Por que el matrimonio cristiano?

Se reprocha con frecuencia a la Iglesia por su intransigencia en materia de moral sexual y conyugal. En realidad la Iglesia pretende simplemente en este tema, como en tantos otros, ser eco fiel de la enseñanza de Cristo.

Basta abrir el Evangelio para encontrar la afirmación de Cristo sobre la indisolubilidad del matrimonio, el elogio del celibato voluntario y la denuncia de los pensamientos impuros que ensucian el corazón del hombre.

Los contemporáneos de Jesús lo entendían así cuando le decían: «si tal es la condición del hombre, más vale no casarse» (Mt 19,10).

Y por su parte Cristo, en vez de negociar sus exigencias en materia de castidad, concluía: «El que pueda entender que entienda» (Mt 19,12).

Remito sobre este asunto a los pasajes siguientes del Nuevo Testamento: Mc 10,1-12; Mt 19,1-12; 1Co 7, 3-7. 10-11; Ef 5,25-32.

–¿Qué significa que el matrimonio sea un Sacramento?

La concepción cristiana del amor humano resulta un enigma si no lo relacionamos con su orígen, el amor de Cristo por su Iglesia, que a su vez revela el del misterio de amor del Dios viviente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En Dios uno y trino, cada una de las personas tiene su identidad en su relación de amor con las otras dos. Del mismo modo, la creación y aún más la redención son la exteriorización gratuita de la misma existencia divina; algo así como el fulgor del sol que permite hacernos una idea de su íntima energía. Así es como el amor entre hombre y mujer, en el marco del matrimonio cristiano, constituye en el medio humano una epifanía del Amor que define a Dios mismo.

Eso sí, esta entrega de amor entre los esposos ha de ser libre, exclusiva, definitiva y fecunda si quiere ser reflejo de la perfección del mismo Amor divino.

Entonces, ese amar y ser amado son los dos componentes necesarios y suficientes de la verdadera felicidad que Dios se compromete a garantizar por el don de sí mismo a los esposos. Éste es el sacramento del matrimonio.

–Justificación de la moral cristiana sobre el amor humano.

Así las cosas, parece fuera de lugar hablar de matrimonio a prueba, como tampoco hablamos de creación o redención a prueba.

La unión de los cuerpos corona la unión de los corazones, y no puede ser disociada del sacramento por el que Cristo confía los esposos el uno al otro y en Él mismo se da amorosamente a la pareja.

Esta unión, por otra parte, no puede disociarse de su finalidad de traer hijos al mundo, respetando las leyes y ritmos de la naturaleza. En este marco se inscribe el placer unido a ese acto meritorio, por el que se hace legítimo.

Decía Aristóteles que Dios concedió el placer a la virtud, como la lozanía a la juventud.

Y no hay en esto nada excepcional: lo mismo sucede con el placer de comer y beber, que acompaña naturalmente el deber de preservar la salud y la integridad de nuestro cuerpo.

Lo mismo que nuestra conciencia rechaza la práctica de aquellas orgías romanas, en las que se acudía de vez en cuando al vomitorium para poder seguir comiendo, también se puede objetar la legitimidad de un placer que se pretende con un acto que ha sido voluntariamente desconectado de su fin.

–¡Estamos pidiendo un esfuerzo sobrehumano!

La fuerza de la pasión, ciertamente, es a veces tan intensa que resulta heroico resistirla.

Claudel, que conoció esta lucha, dejó escrito: «la juventud no está hecha para el placer, sino para el heroísmo».

La moral de Cristo nos llama constantemente a ir más allá de nuestra debilidad, invocando la ayuda de Dios. «Sed perfectos, decía Jesús, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

El hombre es un aprendiz. Nadie nace enseñado. No habrá, pues, que reprocharle por su inexperiencia y sus errores, pero esto siempre que reconozca sus flaquezas y que entre humildemente en la escuela de su Maestro.

Es en la oración y en el sacramento de la penitencia donde el hombre encuentra la ayuda necesaria para realizar el plan de Dios sobre él.

Y es entonces cuando las realidades carnales se transforman en un trampolín hacia la santidad:

«Entrégenme un joven, decía San Juan Bosco, y yo haré de él un santo».

• «Que el hombre no separe lo que Dios ha unido» (Mt 19,6)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Por que la Misa?

–¿Qué es la misa?

Para comprenderla hay que ir más allá de las apariencias. Un proverbio chino dice que si señalamos a un tonto la luna con el dedo, el infeliz mira el dedo en vez de a la luna. En este caso la punta del dedo es el pan y el vino sobre el altar; es el sacerdote pronunciado las mismas palabras de Jesús: «éste es mi cuerpo, entregado por vosotros, y esta es la copa de mi sangre, vertida por todos los hombres» (1Co 11,24-25). Estos son los signos que invitan al creyente a un acto de fe en el amor infinito del Padre, que nos entrega a su Hijo, y del Hijo, que ofreciendo su vida por nosotros nos ofrece su Espíritu.

Aquel que ha dicho «yo soy la verdad» no miente. Por la Eucaristía nosotros estamos realmente en presencia del cuerpo entregado y de la sangre derramada, es decir, de la persona de Jesús en el momento mismo en que entrega su vida por nosotros.

La Eucaristia es un desafío al tiempo y al espacio. Por ella participamos en el sacrificio de Jesús en la Cruz. «En nuestras iglesias, dice Bossuet, gracias a la Misa, todos los días es Viernes Santo». Dan ganas de decir: «y todo lo demás es literatura». Ya decía San Pablo: «yo, cuando estuve entre vosotros, no me precié de saber de nada, sino de Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor 2,2).

Por la Eucaristía venimos nosotros a ser contemporáneos de la pasión y de la muerte de Cristo. La misa es realmente un sacrificio, es la participación en el único Sacrificio de Cristo.

Imaginemos una iglesia circular, que en su centro tiene un altar. Todas sus puertas dan acceso directo a ese altar. Toda misa da un acceso inmediato y permanente a la cima del Amor.

–¿La Misa es simplemente una ceremonia?

No solo es eso, sino que es una llamada del Amor que a amor llama; una Acción que llama a la acción.

Cristo es el camino pero, como dice San Agustín, es «un camino que anda», conduciéndonos al Padre. En el Gran Norte los troncos bajan flotando por el río hasta llegar a su destino. Y así nosotros somos los troncos de los árboles, que por el gran río del Amor de Cristo, somos llevados por su Espíritu al Padre.

–La Misa nos abre al mundo

Por la Eucaristía entramos en el centro de Dios Amor y, a la vez, en el centro del Universo y de la Historia.

Escapamos así fuera del tiempo, o mejor dicho, nos unimos a él en su totalidad. Es decir, en la inmensidad de ese Cristo que todo lo cifra en sí mismo, nos vinculamos inmediatamente a la victoria de la Pascua, al triunfo de la Ascención y a la efusión del Espíritu en Pentecostés. Toda la vida de Cristo, toda escena del Evangelio, se nos hace presente. Nos unimos al mismo tiempo con el pueblo de Dios, el del Antiguo Testamento y el de la Iglesia, desde sus orígenes hasta nuestros días. La Virgen María, todos los santos, nuestros difuntos, se unen a nosotros, con aquellos que nos acompañan en la misa y con los que no están presentes en ella.

Por la Eucaristía y en Cristo, nos personamos en todos los suburbios del mundo y nos reunimos con todos los que sufren. Entramos así en comunicación directa con la humanidad en su historia, en su prehistoria y… en su porvenir. Porque Cristo, el Verbo creador es de ayer, de hoy y de mañana. Con Él penetramos el porvenir, el futuro se nos hace presente, atravesamos la semana próxima, asistimos a nuestra muerte y resurrección, y las hacemos nuestras uniéndonos a la voluntad de Dios.

–¿Por qué la comunión?

El Amor tiende a la unidad. La comunión sacramental del cuerpo y la sangre de Cristo opera esta fusión (Jn 6, 55-57). El cristiano que comulga sale de sí mismo y se sumerge en el Amor, y con él en el mujndo. Y así se hace con Cristo de alguna manera sacerdote del mundo, sacerdote en el sentido exacto del término, haciendo real por las palabras y gestos de la Eucaristía esta inmensa e inefable presencia de Dios ante los hombres, de los hombres ante Dios, y de los hombres entre sí.

–¿Porqué se lee la Biblia en la Misa?

Una acción de tal transcendencia, para que no caiga en la magia, ha de ser esclarecida por la Sagrada Escritura. Ésta es lo que llamamos liturgia de la Palabra, que precede siempre al signo del pan y del vino, desvelando su sentido y su actualidad.

El misal ofrece a sus lectores más de 500 pasajes de la Escritura, sin contar los salmos, es decir, una magnífica antología de la Biblia.

–¿Cómo participar actívamente en la misa?

La comunión requiere una preparación del espíritu, gestos, oraciones dialogadas, cantos en común, ofrendas, participación de bienes, gestos de paz. Todo está orientado a centrarnos en ella, para retornar al mundo desde el corazón de Dios.

–¿Es la misa necesaria?

La Eucaristía es indispensable al cristiano, como lo es el alimento a la vida, como la presencia es necesaria al amor. La obligación de la misa del dominogo es una exigencia vital.

«No hay nada más grande que la Eucaristía» (Cura de Ars).

• «Yo soy el pan de vida… Haced esto en memoria mía» (Jn 6,35; Lc 22,19).

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Hay que bautizar a los recien nacidos?

–A primera vista, parece inconveniente comprometer la libertad de una persona para toda la vida sin su consentimiento.

En realidad, se da en el niño el caso particular de una libertad que para desarrollarse necesita provisionalmente que otras libertades se comprometan en su lugar. Y esto se presenta en todos los aspectos de su vida infantil: lo mismo en la elección del alimento, o del lenguaje o de las normas de su comportamiento moral. No se trata, pues, de suprimir la libertad del niño, sino de suplirla para que tenga acceso a unos dones de los que irá disfrutando en una libertad progresiva. No escoger por el niño ya es escoger, porque la vida no espera.

A esto se puede añadir, contra una opinión hoy corriente, que la libertad no constituye en sí el Bien Supremo, sino que alcanza todo su valor de Bien cuando se ejerce no automáticamente, sino con conocimiento de causa.

En estas condiciones, parece ser que la regla de oro sería escoger por el niño aquello que uno desearía para sí, por ser lo mejor.

–¿Porqué bautizar al niño?

A la luz de las consideraciones precedentes, el cristiano quiere el bautismo de su hijo recién nacido. Es un acto de plena coherencia. Si para él Cristo es el sol de su vida, su mejor deseo es conseguir que su hijo participe de Él.

Para los padres cristianos es una felicidad salir al encuentro del deseo de Cristo vivo y resucitado, y ofrecerle a su hijo. ¿No es Cristo el primer responsable de este hijo, el garante de su libertad, el complemento indispensable de su ser?

«Yo soy la Vid, dice Jesús, vosotros los sarmientos. Sin mí nada podéis» (Jn 15,5).

En estas condiciones, nada tiene de sorprendente que desde los orígenes de la Iglesia, los cristianos hayan bautizados a su hijos. Tenemos inumerables testimonios. La crónica de los Hechos habla en varias ocasiones del bautismo de toda una familia (Hch 16,33). San Pablo habla del bautismo como de «una nueva circuncisión» (Col 2,11-12), y los judíos realizaban esa ceremonia ocho días después del nacimiento. Tenemos pruebas igualmente en los escritos de los Padres de la Iglesia, como en San Ireneo, obispo de Lyon hacia el año 178.

–¿Simple posibilidad u obligación de conciencia?

Para los padres cristianos, el bautismo de los hijos más que una opción es un deber de conciencia, tanto por el bien del niño como por el bien del mismo Cristo. Eso sí, es preciso que los padres se comprometan a dar a su hijo una educación cristiana, que le permita al hijo apropiarse progresivamente del bautismo con todo conocimiento de causa.

• «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mc 10,14)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Relacion entre ley y conciencia

“La búsqueda de la Verdad y el Bien es el primer imperativo de la conciencia y que el creerse, como hacen los subjetivistas, relativistas y positivistas, que quien decide lo que está bien o está mal soy yo mismo o el Estado…”

Ley y Conciencia

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Por que orar?

«La oración es vergonzante», ha escrito Nietzsche. Más bien habría que decir que se trata de un acto tan natural como beber o respirar. «El hombre siente la necesidad de Dios del mismo modo que le resulta imprescindible el agua y el oxígeno» (Alexis Carrel).

Se puede añadir que no es merma de la dignidad del hombre la oración, como no lo es la necesidad de compartir felicidad y penas entre los que se aman. La autosuficiencia de Prometeo es un mito contra natura. El hombre está hecho para amar, y alcanza su plenitud en el amor.

¿Para qué sirve la oración?

–La mejor imagen para entender nuestra vida en Dios es la de la alianza y el matrimonio. La oración es a la fe lo que el diálogo es para el amor en el matrimonio. Sin diálogo el amor se debilita y acaba por desvanecerse. Así ocurre con la fe sin la oración.

«Soy creyente pero no practicante», oimos decir. Podríamos responder invirtiendo los términos: «Quizás sois más practicantes de lo que decís –ya que la práctica religiosa no se limita al culto–, y menos creyentes de lo que pensáis –en la medida en que abandonais la oración–».

–La oración es además una exigencia de nuestra vida moral. «Sin mí, dice Jesús, nada podéis» (Jn 15,5).

«Dios –dice San Agustín– nos propone dos categorías de cosas: las posibles para que las hagamos, y las imposibles para que le pidamos la fuerza necesaria para llevarlas a cabo».

–La oración es, al mismo tiempo, un derecho: privarnos de él sería una equivocación: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28).

–Siendo la oración una necesidad para el hombre, es también un deber para con Dios. Oramos entregando nuestro tiempo a Dios, porque es Dios. Orando expresamos lo absoluto de Dios, permanecemos ante Él, «como un perfume que vertido en su honor, perdiéndose a sí mismo», según dice Bossuet.

Y entonces nuestra vida se hace toda ella oración. Sin ella la acción deriva en una búsqueda inconsciente de nosotros mismos.

–La oración es un servicio a la Iglesia. «Toda alma que se eleva, eleva al mundo», dirá Elizabeth Lesœur.

–La oración es siempre atendida, al menos si no pedimos a Dios que se haga cómplice de nuestras cobardías y perezas, sino que le suplicamos asistirnos para hacer su voluntad, en la que está nuestra felicidad. Así no enseña a orar Cristo en el Padrenuestro.

¿Cómo rezar?

Aquí lo que más vale es la experiencia. Se aprende a orar, orando.

–La oración es un combate. Y un combate que ha de reiniciarse cada día. Nos despertamos paganos cada mañana, y cada mañana debemos despertarnos de nuevo a las realidades de la fe: adorar, pedir perdón y dar gracias.

–La oración auténtica es, al mismo tiempo, espontánea y metódica. Está presta a surgir en cualquier instante, pero necesita de momentos y lugares apropiados, si queremos que no esté a merced del capricho y la pereza.

–Su fuente es la Escritura, los salmos y la vida de Jesús concretamente, pero acude también a fórmulas ya hechas, como el Padrenuestro y el Avemaría, que vienen a ser como los piolets para el alpinista en la escalada.

–Los sentimientos y las ideas son secundarios. Lo importante es el amor, la voluntad de amar. Ya estamos orando cuando, ante Dios, reconocemos nuestra torpeza para orar y hacemos nuestras las palabras de los apóstoles a Jesús: «Señor, enséñanos a rezar» (Lc 11,1).

–También oramos cuando, en la presencia de Dios, meditamos en nuestro corazón los sucesos de la vida diaria.

Muchos creyentes se descorazonan por su incapacidad de concentración, por sus «distracciones». En realidad, estas fugaces ideas, que estorban nuestra atención, pueden incluso constituir la trama de una auténtica oración personal, si dejamos que Dios nos evangelice a través de ellas.

–La cima de la oración se alcanza en la pura comunión con Dios en el silencio. No es tan dificil, se necesita un poco de tiempo, confianza y tesón para alcanzarla. El rosario, a pesar de su aparente monotonía, conduce progresivamente a esta presencia ante Dios a los que confían.

«Velad y orar» (Mt 26,4), decía Jesús. Y Él mismo daba ejemplo de lo que aconsejaba, orando largamente en la noche, como en Getsemaní.

• «Hay que rezar siempre para no desfallecer» (Lc 18,1)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Por que la figura de la Virgen Maria?

Si tan poco espacio tiene María en el Evangelio ¿por qué la importancia que se le da en nuestra fe?

¿Qué dice de María la Escritura?

La Escritura, en efecto, es discreta al hablar de María; pero ciertos textos del Evangelio nos obligan a superar esa posible impresión. He ahí las palabras de Jesús a San Juan: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero ahora no seríais capaces de comprenderlas. Cuando venga el Espíritu de la verdad, él os hará entender todo» (Jn 16,12-13).

Los primeros cristianos conocen por dos diferentes tradiciones, sorprendentemente convergentes –la de Lucas y la de Mateo– el hecho de la virginidad de María. E intentan comprender el sentido de la salutación a la «favorita de Dios», la «llena de gracia», y el significado misterioso de su canto de reconocimiento: «El Señor hizo en mí maravillas». Maravillas en «la esclava» del Señor…

«Aquel que me sirva será honrado por mi Padre» (Jn 12,26). ¿Hasta qué punto ha honrado Dios a María? Lentamente la Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo, ha examinado este hecho absolutamente único: una maternidad responsable de dimensión divina.

¿No fue María una mujer sencilla y humilde?

María es el único en que un hijo –¡y qué hijo! Dios mismo– ha podido no solo escoger a su madre, sino colmarla de todas las cualidades necesarias para llevar a cabo su misión.

Otros signos han confirmado esta realidad primera:

En Caná, es María la que provoca el primer milagro.

Al pie de la cruz, tal como nos la presenta San Juan, se manifiesta como una realidad histórica y a la vez simbólica.

María es la nueva Eva que permanece en pie frente al nuevo Adán, al servicio de una nueva creación. Aquí, mejor aún que en el Génesis, la nueva mujer procede del costado abierto del hombre nuevo. Gracias a él, a través de la persona de Juan, viene a hacerse «madre de todos los vivientes» (Gén 3,20).

Los pasajes del Evangelio que parecen mostrarla como una simple servidora dejan entrever al mismo tiempo que ella es la imagen viva de su Hijo, «el Servidor»: «el Hijo del hombre ha venido no para ser servido, sino para servir» (Mt 20,28).

Así la Iglesia, meditando la Escritura, y avanzando de intuición en intuición, descubre y afirma la maternidad divina de María, su inmaculada concepción, su asunción, y su papel maternal con la Iglesia.

¿Todo esto no parece poco verosímil?

Cierto, estas palabras son duras para quien quiere reducir el misterio de la Iglesia y el proyecto de Dios a los simples límites de la sabiduría humana. ¿Puede Dios conceder tal poder a los hombres y, concretamente, a una jovencita?

Pablo lo ha dicho: «Dios ha elegido lo que a los ojos del mundo es locura para confundir a los sabios» (1Cor 1,27).

Al asomarnos al misterio de María, se nos abren perspectivas insospechadas sobre la humildad de Dios. Para penetraren ese misterio, es preciso aceptar las costumbres divinas. Entonces María ilumina el Evangelio y el Evangelio ilumina a María: «Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado esto a los sabios y eruditos de la tierra y lo has revelado a los humildes» (Mt 11,25).

¿Por qué rezar a María?

Si observamos que en la Sagrada Escritura es frecuente recurrir a un hermano para que interceda ante el Señor (Hch 8,24), resulta eminentemente bíblica esta oración que la Iglesia Católica dirige a María.

«Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo. Tú eres bendita entre todas las mujeres y es bendito el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Como un tema musical repetido por cristianos de toda condición y de todos los tiempos, esta oración expresa el culto del Hijo a la madre: «honrarás a tu padre y a tu madre» (Éx 20,12; Mt 15,4).

«El Amor no es más que una palabra, repetida sin cesar y siempre nueva», nos dice Lacordaire. Y en la letanía, de generación en generación, pura y sencillamente, se cumple la profecía de la Virgen: «todas las generaciones me proclamarán bienaventurada» (Lc 1,48).

• «He ahí a tu madre» (Jn 19,27)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Por que la Iglesia?

“Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo presente en medio de ellos» (Mt 28,30), ha dicho Jesús. Bossuet concluye: «la Iglesia es Jesús extendido y comunicado».

¿Cuántos de nuestros contemporáneos suscribírian este aserto? ¿No estamos viendo en estos días, por parte de algunos, un intento de enfrentar a Jesús con la Iglesia?

Sobre el episodio del camino de Damasco, San Pablo dirá más tarde: «yo perseguía a la Iglesia», pues Jesús le ha dicho: «¿por qué me persigues?» (Hch 9,4).

¿Cuál es el origen de la Iglesia?

La misión de Jesús no se agota en el anuncio del reino de Dios a sus contemporáneos. Él ha querido edificar una Iglesia que prosiga su misión a través de los siglos. No se trata de una sociedad anónima de ascensores individuales, que lleva a los hombres hacia Dios; se trata de un pueblo, de una comunidad, verdadera réplica –dentro de la historia humana– de la invisible comunión de las tres personas de la Santísima Trinidad; ésta es la comunión que es cauce, modelo y fin de la Iglesia. «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, a fin de que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn17,21). Así la Iglesia universal se nos presenta como un «pueblo que consigue su unidad de la unidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» (San Cipriano).

¿Para que sirve la Iglesia?

La Iglesia, esposa de Cristo, tiene la misión de servir al mundo, invitando a la humanidad a estos esponsales, para felicidad de los hombres y la gloria del Padre, dos realidades inseparables.

San Ireneo dice de manera breve y densa: «La gloria de Dios es el hombre viviente en Dios».

¿Es la Iglesia una democracia?

Comunidad espiritual, y cuerpo místico de Cristo, la Iglesia es regida en la corresponsabilidad y colegialidad de sus miembros. Pero ello no es óbice para que al mismo tiempo se trate de una institución jerárquica fundada por su Señor.

Desde el principio, Jesús escoge sus doce apóstoles para que le ayuden a realizar su obra, y de entre ellos da un lugar especial a Simón, al que cambiará el nombre por el de Pedro, para significar claramente que él es la roca sobre la que edificará su Iglesia.

Dando a esta institución una misión de alcance universal, Jesús le otorga una estructura de dimensiones históricas: «Id y enseñad a todas las naciones… Yo estoy con vosotros hasta el fín de los tiempos» (Mt 28,19-20).

De esta manera los ministerios o servicios que ejercen los sacerdotes, los obispos y el Papa están dentro de las enseñanzas del Evangelio. Su tarea es anunciar la buena nueva, dispensar los sacramentos y conducir al pueblo de Dios en su tránsito por la tierra.

¿Quién forma parte de la Iglesia?

La Iglesia puede ser comparada con un iceberg, signo visible de una realidad parcialmente invisible. La parte visible es la institución, la parte sumergida es el reino invisible, que necesariamente sobrepasa las fronteras sociológicas e históricas de la Iglesia; pero todo es una sola cosa. Y hay más, como dirá San Agustín: «No basta formar parte del cuerpo de la Iglesia para pertenecer a su corazón».

“Cristo sí, pero la Iglesia no”

Se objetarán, sin duda, las imperfecciones de que ha adolecido la Iglesia a lo largo de la historia, imperfecciones que la desfiguran y le impiden ser la pura transparencia del Dios Vivo.

Pero ya algunas parábolas de Jesús advertían de este drama, como la del trigo y la cizaña. Con todo, la historia nos enseña que la Iglesia encuentra en las situaciones de crisis los antídotos que le permiten recuperar la fidelidad a su vocación.

Tal es el milagro de la Iglesia que, después de veinte siglos, a pesar de sus debilidades, cumple y verifica experimentalmente la profecía de su fundador: «las potencias del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).

En nuestros días, una Madre Teresa o el mismo Juan Pablo II son testimonios de la vitalidad de la Iglesia y de su fidelidad indefectible. Y con ellos las religiosas, sacerdotes, laicos, niños, jóvenes o adultos, que son entre nosotros signos vivientes de la Iglesia.

«Alabada sea la Madre sobre cuyas rodillas yo todo lo aprendí» (Claudel)

• «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Pablo VI lo profetizo en Humanae Vitae

“Tras más de cuatro décadas de extensión casi universal de la contracepción, estaríamos ya en condiciones de juzgar si estas consecuencias que profetizaba el Papa eran una realidad o si, como muchos de sus críticos señalan, fue incapaz de abrirse a una mentalidad moderna y pecó de pacato y exagerado…”

Humanae Vitae

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Que hay que pensar de la Biblia?

La Biblia no es solamente un libro, es una verdadera biblioteca constituida por 73 obras de distinto género: crónicas, discursos, fábulas, poesías… que se fueron componiendo a lo largo de varios siglos, desde el siglo XII antes de Cristo hasta un siglo después de su ascensión al cielo.

Para entender bien el contenido de la Biblia, hay que tomarla como el acervo común de todo un pueblo, que la aceptó y conservó como patrimonio propio, y no solamente como textos individuales de ciertos escritores.

¿Por qué consideramos a la Biblia como palabra de Dios?

Para los creyentes la Biblia sobrepasa con mucho su valor documental. Ella es un mensaje de Dios a la humanidad de todos los tiempos, un reflejo de su presencia e intervención en la historia del hombre.

Esto supone una presencia de Dios en tres niveles: el de los hechos reales (creación, providencia, milagros), el de la interpretación de esa presencia (inspiración, es decir, asistencia especial) y el de aquéllos que reciben el mensaje y reconocen en él su origen divino (fe-Magisterio).

De ahí que la Biblia se nos presente como una realización colectiva, vivida y hablada antes de ser escrita, inscrita en la tradición de un pueblo de creyentes, que avanza por la historia iluminado por el Espíritu de Dios.

Esto explica la originalidad de su estructura, tanto en el Antiguo Testamento –antes de Cristo– como en el Nuevo –después de Cristo–.

¿Cómo se manifiesta el origen divino de la Biblia?

Sorprende la libertad con que se han elaborado los libros del Antiguo Testamento y cómo, pese a la convivencia con pueblos de su entorno, entre mitos y costumbres diversos, el pueblo hebreo ha sabido preservar con fuerza su verdad, sin arredrarse ante corrientes de opinión contraria y presiones de todo género. Nos llega así nítida la pura originalidad de su mensaje; a saber, la existencia de un Dios único y su alianza gratuita con la humanidad.

Del mismo modo, resulta sorprendente la forma en que se ha configurado el Nuevo Testamento. La selección de los libros que lo constituyen deja de lado otros testimonios, que hoy llamamos evangelios apócrifos, relatos maravillosos de la vida de Jesús.

¿Porqué consideramos a la Biblia Palabra de Vida?

1.– El misterio de la Biblia es indisociable del misterio del pueblo de Dios y de la Iglesia. Ésta es la que garantiza su autenticidad. De ahí que la Biblia necesite de la Iglesia el cauce natural de su mensaje, y que en ella encuentre siempre su intérprete legítima.

«El que os escucha me escucha», dice Jesús a sus discípulos (Lc 10,16).

2.– Al mismo tiempo, la fe cristiana no puede quedar en una personal adhesión a Dios ilustrada por la lectura de la Biblia. La fe cristiana implica entrar en una comunidad de creyentes: la Iglesia. Creer es integrarse en la familia eclesial.

3.– La Biblia, al tener como objeto la formación moral y religiosa de la humanidad, no intenta dar una enseñanza científica. «La Biblia no enseña cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo», decía San Agustín. En cuestiones históricas, por otro lado, la Escritura relata los acontecimientos según géneros literarios diversos. Se equivocaría, pues, quien exigiese de ella otras enseñanzas.

Comprendida y meditada a la luz de la fe, la Biblia es palabra de Dios para los hombres de todos los tiempos, desde las tribus primitivas hasta el mundo tecnificado de este siglo XXI que comienza.

• «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

De donde proviene el mal?

Si Dios es amor, el mal no puede proceder de Él. Hemos visto más arriba que algunos males tienen su origen en el mal uso de nuestra libertad. La fe nos invita a profundizar en el asunto. La presencia del mal en el mundo es imputable a la primera pareja; se trata del pecado original, pecado personal de nuestros primeros padres y tara de la humanidad. «Si el hombre es inconcebible sin este misterio, más inconcebible es este misterio para el hombre» (Pascal).

La hipótesis evolucionista de la creación, de la que ya hablamos, no es, aunque pueda parecerlo, incompatible con este hecho. Basta distinguir entre inteligencia y cultura. El primer hombre podría ser inculto pero no falto de inteligencia.

La primera pareja humana, sea uno u otro el modo de su aparición, procede de Dios y, por tanto, es necesariamente inmaculada. Enraizada desde lo más íntimo en Dios, es plenamente consciente de sus deberes. Pero hace falta que lo reconozca, porque el amor exige reciprocidad. Es preciso, por tanto, que renuncie a una autonomía absoluta. Por el contrario, consciente de su superioridad sobre todo lo creado, se niega a hacerlo. Éste es el sentido de los textos sagrados que nos hablan del primer pecado, desde el Génesis hasta San Pablo en la carta a los Romanos (Gén 3; Rom 5).

Como un árbol arrancado de sus raíces, la primera pareja se autoexcluye de lo mejor de la energía divina. No amando a Dios como Él lo merece, no podrá amar a los otros y a sí mismo con la pureza y la plenitud del amor divino: es la concupiscencia. Intelectualmente su espíritu se ha oscurecido: es la ignorancia. Físicamente, su cuerpo también sufre las consecuencias: es el sufrimiento y la muerte. «Por el pecado entra la muerteen el mundo» (Rm 5,12). Esta muerte no era inherente a la finitud humana: la experiencia de los místicos nos enseña que una vida de unión con Dios permite al hombre franquear las leyes biológicas. Marta Robin, por ejemplo, en el siglo XX, ha vivido más de 50 años sin comer ni beber. Cabría preguntarse si el primer hombre profundamente unido a Dios no hubiera sido capaz de prever y controlar las mismas catástrofes naturales (cf. Mc 4,39-41; Mt 21,21).

Pero hay más. Puesto que la primera pareja lleva consigo el capital genético de toda la humanidad, sólo puede transmitir lo que posee, es decir, un patrimonio en parte estropeado. El principio de la solidaridad preside la creación bajo la fórmula de las leyes de la herencia.

De ahí que el mal no sea necesariamente la consecuencia de una falta cometida por la persona que lo sufre: «¿qué le he hecho yo a Dios?», sino el resultado global del pecado de nuestros primeros padres y del pecado del mundo. Esa misma cuestión se le propuso a Jesús, y se puede leer su contestación con provecho en Lucas 13,4-5.

A esto, en fin, hay que añadir que a este primer pecado la humanidad ha sido inducida por un espíritu superior. Es lo que dice Jesús refiriéndose al demonio, «que es homicida desde el principio» (Jn 8,44).

Felizmente un nuevo Adán y una nueva Eva, Jesús y María, nos han sido dados para una restauración perfecta del plan de Dios. Jesús acepta tomar sobre sí el pecado del mundo, y por su obediencia perfecta lo reduce a cenizas en el fuego de su amor sobre la cruz. Él nos hace capaces de reconocernos pecadores y de confiarle todas nuestras miserias. De nuevo enraizados en Dios por Cristo, participamos ahora en su Potencia, en su Santidad, en la redención del mundo y en la gloria de su resurrección.

• «Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Objeciones juridicas serias a la procreacion artificial

“La Corporación de Abogados Católicos [de Argentina], que ya en otras ocasiones dieron a conocer una serie de cuestionamientos respecto a los procedimientos de procreación artificial, dieron a conocer hoy una declaración en la que exponen trece objeciones al proyecto de ley sobre procreación artificial, recientemente aprobado por la Cámara de Diputados de la Nación. Entre otras cosas se refieren a la identidad de los niños así nacidos, a la omisión de ausencia del derecho a la objeción de conciencia, y a otros aspectos que hacen inadmisible el contenido de esta ley…”

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Sobre los milagros

El milagro es un hecho prodigioso que atrae nuestra atención e invita a ver en él una intervención extraordinaria de Dios, una señal que da autenticidad a un mensaje espiritual.

Los milagros que se relatan en los evangelios son para nosotros motivos de fe, lo mismo que lo fueron para los contemporáneos de Cristo. Felizmente, podemos contar en nuestros días con tales prodigios que confortan nuestra esperanza. Véanse los milagros de Lourdes.

Citaremos un caso, el de Pierre Rudder, leñador belga. En 1867, en un accidente laboral, se fractura la pierna izquierda, tibia y peroné hasta la rodilla. Durante 8 años, la herida, siempre abierta, supura y desprende un hedor insoportable. Los extremos del hueso asomaban por ella su fuerte necrosis. El 7 de abríl de 1875 se le da a beber un poco de agua del manantial de Lourdes… Invoca a Nuestra Señora de Lourdes, se incorpora, camina y sana instantáneamente. No solo las llagas quedan cicatrizadas, sino que los huesos aparecen soldados. Ha habido, pues, creación instantánea de materia, constatada por los médicos y reconocida por la Oficina Médica de Lourdes.

El milagro no puede tomarse –y menos hoy que en tiempo de Jesús– como una coacción a la libertad personal. Emilio Zola y el Profesor Alexis Carrel fueron ambos testigos de sendos milagros en Lourdes. El primero no vio en aquello la intervención sobrenatural, y en cambio el otro se convirtió. «Los sencillos sienten a Dios con la naturalidad que perciben el calor del sol o el perfume de una flor. Pero ese Dios, abierto a aquel que sabe amar, permanece en silencio para el que no sabe más que comprender» (A. Carrel, premio Nobel de medicina).

?«Si no me creéis, creed en mis obras» (Jn 10,38)Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Todas las religiones son iguales?

Puede uno caer en la tentación de pensar así. ¿No es la sinceridad lo que cuenta en definitiva ante los ojos de Dios?

Y de hecho, si la religión es esencialmente el esfuerzo del hombre por encontrar a Dios, en la medida en que este esfuerzo se lleve a cabo con sinceridad, debe ser grato a los ojos de Dios y, por extensión, también le serán gratas aquellas religiones surgidas en otros tiempos y culturas, pero llevadas por un mismo deseo de búsqueda.

Sin embargo, el valor de una religión no debe medirse solamente por la sinceridad de su fundador o de sus adeptos. Se puede ser sincero en el error, basta con tener una información mala o insuficiente. Hace falta, pues, saber si Dios mismo, por su parte, no ha revelado un medio privilegiado para encontrarle. Esto pertenece ya al ámbito de la libre iniciativa de Dios que, cuando se manifiesta, tiene como contra partida, del lado del hombre, la fe.

No se puede negar la posibilidad de que Dios tome una iniciativa de esta naturaleza. La revelación es posible. Y si Dios se revela, no puede contradecir su propio mensaje. Su revelación, si se ha producido, ha de ser coherente consigo misma. En otras palabras, no es posible que existan varias religiones auténticamente reveladas por Dios.

Por tanto, admitiendo que, en principio, toda religión conlleva elementos de verdad en su credo, no puede ser éste, sin embargo, plenamente convincente más que en la medida en que se adhiera exactamente a la voluntad de Dios, claramente expresada por el mismo Dios.

Para el cristiano estos signos de la revelación existen, y se hallan en la milagrosa persona de Jesús, tal como nos la transmiten los evangelistas en el relato que hacen de su paso por la tierra y de su resurrección (cf. nº 4 y nº 12).

• «En esto está la vida eterna, en que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.