voy a comer carne de toros, o a beber sangre de machos cabríos?» (Sal 50,13). Dios pide unos sacrificios que no le enriquecen y requiere una sujeción que no le añade bien alguno. De mil modos, como ves, pide y exige que su alianza sea “guardada” y sus palabras “conservadas,” ¡cuando en realidad es Él el único que puede guardar y conservar lo que es suyo!

Hay quienes piensan que prácticamente lo único que tiene que hacer Roma es esperar a que los demás cristianos se convenzan de sus muchos errores y vuelvan arrepentidos a la Plaza de San Pedro. Otros piensan que muy al contrario el Vaticano debe fortalecer su presencia en organismos multilaterales, como el Consejo Mundial de Iglesias, y hacer frente común con los demás, produciendo “hechos ecuménicos” reales.