LA LABOR DE UN BUEN PREDICADOR
Es preciso amoldar las palabras con un arte tan exquisito que, siendo distintos los defectos de los oyentes, se apliquen a cada uno en particular, sin perder la armonía que debe inspirarlas. Será necesario penetrar con seguridad por entre las diversas pasiones, y como con espada de dos filos, ir cercenando las úlceras de los pensamientos carnales por un lado y por otro…
predicando la humildad a los soberbios, sin infundir mayores temores a los cobardes y encogidos;
infundiendo valor a los tímidos, sin dar alas al descaro de los orgullosos;
inspirando ansias de bien obrar a los tibios y remisos, sin fomentar en los revoltosos el desbordamiento de su actividad;
imponiendo moderación a los inquietos, sin dejar a los pacatos adormecidos en su inacción;
acallando las iras de los coléricos, sin halagar la dejadez de los negligentes y perezosos;
estimulando el celo de estos, sin dar pábulo a los arranques iracundos de aquellos;
promoviendo la generosidad de los avaros, sin soltar las riendas al despilfarro de los pródigos;
enseñando a estos la parsimonia, sin despertar en aquellos el apogeo a los bienes perecederos;
aconsejando a los deshonestos el matrimonio, sin provocar a los castos a la lujuria;
ponderando a estos la sublimidad de la pureza del cuerpo, sin hacer despreciar a los casados la fecundidad de la carne;
encareciendo las altas y grandes virtudes, sin inspirar desdén por las pequeñas y ordinarias;
y, por último, inspirando afición a las virtudes pequeñas, de tal suerte, que sus oyentes, no creyéndolas suficientes, mantengan una continua aspiración a las virtudes arduas y elevadas.
(San Gregorio Magno, Regla Pastoral, Parte III, cap. xxxvi)