Un agustino misionero, extraordinariamente valiente

Verdadera fraternidad

Nunca dejaba ya el padre Roa aquellas montañas, donde misionaba y servía incansablemente a los indios, como no fuera para visitar unas horas a su gran amigo, fray Juan de Sevilla, prior en Atotonilco el Grande. Se encontraban en la portería, conversaban un bueno rato, no más de una hora, se confesaban mutuamente y, sin comer juntos, volvía Roa a sus lugares de misión. Allí están pintados, en la portería del convento de Atotonilco, los dos amigos abrazados, con esta inscripción debajo: «Hæc est vera fraternitas».

Asalto al ídolo máximo de los huaxtecos

En Molango, ciudad de unos cuarenta mil habitantes, había un ídolo traído hace mucho tiempo de Metztitlán, de nombre Mola, que era el principal de todos los ídolos de la zona. En torno a su teocali piramidal, de 25 gradas, donde era adorado, había gran número de casas en las que habitaban los sacerdotes consagrados a su culto. Allí, un día de 1538, convocó el padre Roa a todos los sacerdotes y fieles idólatras, que se reunieron a miles. Sin temor alguno, el santo fraile desafió al demonio, que por aquel ídolo hablaba con voz cavernosa, y le increpó en el nombre de Cristo para que se fuera y dejara de engañar y oprimir a los indios. Luego, desde lo alto del templo, rodeado de sacerdotes y sirvientes del ídolo, predicó a la multitud con palabras proféticas de fuego. Hasta que, en un momento dado, los mismos sacerdotes y sus criados arrojaron el ídolo por las 25 gradas abajo, quedando de cabeza. En seguida, el furor de los idólatras desengañados hizo pedazos al ídolo al que tantas víctimas habían ofrecido. Y «esto que he contado -dice Grijalva- es de relación de los indios, que por tradición de sus padres lo refieren por cosa indubitable».

Una vez terraplenado el lugar, se construyó allí una capilla dedicada a San Miguel, el gran arcángel vencedor del demonio. Digamos de paso que no pocos de los muchos santuarios que en México hay dedicados a San Miguel tienen en sus orígenes historias análogas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Cinco sugerencias para evangelizadores

[Predicación a un grupo de Guías de la Escuela Bíblica Católica EMAÚS, en Chihuahua, México. Agosto de 2016.]

1. Volver a las fuentes: recuerda siempre qué obras de gracia y misericordia, y cuánta paciencia Dios ha tenido contigo. Conserva en tu memoria los comienzos benditos de tu conversión y servicio al Señor, y jamás permitas que una vida cristiana llena de convicción y sentido quede como una anécdota en tu pasado.

2. Perseverancia: No sólo como permanencia en un grupo o comunidad, cosa que podría ser puramente pasiva, sino ante todo: perseverancia en seguir aprendiendo de Cristo, que hasta el último momento de nuestra vida tendrá qué darnos y enseñarnos. Esto significa también: tener planes y separar tiempos para acercarnos de modo personal, consciente y amoroso a la Sagrada Escritura.

3. Algunos textos claves: La Primera Carta de Pedro nos ayuda a valorar siempre más nuestro bautismo, que es fundamento de todo nuestro ser y servicio como cristianos. Las Cartas Pastorales (1 y 2 Timoteo, y Tito) nos recuerdan que hay tres cosas que siempre debemos cuidar y guardar: (i) la integridad de la historia de amor que Dios está construyendo con mi prójimo; (ii) la pureza y solidez de la doctrina recibida; (iii) el propio corazón y la coherencia de vida.

4. Ir a los expertos: Más allá de las preferencias personales o de los personajes de moda, los “expertos” en conocimiento de la Palabra de Dios y de cómo exponerla son los Padres y los Doctores de la Iglesia. A ellos hemos de acudir, alimentándonos de sus escritos y haciendo nuestra su mirada amplia y “panorámica” del misterio cristiano.

5. Sentido de comunidad: No somos francotiradores ni nuestro ideal es la “originalidad.” Lo nuestro es sentir con la Iglesia, y aprender a hacer equipo con aquellos que tenemos cerca en la labor de evangelizar. Hay que amar no sólo a los que ya han llegado sino también a los que un día vendrán a laborar junto a nosotros.

Un misionero que peleó contra el demonio por las almas de los indígenas

Fr. Roa, el agustino, vuelve a Sierra Alta

Hacia el año 1538, conocedor ya del idioma de los indios, volvió a Sierra Alta, con gran alegría de fray Juan de Sevilla. Y allí, siempre a pie, inició una vida misionera formidable, que habría de extenderse especialmente por las montañas de las Huaxtecas potosina, hidalguense y veracruzana. Logró convertir a muchos indios, y fundó conventos, con sus respectivos templos, en Molango, Xochicoatlán, Tlanchinol, Huejutla y Chichicaxtla. En Huejutla estableció su cuartel general. La iglesia y convento que él erigió son hoy la Catedral y el Obispado.

Cruces contra demonios

En su gran Historia general de las cosas de Nueva España, describiendo fray Bernardino de Sahagún a los dioses, ídolos y cultos aberrantes, llega un momento en que se detiene, y se desahoga con esta exclamación:

«Vosotros, los habitantes de esta Nueva España, que sois los mexicanos, tlaxcaltecas y los que habitáis en la tierra de Mechuacan, y todos los demás indios, sabed: Que todos habéis vivido en grandes tinieblas de infidelidad e idolatría en que os dejaron vuestros antepasados… Pues oíd ahora con atención, y entended con diligencia la misericordia que Nuestro Señor os ha hecho por sola su clemencia, en que os ha enviado la lumbre de la fe católica para que conozcáis que él solo es verdadero Dios, creador y redentor… y os escapéis de las manos del diablo en que habéis vivido hasta ahora, y vayáis a reinar con Dios en el cielo» (prólg. apénd. lib.I).

Efectivamente, los indios de Sierra Alta -como aquellos terribles de la barranca de Metzititlán, que aullaban y bramaban cuando el padre Roa se les acercaba-, necesitaban verse liberados del maligno influjo del Demonio por el bendito poder de Cristo Salvador.

Entendiéndolo así el padre Roa, cuenta Grijalva, y «quiso coger el agua en su fuente, y hacer la herida en la cabeza, declarando la guerra principal contra el Demonio. Empezó a poner Cruces en algunos lugares más frecuentados por el Demonio, para desviarlo de allí, y quedarse señor de la plaza. Y sucedía como el santo lo esperaba, porque apenas tremolaban las victoriosas banderas de la Cruz, cuando volvían los Demonios las espaldas, y desamparaban aquellos lugares. Todo esto era visible y notorio a los indios» (I,22).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un misionero llamado por segunda vez a la labor

Escribe Grijalva: «Vino este santo varón a estas partes el año de 1536, y quedó España tan triste cuanto nosotros alegres. La celda en que vivió en Burgos, que fueron doce años, era tan estimada de todos, que por reverencia no permitían que ninguno viviese en ella» (II,20). Cuando llegaron a México los doce agustinos, Fray Juan de Sevilla, como prior, y el padre Antonio de Roa fueron destinados a misionar lo que el cronista Grijalva llama Sierra Alta, es decir, la hoy llamada Sierra de Pachuca, al noreste de la ciudad de México, en el estado de Hidalgo.

Los indios no vivían en poblaciones, sino diseminados por los riscos. Y por aquella región abrupta y montañosa, cuenta Grijalva, «entraron el Padre F. Juan de Sevilla y el bendito F. Antonio de Roa, corriendo por estas sierras como si fueran espíritus. Unas veces subían a las cumbres, y otras bajaban a las cavernas, que para bajar ataban unas maromas por debajo de los brazos, en busca de aquellos pobres indios, que vivían en las tinieblas. Hallaban gran dificultad en ellos, porque antes que entraran nuestros religiosos, les había hecho el Demonio muchas pláticas, representándoles la obligación que tenían a conservarse en su religión antigua, que viesen los grandes trabajos que padecían ya los de los llanos, después que habían mudado de religión, que ya ni el cielo les daba sus lluvias, ni el sol los miraba alebre, ni los podía sufrir la tierra… Estaban tan persuadidos los indios, y tan acobardados, que aun oir no los querían» (I,19).

No había modo. «En esto pasaron un año entero sin hacer fruto alguno» (I,22). Así las cosas, Fray Antonio, «acordándose de que su vocación fue buscando la quietud y soledad del alma, y pareciéndole que la perdía en aquellos ejercicios, y viendo que era de poco efecto su trabajo, y que aprovechaba poco a los indios; o a lo que siempre se entendió, temiéndose de que no se hacía fruto por culpa suya, y pensando que otros acabarían mejor aquel negocio, como habían acabado otros de la misma dificultad, trató de volverse a Castilla. Propúsolo al Provincial, y tantas razones le dijo, que le convenció y le dio la licencia» (II,20). De este modo, su amigo del alma, «fray Juan de Sevilla se quedó solo [en Atotonilco el Grande] entre aquellas sierras con algunos pocos indios que había llevado de los llanos» (I,22).

Mientras se arreglaba el viaje, se retiró fray Antonio al convento de Totolapan, que ya entonces reunía en su torno una fervorosa comunidad de indios conversos. De uno de ellos, que era mestizo, aprendió el idioma mexicano con tal rapidez y perfección que es para pensar «que tuvo no al mestizo, sino al mismo Dios por maestro» (II,20). Allí servían dos frailes, que se despedazaban para atender nueve pueblos. Y él les veía avergonzado, cada vez más dudoso de su intención de abandonar la Nueva España…


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Indios apóstoles

El caso del beato Juan Diego, indio apóstol de los indios, como sabemos, no fue único, ni mucho menos. Juan B. Olaechea da sobre esto interesantes datos al estudiar La participación de los indios en la tarea evangélica. También Gabriel Guarda trata de El indígena como agente activo de la evangelización (Los laicos 31-41). Y Juan Pablo II, en la homilía citada, recuerda que «los misioneros encontraron en los indígenas los mejores colaboradores para la misión, como mediadores en la catequesis, como intérpretes y amigos para acercarlos a los nativos y facilitar una mejor inteligencia del mensaje de Jesús».

En efecto, como ya dijimos (82-83), nunca ha de olvidarse la contribución indígena al describir los Hechos de los apóstoles de América. Los primeros cronistas refieren algunos casos muy notables sobre el apostolado de los niños y jóvenes indígenas, como aquellos, según vimos, que fray Pedro de Gante enviaba de dos en dos a predicar en los fines de semana (+Motolinía II,7; III,15; Mendieta III,18). Algunos, sin embargo, veían en este apostolado inmaduro más inconvenientes que ventajas (+Zumárraga; Torquemada, Monarquía indiana XV,18). Y en el Perú era lo mismo.

También los indios adultos fueron a veces grandes evangelizadores. Gregorio XIV concedió indulgencias insignes «a los Señores Indios Cristianos que procuraren traer a los no cristianos ni pacíficos a la obediencia de la Iglesia» (+Olaechea 249), cosa que hicieron muchas veces, con su autoridad patriarcal, caciques y maestros, alguaciles y fiscales indios. Un caso notable es el de los grupos de familias cristianas tlaxcaltecas que se fueron a vivir con los chichimecas con el fin de evangelizarlos. Otras veces se dieron admirables iniciativas apostólicas personales, como la de aquel Antonio Calaimí, jirara oriundo de Nueva Granada, que se adentró en la cordillera para suscitar la fe en Cristo, sin más arma que un clarín prendido al cinto, y que consiguó la conversión de algunas tribus de indios betoyes. Éste, cuando se veía acosado por indios hostiles, lograba ahuyentarlos sin hacerles daño con un clarinazo restallante (249).

Pero quizá un caso, muy seguro y documentado, contado por Cieza de León, pueda hacernos gráfico el estilo de aquel apostolado indio de primera hora, muy al modo del Beato Juan Diego. Este soldado y cronista extremeño quedó tan impresionado cuando supo de ello, que al sacerdote que se lo contó le rogó que se lo pusiera por escrito. Después, en su Crónica del Perú, transcribió la nota tal como la guardaba:

«Marcos Otazo, clérigo, vecino de Valladolid, estando en el pueblo de Lampaz adoctrinando indios a nuestra santa fe cristiana, año de 1547… vino a mí un muchacho mío que en la iglesia dormía, muy espantado, rogando me levantase y fuese a bautizar a un cacique que en la iglesia estaba hincado de rodillas ante las imágenes, muy temeroso y espantado; el cual estando la noche pasada, que fue miércoles de Tinieblas, metido en una guaca, que es donde ellos adoran [el ídolo], decía haber visto un hombre vestido de blanco, el cual le dijo que qué hacía allí con aquella estatua de piedra. Que se fuese luego, y viniese para mí a se volver cristiano». Don Marcos se lo tomó con calma, y no fue al momento. «Y cuando fue de día yo me levanté y recé mis Horas, y no creyendo que era así, me llegué a la iglesia para decir misa, y lo hallé de la misma manera, hincado de rodillas [la infinita capacidad india para esperar humildemente, como Juan Diego en el arzobispado]. Y como me vio se echó a mis pies, rogándome mucho le volviese cristiano, a lo cual le respondí que sí haría, y dije misa, la cual oyeron algunos cristianos que allí estaban; y dicha, le bauticé, y salió con mucha alegría, dando voces, diciendo que él ya era cristiano, y no malo, como los indios; y sin decir nada a persona ninguna, fue adonde tenía su casa y la quemó, y sus mujeres y ganados repartió por sus hermanos y parientes, y se vino a la iglesia, donde estuvo siempre predicando a los indios lo que les convenía para su salvación, amonestándoles se apartasen de sus pecados y vicios; lo cual hacía con gran hervor, como aquel que está alumbrado por el Espíritu Santo, y a la continua estaba en la iglesia o junto a una cruz. Muchos indios se volvieron cristianos por las persuasiones deste nuevo convertido» (cp.117).

Eso es exactamente lo que Juan Diego hacía esos mismos años en la ermita del Tepeyac. Ya se ve que el Espíritu Santo obraba en el Perú y en México las mismas maravillas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Jesús nos pone en camino

Condiciones iniciales del misionero: contemplación que lleva a la gratitud y la alegría; humildad que lleva a la obediencia,

LA GRACIA del Miércoles 20 de Abril de 2016

El envío misionero comienza por la oración, luego la Iglesia por la autoridad recibida de Jesús es quien envía y este envío trasciende fronteras para anunciar a Cristo a todas partes.

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