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Te

ngo una gran esperanza en todo lo que significa el pesebre: ese abandono que padeció Cristo y la sencillez y amor infinitos con que asumió todo sin echar nada en cara a nadie. Yo leo y leo los evangelios y veo que nuestro Divino Redentor nunca recriminó nada, como si él se mereciera todo lo que le pasó.

Y si es verdad que María guardaba todo en su corazón, Dios Santo: ¡cuántos tesoros tendrá el Corazón de Cristo, que vio todo, sintió todo, escuchó todo, y todo supo iluminarlo, entenderlo, perdonarlo!

El Niño del Portal, el Niño de nuestras esperanzas, el Niño de nuestras canciones, el Niño de nuestros dolores… todo mira hacia ese Niño, que fue recibido con un diluvio de indiferencia y de odio, y fue despedido con una lluvia de azotes y de insultos.

Pero ese Niño es nuestro Niño, es el que nos conoce bien por dentro y que ha dejado en sus llagas lindas, y en sus lágrimas lindas toda la poesía del amor que Dios nos tiene.

Fr. Nelson Medina, O.P.

Mi Cristo Roto

A mi Cristo roto, lo encontré en Sevilla. Dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Se llevan mi preferencia los cristos barrocos
españoles. La última vez, fui de compras en compañía de un buen amigo mío.

Al Cristo, ¡Qué elección! Se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos, libros, muñecas rotas o litografías románticas. La cosa, es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre
todas las cosas de éste revuelto e inverosímil rastro (bazar) que es la Vida.

Pero aquella mañana nos aventuramos por la casa del artista, es más fácil encontrar ahí al Cristo, ¡Pero mucho más caro!, es zona ya de anticuarios.
Es el Cristo con impuesto de lujo, el Cristo que han encarecido los turistas, porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo es más caro. Visitamos únicamente dos o tres tiendas y andábamos por la tercera o cuarta.

– Ehhmm ¿Quiere algo padre?
– Dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver.

¡De pronto! frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un Cristo sin cruz, iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba, era un Cristo roto. Pero esta misma circunstancia, me encadenó a él, no sé por qué. Fingí interés primero por los objetos que me rodeaban hasta que mis manos se apoderaron del Cristo, ¡Dominé mis dedos para no acariciarlo! No me habían engañado los ojos! ¡No!. Debió ser un Cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero, y aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.

Se acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos y…
-¡Ohhh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto padre, fíjese que espléndida talla, qué buena factura!
– ¡Pero! está tan rota, tan mutilada!
– No tiene importancia padre, aquí al lado hay un magnífico restaurador amigo mío y se lo va a dejar a usted, ¡Nuevo!

Volvió a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus manos; pero no acariciaba al Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en
dinero.

Insistí; dudó, hizo una pausa, miró por última vez al Cristo fingiendo que le costaba separarse de él y me lo alargó en un arranque de generosidad ficticia, diciéndome resignado y dolorido:
– Tenga padre, lléveselo, por ser para usted y conste que no gano nada 3000 pesetas nada más, ¡Se lleva usted una joya!.

El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio. Yo, sacerdote, le mermaba méritos para rebajarlo. Me estremecí de pronto. ¡Disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía!. ¡Y me acordé de Judas! ¿No era aquella también una compraventa de Cristo?

¡Pero cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, y en él a nuestros prójimos! Nuestra vida es muchas veces una compraventa de cristos.

¡Bien! cedimos los dos, lo rebajó a 800 pesetas. Antes de despedirme, le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En información vaga e incompleta me dijo que creía procedía de la sierra de Arasena, y que las mutilaciones se debían a una profanación en tiempo de guerra.

Apreté a mi Cristo con cariño, y salí con él a la calle. Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré sólo, cara a cara con mi Cristo. Que ensangrentado despojo mutilado, viéndolo así me decidí a preguntarle:

– Cristo, ¿Quién fue el que se atrevió contigo?! ¿No le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive todavía? ¿Dónde?
¿Qué haría hoy si te viera en mis manos? ¿Se arrepintió?
– ¡CÁLLATE! Me cortó una voz tajante.
-¡CÁLLATE, preguntas demasiado! ¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo?! ¡CÁLLATE! No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló, déjalo, ¿Qué sabes tú? ¡Respétalo!, yo ya lo perdoné. Yo me olvidé instantáneamente y para siempre de sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente, Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate! ¿Por qué ante mis miembros rotos, no se te ocurre recordar a seres que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos los hombres?. ¿Qué es mayor pecado? Mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito Yo por la gracia del bautismo. ¡Ohh hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos.

Yo contesté:
– No puedo verte así, destrozado, aunque el restaurador me cobre lo que
quiera ¡Todo te lo mereces! Me duele verte así. Mañana mismo te llevaré al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta?
– ¡NO, NO ME GUSTA! Contestó el Cristo, seca y duramente.
– ¡ERES IGUAL QUE TODOS Y HABLAS DEMASIADO!

Hubo una pausa de silencio. Una orden, tajante como un rayo, vino a decapitar el silencio angustioso.
– ¡NO ME RESTAURES, TE LO PROHÍBO! ¿LO OYES?!
– Si Señor, te lo prometo, no te restauraré.
– Gracias. Me contestó el Cristo. Su tono volvió a darme confianza.
-¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo. ¿No comprendes Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado?
¿No comprendes que me duele?

– Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver si viéndome así, te acuerdas de ellos y te duele, a ver si así, roto y mutilado te sirvo de clave para el dolor de los demás! Muchos cristianos se vuelven en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello, y se olvidan de sus hermanos los hombres, cristos feos, rotos y sufrientes.
Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. Esos besos me repugnan, me dan asco!, Los tolero forzado en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. ¡Tenéis demasiados cristos bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada. Y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte. Un Cristo bello, puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huida del dolor ajeno, tranquilizando al mismo tiempo la conciencia, en un falso cristianismo.

Por eso ¡Debieran tener más cristos rotos, uno a la entrada de cada templo, que gritara siempre con sus miembros partidos y su cara sin forma, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos los hombres! Por eso te lo suplico, no me restaures, déjame roto junto a ti, aunque amargue un poco tu vida.

– Si Señor, te lo prometo. Contesté.

Y un beso sobre su único pie astillado, fue la firma de mi promesa. Desde hoy viviré con un Cristo roto.

¡Jesucristo!

Yo no sé si encontraremos unas palabras sobre Jesucristo tan grandiosas, y tan sencillas a un tiempo, como las que trae el Catecismo de la Iglesia Católica tomándolas del Concilio, cuando nos dice:

El Hijo de Dios trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado.

Todo esto lo sabemos desde siempre y lo confesamos continuamente en el Credo, cuando decimos que el Hijo de Dios se hizo hombre. Es la verdad fundamental de nuestra fe.

Pero, ¿nos hemos puesto a pensar en lo que significa que Dios se haya hecho hombre? Pues significa esto precisamente: que el Hijo de Dios, una de las Tres Personas de la Santísima Trinidad, al hacerse hombre, y quedando Dios verdadero, ahora va a ser uno igual que nosotros.

Nos va a conocer como conocemos nosotros. Nos va a querer como queremos nosotros. Nos va a amar como amamos nosotros. Va a trabajar con manos encallecidas como trabajamos nosotros.

Dios va a hacer todo lo nuestro con manos nuestras, va a entender con cerebro nuestro, va a amar con corazón nuestro…

Si este Dios no se gana nuestra voluntad, nuestro cariño, nuestro amor, nuestra adhesión, y si lo dejamos de lado no haciéndole caso ninguno, entonces Dios ha fracaso del todo con nosotros; pero también nosotros habremos fracasado del todo en la vida, y nos perderíamos sin excusa alguna. Porque Dios no ha podido hacer por nosotros más de lo que ha hecho.

Un científico alemán protestante, aunque lo llamaríamos mejor un descreído, profesor en la universidad, lanza en una reunión de gente sabia esta atrevida pregunta: -¿Que Dios existe? No lo creo, porque, de existir, se cuidaría un poco más de los hombres.

Un caballero católico acepta el desafío y le contesta: -Falso, señor profesor. Es usted quien no se ocupa de Dios, ya que Dios se ha preocupado bien de usted. Porque, para salvar a los hombres, el mismo Dios se ha hecho hombre. El profesor reconoce su atrevimiento y empieza a pensar. No mucho después abrazaba el catolicismo.

Tener con nosotros a Dios hecho hombre, es la condescendencia suma a que Dios ha podido llegar. El Hombre Jesús nos descubre a Dios tal como es Dios con nosotros, porque es Dios quien actúa en Jesús para decirnos cómo Dios nos ama, cómo quiere que seamos, cómo quiere que actuemos en la vida, cómo vamos a ser después para siempre.

Dios ha hecho todas las cosas y en ellas ha dejado la huella de su propio ser, sobre todo de su amor. Por eso la creación entera es una revelación manifiesta de Dios. Dentro de la creación, el hombre es la criatura más excelsa, pues ha sido hecho como varón y como mujer a imagen y semejanza de Dios. Pero en Jesús, Dios ha manifestado toda su gloria en la máxima expresión. El Dios hecho Hombre ha revelado al hombre todo lo que Dios es, lo que ama, lo que promete y lo que va a ser para el hombre glorificado. Si examinamos esas cuatro palabras clave del párrafo del Concilio y del Catecismo, descubrimos en ellas todo el abismo de la bondad de Dios.

¿Que Dios, en Jesús, trabaja con manos de hombre?… Entonces nosotros amamos nuestra fatiga, nuestro esfuerzo, nuestro deber diario. Si Dios ha hecho lo que hago yo, ¿por qué no voy a hacer yo lo que ha hecho Dios?…

¿Que Dios, en Jesús, piensa con inteligencia de hombre?… Entonces, ¿no veo cómo mis pensamientos pueden ser un cielo límpio, bello, que refleje toda la hermosura del alma preciosa de Jesús?

¿Que Dios, en Jesús, quiso y se determinó con voluntad de hombre?… Entonces, ¿cómo debo yo abrazarme con todo el querer de Dios, si Dios mismo me enseña a hacerlo como Él? ¿Que Dios, en Jesús, amó y ama con corazón de hombre?… Entonces, ¿no veo cómo el amor mío es un amor como el del mismo Dios?…

El hecho de la Encarnación del Hijo de Dios no ha podido ser invento nuestro. No hay hombre que pueda imaginarse algo semejante. Lo sabemos por revelación de Dios, y no es extraño que esta verdad cristiana tan fundamental haya sido objeto, desde la antigüedad hasta hoy, de discusiones acaloradas. Antiguamente se decían algunos herejes: – ¿Dios unido a la materia? ¡Imposible!… Hoy se han dicho algunos: – ¿El hombre necesita a Dios? ¡No nos hace falta!…

Pero la verdad cristiana se mantiene firme: Dios, en Jesús, se hace hombre; y el hombre, en Jesús, llega a ser Dios. Dios no ha podido descender más abajo, y el hombre no ha podido subir más arriba.

Todo ha sido obra del amor de Dios para ganarse el amor del hombre y darle la salvación. ¿Cabe ahora en el hombre negar a Dios el amor y no aceptar la salvación que Dios le ofrece?… Algunos, harán lo que quieran. Otros, nos apegamos a ese Dios, que, en Jesús, lo es todo para nosotros…

Ya Había Cumplido su Sentencia

Miles de millones de personas se hallaban reunidas en una explanada ante el trono de Dios. Algunos grupos que se encontraban en la parte del frente conversaban acaloradamente. No con vergüenza, sino con actitud beligerante.

—¿Cómo puede Dios juzgarnos? —dijo uno.

—¿Qué sabe Él del sufrimiento? —espetó una mujer de pelo castaño mientras se levantaba bruscamente la manga para revelar un número tatuado en un campo de concentración nazi—. ¡Nosotros sufrimos horrores, golpizas, torturas, muerte!

En otro grupo, un negro se bajó el cuello de la camisa.

—¿Y qué les parece esto? —inquirió con aire exigente mientras mostraba la horrorosa quemadura producida por una cuerda—. ¡Me lincharon por el crimen de haber nacido negro! Nos sofocamos en barcos de esclavos, nos arrancaron de los brazos de nuestros seres queridos y nos obligaron a trabajar hasta que la muerte nos libró.

A lo ancho de la planicie se divisaban cientos de grupos similares. Cada uno de ellos tenía una queja que presentar a Dios por la maldad y el sufrimiento que había permitido en el mundo. ¡Qué suerte tenía Dios de vivir en el Cielo, donde no existían el llanto, el temor, el hambre ni la muerte!

En efecto, ¿qué sabía Dios de lo que el hombre había tenido que soportar en el mundo?

—Al fin y al cabo, Dios vive entre algodones —exclamaron.

Cada grupo decidió enviar entonces un representante, para lo cual eligió a la persona de su género que más había sufrido. Fueron seleccionados un judío, un negro, un intocable de la India, un hijo ilegítimo, una víctima de Hiroshima, otra de un gulag siberiano, y así sucesivamente.

En el centro de la llanura celebraron una reunión de consulta. Al fin estuvieron preparados para presentar su causa. Era bastante sencilla: Antes que Dios estuviera en condiciones de juzgarlos, debía sufrir lo que ellos habían sufrido. Su decisión fue que Dios debía ser “sentenciado a vivir en la Tierra como hombre”. Pero dado que era Dios, fijaron ciertas condiciones. Con ello se evitaría que empleara Sus poderes divinos para sortear dificultades. Estas fueron sus exigencias:

Que fuera judío.

Que se pusiera en duda la legitimidad de Su nacimiento, a fin de que nadie supiera quién era Su Padre.

Que defendiera una causa tan justa pero tan radical que le valiera el odio, la condenación y el acoso de las confesiones religiosas tradicionales.

Que tuviera que describir lo que ningún hombre ha visto, sentido, degustado, oído u olido. Que tuviera que comunicar a los hombres cómo es Dios.

Que fuese traicionado por sus amigos más queridos.

Que fuese procesado por cargos falseados, juzgado por un jurado tendencioso y sentenciado por un juez cobarde.

Que tuviese que experimentar lo que es la soledad más terrible y el abandono total por parte de toda criatura viviente.

Que fuese torturado y muerto de la forma más humillante posible, entre delincuentes comunes.

Cada vez que uno de los representantes pronunciaba su parte de la sentencia, surgían de la multitud murmullos de aprobación.

Mas cuando el último terminó de emitir su fallo, se produjo un largo silencio. Nadie volvió a pronunciar palabra. Todos se quedaron inmóviles. Comprendieron que Dios ya había cumplido Su sentencia.

¿Recibir o Dar?

El pequeño Chad era un muchachito tímido y callado. Un día, al llegar a casa, dijo a su madre que quería preparar una tarjeta de San Valentín para cada chico de su clase. Ella pensó, con el corazón oprimido:

– Ojalá no haga eso.

Pues había observado que, cuando los niños volvían de la escuela, Chad iba siempre detrás de los demás. Los otros reían, conversaban e iban abrazados, pero Chad siempre quedaba excluido. Así y todo, por seguirle la corriente compró papel, pegamento y lápices de colores. Chad, dedicó tres semanas a trabajar con mucha paciencia, noche tras noche, hasta hacer treinta y cinco tarjetas.

Al amanecer del Día de San Valentín, Chad no cabía en sí de entusiasmo. Apiló los regalos con todo cuidado, los metió en una bolsa y salió corriendo a la calle. La madre decidió prepararle sus pastelitos favoritos, para servírselos cuando regresara de la escuela. Sabía que llegaría desilusionado y de ese modo esperaba aliviarle un poco la pena. Le dolía pensar que él no iba a recibir muchos obsequios. Ninguno, quizá.

Esa tarde, puso en la mesa los pastelitos y el vaso de leche. Al oír el bullicio de los niños, miró por la ventana. Como cabía esperar, venían riendo y divirtiéndose en grande. Y como siempre, Chad venía último, aunque caminaba algo más deprisa que de costumbre. La madre supuso que estallaría en lágrimas en cuanto entrara. El pobre venía con los brazos vacíos. Le abrió la puerta, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.

– Mami te preparó leche con pastelitos, le dijo.

Pero él apenas oyó esas palabras, pasó a su lado con expresión radiante, sin decir más que:

– ¡Ninguno! ¡Ninguno!

Ella sintió que el corazón le daba un vuelco. Y entonces el niño agregó:

– ¡No me olvidé de ninguno! ¡De ninguno!

Detrás de un sufrimiento, a veces hay un pensamiento equivocado.

¿Qué es el Amor?

En una de las salas de un colegio había varios niños. Uno de ellos preguntó:

– .. Maestra… ¿qué es el amor?

La maestra sintió que la criatura merecía una respuesta que estuviese a la altura de la pregunta inteligente que había formulado. Como ya estaban en hora de recreo, pidió a sus alumnos que dieran una vuelta por el patio de la escuela y trajesen lo que más despertase en ellos el sentimiento del amor.

Los chicos salieron apresurados y, cuando volvieron, la maestra les dijo:

– Quiero que cada uno muestre lo que trajo consigo.

El primer alumno respondió:

– Yo traje esta flor: ¿no es linda?

Cuando llegó su turno, el segundo alumno dijo:

– Yo traje esta mariposa. Vea el colorido de sus alas; la voy a colocar en mi colección.

El tercer alumno completó:

– Yo traje este pichón de pajarito que se cayó del nido hermano: ¿no es gracioso?

Y así los chicos, uno a uno, fueron colocando lo que habían recogido en el patio.

Terminada la exposición, la maestra notó que una de las niñas no había traído nada y que había permanecido quieta durante todo el tiempo. Se sentía avergonzada porque no había traído nada.

La maestra se dirigió a ella y le preguntó:

– Muy bien: ¿y tu? ¿no has encontrado nada?

La criatura, tímidamente, respondió:

– Disculpe, maestra. Vi la flor y sentí su perfume; pensé en arrancarla pero preferí dejarla para que exhalase su aroma por más tiempo. Vi también la mariposa, suave, colorida, pero parecía tan feliz que no tuve el coraje de aprisionarla. Vi también el pichoncito caído entre las hojas, pero… al subir al árbol, noté la mirada triste de su madre y preferí devolverlo al nido. Por lo tanto, maestra, traigo conmigo el perfume de la flor, la sensación de libertad de la mariposa y la gratitud que observé en los ojos de la madre del pajarito.

¿Cómo puedo mostrar lo que traje?

La maestra agradeció a la alumna y le dio la nota máxima, considerando que había sido la única que logró percibir que sólo podemos traer el amor en el corazón.

Construir puentes

Se cuenta que, cierta vez, dos hermanos que vivían en granjas vecinas, separadas apenas por un río, entraron en conflicto. Fue la primera gran desavenencia en toda una vida de trabajo uno al lado del otro, compartiendo las herramientas y cuidando uno del otro.

Durante años ellos trabajaron en sus granjas y al final de cada día, podían atravesar el río y disfrutar uno de la compañía del otro. A pesar del cansancio, hacían la caminata con placer, pues se amaban. Pero ahora todo había cambiado.

Lo que comenzara con un pequeño mal entendido finalmente explotó en un cambio de ásperas palabras, seguidas por semanas de total silencio. Una mañana, el hermano mas viejo sintió que golpeaban su puerta. Cuando abrió vio un hombre con una caja de herramientas de carpintero en la mano.

– Estoy buscando trabajo -dijo este.- Quizás usted tenga un pequeño servicio que yo pueda hacer.

– ¡Si! – dijo el granjero – claro que tengo trabajo para usted. Ve aquella granja al otro lado del río. Es de mi vecino. No, en realidad es de mi hermano más joven. Nos peleamos y no puedo soportarlo más. ¿Ve aquella pila de madera cerca del granero? Quiero que usted construya una cerca bien alta a lo largo del río para que yo no precise verlo más.

– Creo que entiendo la situación – dijo el carpintero. Muéstreme donde están las palas que ciertamente haré un trabajo que lo dejara a usted satisfecho.

Como precisaba ir a la ciudad, el hermano más viejo ayudó al carpintero a encontrar el material y partió.

El hombre trabajó arduamente durante todo aquel día. Ya anochecía cuando terminó su obra. El granjero regresó de su viaje y sus ojos no podían creer lo que veían. ¡No había ningún cerco! En vez de cerco había un puente que unía las dos márgenes del río. Era realmente un bello trabajo, pero el granjero estaba furioso y le dijo:

– Usted fue muy atrevido en construir ese puente después de todo lo que yo le conté.

Sin embargo, las sorpresas no habían terminado. Al mirar nuevamente para el puente, vio a su hermano que se acercaba del otro margen, corriendo con los brazos abiertos. Por un instante permaneció inmóvil de su lado del río. Pero de repente, en un impulso, corrió en dirección del otro y ellos se abrazaron en medio del puente.

El carpintero estaba partiendo con su caja de herramientas cuando el hermano que lo contrató le dijo emocionado:

– ¡Espere! quédese con nosotros por algunos días.

El carpintero respondió:

– Me encantaría quedarme, pero, desgraciadamente tengo muchos otros puentes que construir.

Y usted, ¿esta necesitando un carpintero, o es capaz de construir su propio puente para aproximarse a aquellos con los que rompió contacto?

No busque construir cercas que lo separen de las personas de los que se encuentra distanciado.

Construya puentes.

Parece que no Está

En un colegio estaban preparando las Primeras Comuniones. Había un niño que sufría un pequeño retraso mental, y, aunque él y su familia estaban empeñados en que el niño hiciera la Primera Comunión, el capellán del colegio no las tenía todas consigo.

Un día llamó al niño y lo llevó al oratorio. Sacó del bolsillo un crucifijo y preguntó al niño:

“Éste, ¿quién es?”.

“Jesús”, contestó el niño.

Entonces señaló el Sagrario y volvió a preguntar:

“Y, entonces, ése de ahí, ¿quién es?”.

“También Jesús”, contestó el niño sin dudar.

“¿Jesús, ahí y aquí…? Pues explícame cómo puede ser que Jesús esté a la vez aquí y ahí”.

“Es muy fácil –explicó el niño-: Aquí (en el crucifijo), parece que está, pero en realidad no está. Ahí (en el Sagrario), parece que no está, pero sí está”.

Ni que decir tiene que aquel chaval hizo la Primera Comunión con sus compañeros de curso.

Necesitaba un Hijo

Roy Popkin cuenta la historia real de un anciano que perdió el conocimiento en una calle de Brooklyn y lo llevaron de emergencia a un hospital. Después de hacer algunas indagaciones, una enfermera del lugar logró localizar al hijo del anciano, un marino que trabajaba en otra ciudad.

Cuando el marino llegó al hospital ,la enfermera le dijo al anciano: “Su hijo está aquí”. El pobre anciano, sedado por tanta medicina, levantó su brazo tembloroso. El marino tomó su mano y la tuvo entre las suyas por varias horas. De vez en cuando, la enfermera le sugería al marino que se tomara un descanso, pero él rehusaba. Cerca de la madrugada,el anciano falleció. Luego que murió, el marino le preguntó a la enfermera, ¿Quién era ese hombre?

La enfermera le dijo, “¿No era ese su padre?”

“No”, dijo el marino, “pero vi que se estaba muriendo y en ese momento él necesitaba a un hijo desesperadamente y por eso me quedé”.

Lo Realmente Valioso

Un Hombre había caminado durante largo rato por el bosque.

Lo único que buscaba era estar en contacto con cada detalle de la naturaleza para acercarse más aún a Dios.

Era un hombre sabio.

Como se sentía cansado se recostó contra un árbol y bebía de su vieja cantimplora en el momento en que apareció un ladrón que venía siguiéndolo.

– “Dame la piedra, vamos”, le urgió.

El hombre lo miró sin entender y le preguntó con mucha calma:

– “¿La piedra? ¿Qué piedra?”.

El otro pareció ponerse aún más nervioso e insistió:

– “La piedra preciosa”… “Anoche tuve una visión durante el sueño y se me dijo que si venía al bosque a esta hora iba a encontrar a un hombre como vos que llevaría una piedra muy valiosa que me haría rico y, por lo tanto muy feliz para siempre. Yo quiero ser feliz, así que dame la piedra”.

El hombre sabio pareció recordar y al mismo tiempo que hurgaba en su bolsita llena de pequeñas cosas le dijo:

– “la única piedra que tengo es una que encontré ayer entre unos arbustos. A ver, a ver… Esta es “; y le largó un diamante enorme que parecía tener luz propia.

– “¡Esa! “, dijo el ladrón, “es un diamante como jamás se ha visto. Dámela”.

– “No hay ningún problema”, dijo el hombre sabio, “es un diamante sí, pero no tengo ningún inconveniente en dártela si te hace feliz”.

Le largó la joya que el ladrón tomó ávidamente para salir corriendo hasta su aldea.

Al llegar a su casa la tuvo en sus manos por largo rato, codicioso, y luego se fue a dormir. Pero no pudo. Algo le desvelaba por completo.

Apenas amaneció fue a la casa del hombre sabio, que dormía con mucha placidez.

Lo despertó y le dijo:

– “No me importa la piedra. Dame, por favor, esa paz que te permite desprenderte de un diamante como este con tanta facilidad…..”

La Lección del Amor

En una ocasión fui a colaborar en un proyecto de la universidad que consistía en ayudar a mejorar una comunidad pobre. Cuando llegamos al lugar íbamos con el firme propósito de dejar ahí algunas cosas y de ayudarles a mejorar su mentalidad.

Fue curioso como todos los niños nos seguían con gran entusiasmo y hasta nos confundían con sacerdotes o misioneros. “misionero, cárgame”, “misionero, regálame tu reloj”, “misionero, dame tu playera” y un sinfín de peticiones; había un niño, quien se llamaba Robertito, que tenia una especial fijación para un grupo de nosotros y nos seguía para todos lados, para el segundo día nos tenía ya hartos de tantas peticiones que nos hacía. En la tarde dejamos a la gente para poder comer y asearnos un poco, y les dijimos que los veríamos a las 5 de la tarde. Robertito no tardo en llegar a las 5, sino que estuvo ahí a las 4:45 de la tarde mientras que estabamos comiendo el postre y un amigo mío estaba comiendo unas papas, y comenzó Robertito “misionero, dame papas”, “ándale misionero, dame tus papas”… repetía una y otra vez, hasta que mi amigo ya molesto se las dio.

Inmediatamente, Robertito las tomo y no se daba la vuelta para empezar a comer cuando los demás niños ya lo habían rodeado para pedirle papas. Personalmente creí que Robertito iba a salir corriendo y no le iba a dar a nadie.

¡Que equivocado estaba¡, empezó a dar las papas a todos, y había tanto desorden que le dijimos, “Robertito, fórmalos para que les des”, inmediatamente volteo y con una voz muy segura les dijo que sino se formaban no les iba a dar, mi segundo error fue pensar que no iba a dar todas las papas; el pequeño Robertito entrego todas las papas a los demás niños.

Todos nosotros nos quedamos pensando, por un rato, en lo que había pasado, obviamente no podíamos sentir otra cosa que admiración por ese pequeño de 6 años. Nos acababa de dar la mayor lección de nuestra vida, él, que no esta acostumbrado a tener, cuando por fin llega a poseer también tiene el enorme corazón para entregarlo todo. Desde ese momento nosotros éramos los que le seguíamos, y hasta cierto punto lo compensamos y le dimos más porque sabíamos que no lo pedía para él.

Por otro lado me di cuenta que si bien en muchos lados carecemos de liderazgo hay gente muy humilde que puede mover masas, así como Robertito que pudo manejar a un grupo de niños y organizarlos para que les tocara.

Por ello una de las personas que jamás olvidaré es a Robertito, el menor que me dio la mayor lección.

Mientras haya Vida…

Aunque Henri Matisse tenía casi veintiocho años menos que Auguste Renoir, los dos grandes artistas eran íntimos amigos y compañeros frecuentes. Estando Renoir confinado en su casa, en su última década de vida, Matisse lo visitaba a diario. Su amigo, casi paralizado por la artritis, continuaba pintando a pesar de la enfermedad.

Un día, al ver que el anciano pintor trabajaba en su estudio, combatiendo el torturante dolor con cada pincelada, Matisse dijo: “¿Por qué sigues pintando si sufres tanto, Auguste?” Renoir respondió con estas simples palabras: “La belleza perdura, el dolor pasa.”

Y así, casi hasta el día de su muerte, Renoir siguió aplicando pintura a sus telas. Las bañistas, una de sus pinturas más famosas, quedó terminada apenas dos años antes de su fallecimiento y cuando llevaba catorce afectado por esa enfermedad incapacitante.

Gracias, Emilia

Emilia pertenecía a una familia de clase media en un país europeo que sufría estragos y carestías después de una prolongada guerra nacional. Hambre y epidemias amenazaban a toda la población. Emilia desde pequeña había tenido una salud delicada, que no había podido mejorar por las condiciones en las que vivía. Siendo muy joven, se casó con un obrero textil y se establecieron en una población nueva lejos de familiares y conocidos. Poco tiempo después nació su primer hijo, Edmundo, un chico atractivo, buen estudiante, atleta y con gran personalidad. Unos años más tarde, Emilia dio a luz a una niña, que sólo sobrevivió pocas semanas por las malas condiciones de vida a la que la familia estaba sometida.

Catorce años después del nacimiento de Edmundo y casi diez de la muerte de su segunda hija, Emilia se encontraba en una situación particularmente difícil. Tenía cerca de cuarenta años y su salud no había mejorado: sufría severos problemas renales y su sistema cardiaco se debilitaba poco a poco debido a una afección congénita. Por otro lado, la situación política de su país era cada vez más crítica, pues había sido muy afectado por la recién terminada primera guerra mundial. Vivían con lo indispensable y con la incertidumbre y el miedo de que estallase una nueva guerra. Y justamente en esas terribles circunstancias, Emilia se dio cuenta de que nuevamente estaba embarazada.

A pesar de que el acceso al aborto no era sencillo en esa época y en ese país tan pobre, existía la opción y no faltó quien se ofreciera para practicárselo. Su edad y su salud hacían del embarazo un alto riesgo para su vida. Además su difícil condición de vida le hacía preguntarse: ¿qué mundo puedo ofrecer a este pequeño? ¿Un hogar miserable? ¿Un pueblo en guerra?. Emilia desconocía que sólo le quedaban diez años de vida a causa de sus problemas de salud.

Trágicamente, también Edmundo, el único hermano del bebé que esperaba, viviría sólo dos años más. Algunos años más tarde, estallaría la segunda guerra mundial, en la que el padre de la criatura que estaba por nacer también perdería la vida. Emilia optó por darle la vida a su hijo, a quien puso el nombre de Karol.

Ese niño, ahora anciano, todavía vive y cada vez que pasa por las calles de muchos países, millones de gargantas exaltadas le gritan: “Juan Pablo Segundo, te quiere todo el mundo”…

¡Gracias, mil gracias, Emilia!

El Vagabundo-ladrón que no conocía a Dios

Érase una vez un hombre de clase media que sintiendo un gran vacío derrochó todo su dinero en el juego y el alcohol y se convirtió en vagabundo por romper con un amor, de tanto y tanto caminar en busca de lo que perdió, añoraba fácilmente hacer fortuna y en ladrón se convirtió. El gritaba al mundo entero ser el “ser” mas desdichado porque no tenía riquezas para sentirse realizado…

Caminando, caminando se encontró a un pepenador, le pidió fuera su cómplice para asaltar un vagón y éste le contestó: “No señor vagabundo, estás muy equivocado, yo pensaba igual que tú; vagué mucho por el mundo, siempre me iba quejando porque no tenía zapatos, creía que era la peor desgracia hasta que conocí a un niño malabarista que honradamente luchaba por la vida porque no tenía pies, y desde ese día decidí no quejarme más”, -el vagabundo le dijo: “No señor pepenador, está usted equivocado, yo de aquí mejor me voy o terminaré convencido…busco la fortuna que por ley me pertenece”, y se marchó.

Caminando, caminando el vagabundo siguió, se encontró con un mendigo y éste le aconsejó: “No señor vagabundo, está usted equivocado, yo así como usted pensaba, que todo lo merecía…Un día pasó un príncipe a mi lado, llevaba un hermoso caballo blanco y yo tontamente lo envidiaba, me hice pasar por un cojo que un caballo necesitaba y el príncipe humildemente bajó de su corcel blanco y con alegría me lo regalaba, subí rápido al caballo y con burla sin igual le grité que lo había engañado, saliendo a todo galope. Sólo escuché a lo lejos que me pedía un favor, que no comentara a alguien mi tan cobarde acción porque si corría la voz, nadie, pero nadie se apiadaría de un cojo que lo necesitara de verdad”.

“Huyendo en mi caballo blanco me encontré con una mujer, paralítica de un pie, se arrastraba para vender mercancía y así poder alimentar a su bebé y yo lleno de vergüenza le regalé mi caballo”.

El vagabundo le contestó: “No señor mendigo está usted equivocado, yo de aquí mejor me voy o terminaré convencido, busco la fortuna que por ley me pertenece” -y se marchó.

Caminando, caminando se encontró con un palacio y frente a él con gran fuerza gritó: ¡Esto es lo que quiero yo!, hablaré con el rey pidiéndole asilo le ofreceré ser su amigo y al ganarme su confianza…¡le robaré su riqueza!…

Se presentó ante el rey y le expuso su problema, y el rey con amargura le contestó: “No señor vagabundo, vete de aquí, estas muy equivocado, no merezco ser tu amigo, yo deseaba tener todo… poder, riqueza, fortuna y conseguí ser condenado a ésta “Mi jaula de oro”, pues el Rey de Reyes me puso a prueba y yo cínicamente le he fallado…aprendiendo la lección.

Cierto día una monjita tocó mi puerta, en huaraches y con su morral en la mano, me pedía para sus pobres y como un perro la eché…¡sacándola de mi palacio!, ella tropezó y cayó y para verse sus heridas se sentó en aquel rincón, allí se quedó un buen rato y me hizo reflexionar…en eso, ella se levantó, nuevamente se acercó y me dijo las palabras mas hirientes de mi vida: “Señor rey, ya saciaste tus instintos de odio, ahora, por favor, hazlo por Dios, no te pido mucho…¿me das para mis pobres?”…

-El vagabundo lo interrumpió y preguntó indignado ¿quién era aquella que soportase semejante humillación?

Y el rey le contestó: Es alguien de gran valor, practica la caridad con su grandísimo amor… Madre Teresa, ella tiene la fortuna que tu buscas porque lleva en su alma a Dios…¡Vete de aquí! No caigas en la perdición, no termines solo, triste y amargado como yo…

Entonces decepcionado se fue, con el corazón destrozado y sorprendido preguntándose como había sido que su avaricia en humildad se volvió, mas en su andar vagabundo, padeciendo hambre y por falta de higiene de lepra se contagió y después de meses caminar buscando a Madre Teresa…allá en tierras de Calcuta, junto a un basurero moribundo lo encontró, la monja lo llevó a un asilo y de atenciones lo llenó, por varios días lo bañó y lo alimentó, como al mejor de los hombres, su dignidad ella le despertó, pero su enfermedad agravó y en su agonía el vagabundo exclamó:

¡Perdóname Dios!

Mi vida desperdicié deseando lo que no era mío y lo mío rechazando, de una cosa te doy gracias y es por haberte encontrado, en mis tantas experiencias y en el amor de ésta mujer, ahora si me siento vivo, aunque a cada instante muero, ojalá mi voz se escuche antes del último aliento para que la gente aprenda de esto que me ha sucedido…

No desees cosas ajenas, ni anheles bienes mundanos, no te aferres a riquezas… porque todo eso es en vano si tu corazón has perdido, ¡Sé feliz con lo que tienes! porque aquello que tu buscas y aún lejos de aquí no encuentras… dentro de ti lo llevas…

“Es amor” y solo en tí está descubrirlo, gracias Madre Teresa por enseñarme el camino”. Y juntando sus manos el vagabundo murió, con una sonrisa en los labios como jamás imaginó y rezando una plegaria a Dios, convencido de que a Él era a quien realmente buscaba… y a quien finalmente encontró.

El Mercader y la Bolsa

Cierto día un mercader ambulante iba caminando hacia un pueblo. Por el camino encontró una bolsa con 800 dólares. El mercader decidió buscar a la persona que había perdido el dinero para entregárselo pues pensó que el dinero pertenecía a alguien que llevaba su misma ruta.

Cuando llego a la ciudad, fue a visitar un amigo.

– ¿Sabes quién ha perdido una gran cantidad de dinero? le preguntó a este.

– Si, si. Lo perdió Juan, nuestro vecino, que vive en la casa del frente.

El mercader fue a la casa indicada y devolvió la bolsa. Juan era una persona avara y apenas terminó de contar el dinero grito:

– Faltan ¡100 dólares! Esa era la cantidad de dinero que yo iba a dar como recompensa. ¿Como lo has agarrado sin mi permiso? Vete de una vez. Ya no tienes nada que hacer aquí.

El honrado mercader se sintió indignado por la falta de agradecimiento. No quiso pasar por ladrón y fue a ver al juez.

El avaro fue llamado a la corte. Insistió ante el Juez que la bolsa contenía 900 dólares. El mercader aseguraba que eran 800. El juez, que tenia fama de sabio y honrado, no tardo en decidir el caso. Le pregunto al avaro:

– Tu dices que la bolsa contenía 900 dólares ¿verdad?

– Si, señor, respondió Juan.

– Tu dices que la bolsa contenía 800 dólares, le pregunto el juez al mercader.

– Si, señor.

– Pues, bien, dijo el juez, considero que ambos son personas honradas e incapaces de mentir. A ti porque has devuelto la bolsa con el dinero, pudiéndote quedar con ella. A Juan porque lo conozco desde hace tiempo. Esta bolsa de dinero no es la de Juan; aquella contenía 900 dólares. Esta solo tiene 800. Así pues, quédate tu con ella hasta que aparezca su dueño. Y tú, Juan, espera que alguien te devuelva la tuya.

Una Monja de Clausura

La vida monástica es grandiosa y simple también. Lo esencial es invisible. La virtud es silenciosa, alegre, contemplativa; no hace ruido, es caritativa, servicial, todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo acepta, nada exige, nada reclama, tiene capacidad de asombro, de resistencia física y espiritual, de abnegación total.

Todo esto y mucho más adornó la vida de una monja humilde, callada, sonriente y sencilla que vivió 67 años en la vida contemplativa.

Como suele suceder, en vida quizá pasó desapercibida, en cambio cuando su existencia terminó…. todo ha sido distinto.

Nada se improvisa, así como se vive en la cotidianidad se trasciende hacia la eternidad.

Gracias Señor por la existencia de MARIA REBECA DE LOS SANTOS, por esta monja que en escasos 5 años sembró en mi vida: caridad, fraternidad, humildad, obediencia, fe, alegría y otras más.

Vivió su vida ordinaria de amor a Dios, de una manera extraordinaria. Llegó ya a la contemplación del rostro de Dios en su gloria. El Señor reciba mi oración por su descanso feliz en brazos del Amado y tenga a bien renovar espiritualmente nuestra comunidad con base en la vida abnegada y ejemplar de nuestra hermana mayor.

SOR MARLY O.P.