A medida que ha avanzado el tiempo y la “igualdad” chavista se ha convertido en el monstruo de opresión que ven nuestros ojos, también hemos entendido que las raíces de una crisis tan profunda son múltiples, entre las que deben destacarse: viejas injusticias sociales; décadas de promesas incumplidas por parte de los políticos “tradicionales”; políticas viejas de subsidio masivo (sobre la base de unos yacimientos de petróleo gigantescos) que vuelven a la población indolente, perezosa y vana; recurso popular a la superstición, el espiritismo y la brujería; tradición de uso indiscriminado de la fuerza militar. Todo ello ha confluido produciendo capas sobre capas de mentiras y desinformación oficialista, con la complicidad de quienes hubieran podido hacer mucho en su momento, como el negociador internacional José Luis Rodríguez Zapatero, español de nacimiento y traidor de los pobres por vocación largamente madurada.
Duele pensar en la espantosa cuota de sangre que el dictador de turno está dispuesto a hacer brotar en su intento de repetir a Cuba en tierras continentales. Como una complicación adicional, las conveniencias económicas de China y la colosal inversión financiera de Rusia en los asuntos internos de Venezuela hacen que cualquier esfuerzo real de cambio sea calificado por estos países de “interferencia,” como si la voluntad de estos gigantes asiáticos no estuviera de hecho interfiriendo con el deseo manifiesto de millones de venezolanos que han tenido que exiliarse, o que han visto con rabiosa impotencia que una farsa electorera tome el lugar de sus derechos democráticos.
En medio de todo ello, hay sin embargo quienes están escribiendo páginas de grandeza. Como colombiano, hoy me siento orgulloso de mi presidente, respetado señor Iván Duque. Varios gobiernos y jefes de estado del mundo, encabezados por los Estados Unidos, en este caso, han mostrado respaldo a una transición real bajo el liderazgo del presidente interino de Venezuela, señor Juan Guaidó: es la única manera de frenar las estrategias dilatorias disfrazadas de “diálogos”. El Grupo de Lima, la OEA y sobre todo el muy querido Episcopado Venezolano se han puesto valientemente de parte de la Venezuela que sufre y llora. Merecen todo nuestro respeto y admiración. De lamentar en cambio las posturas de aquellos políticos o eclesiásticos que siguen haciendo el juego a una especie de simulacro de democracia, a sabiendas de que no es simulacro lo que sucede todos los días en las calles, los hospitales y los supermeercados del vecino país.
Entendemos que el proceso será largo. Entendemos además que el marxismo hizo bien la tarea en Venezuela: polarizó, sembró odio, dividió, sobornó a grupos amplios de la población para convertirlos en escuderos del régimen que todavía se sostiene al precio de despedazar carne de compatriotas y al precio de entregar al fuego la ayuda destinada para aliviar el hambre de tantos hermanos nuestros. Entendemos bien que el marxismo, no importa de qué bandera se disfrace, hace siempre lo mismo, y que si triunfara en Colombia o en cualquier otro país, haría la misma labor: envenenar, inyectar odio, dividir, y después, ya en medio del inevitable río de sangre, navegar con astucia para mantenerse en el poder.
Nuestro compromiso con Venezuela crece cada día. Estamos con Monseñor Urosa y con tantos sacerdotes, religiosos y religiosas que están sirviendo con amor y dedicación a los empobrecidos por la crueldad del actual régimen. Nuestra oración no cesa. Sangre no queremos pero por ello mismo no podemos quedarnos en la cómoda neutralidad de quienes son buenos para denunciar otras crueldades pero en este caso amarran su voz, posiblemente por no fastidiar a la Izquierda. El pecado es pecado en todas partes, y la opresión es vergüenza y lacra de la humanidad, venga de donde venga.
Bien lo sabes, Venezuela: estamos contigo.