Es un hecho que cada Papa suele despertar afectos o desafectos intensos en distintos grupos de creyentes, y también en los no-creyentes. Así por ejemplo, hubo júbilo en unos y desánimo en otros cuando Benedicto XVI fue elegido Sucesor de Pedro. En parte es algo natural, propio de las personas públicas: gustan a algunos y disgustan a otros.
Para nosotros, los creyentes, el amor va mucho más allá de las simpatías o las antipatías. Es pésimo, por ejemplo, el testimonio que han dado algunos medios católicos que sólo tenían palabras de crítica contra Benedicto y ahora se deshacen en elogios y dulzura con el Papa Francisco. O lo contrario: sólo hablaban del anterior Papa como de un Doctor de la Iglesia y ahora llegan a decir barbaridades sobre el actual pontífice.
Nuestro amor al Papa no es canonización del Papa, ni papolatría, ni ceguera frente a sus errores, que todos los han tenido. Nuestro amor es tres cosas:
(1) Gratitud porque en él Cristo nos está dando un signo de unidad y de su presencia misma entre nosotros.
(2) Conciencia de su misión única y de nuestro deber de defenderlo con nuestras oraciones.
(3) Disponibilidad para acoger las señales de Evangelio que cada Papa nos da, seguramente con énfasis distintos.