Conquista de Chile
Después de la fracasada expedición de Almagro, nada se había intentado hacia Chile. Don Pedro de Valdivia, hidalgo extremeño, maestre de campo y hombre de confianza de Pizarro, le pide a éste autorización para intentar la conquista de Chile. Parte del Perú a comienzos de 1540, con una docena de hombres -el nombre de Chile inspiraba temor y casi nadie se animaba a la empresa-. Se le suman más hombres por el camino, hasta 150, la mayoría de ellos hidalgos, de los que incluso 33 sabían leer y escribir, y 105 firmar: gente culta.
Superando grandes resistencias de indios, desiertos y distancias, llega Valdivia a fundar en 1541 Santiago de Chile. En sus cartas a Carlos I se nota que él, como Hernán Cortés, el primer mexicano, se ha enamorado de aquella tierra -«para perpetuarse no la hay mejor en el mundo»-, y viene a ser el primer chileno.
Con mucha solicitud por poblar, se fundan en su tiempo ciudades como La Serena (1544), Concepción (1550), Valdivia (1552), La Imperial (1552) y Villarrica (1552). Finalmente Valdivia, en 1553, acudiendo a sofocar la insurrección de Arauco, conducida por su antiguo paje, el valeroso Lautaro, muere con todos sus compañeros en Tucapel.
Antes y ahora
Los cronistas de la época dejan ver en ocasiones que al encontrarse los españoles y los indios, tanto en el Perú como en otros lugares de América, se produjo a veces una relativa degradación moral de los indios, que ya no se sujetaban a sus antiguas normas, y que todavía no habían asimilado los ideales cristianos. Es ésta, por ejemplo, una tesis continua en la obra de Guamán, cristiano sincero, que idealiza quizá un pasado inca, que él, nacido en 1534, no pudo conocer personalmente. Él piensa que los incas «guardaron los mandamientos y buenas obras de misericordia de Dios en este reino, lo cual no lo guardan ahora los cristianos» (Nueva crónica 912).
Guamán piensa que la atención de huérfanos e inválidos, enfermos y pobres, antes era mejor (898-899). Ahora abundan el juego, las deudas y los robos, cosas que antes apenas se daban (914, 929, 934). Ahora hay pereza y rebeldía en el indio, mientras que antiguamente «el indio tenía tanta obediencia como los frailes franciscanos y los reverendos padres de la Compañía de Jesús. Y así los indios besaban las manos y el corazón del cacique principal para salir a trabajar… Antes había más humildad y caridad y amor del servicio de Dios y de su Majestad en todo este reino. Ahora está perdido el mundo» (876). Antes, «en tiempo de los Incas no había adúlteras, putas, mal casadas» (929), «no hubo adúltera ni lujuriosa mujer, y a ésta luego le mataba en este reino» (861). Pero ahora las indias, en trato con españoles y españolas, se han echado a perder, y «salen muy muchos mesticillos y mesticillas, cholos y cholas. Y así no hay remedio en este reino» (861). Antes «los Incas a los indios, indias borrachos los mandaba matar luego como a perros y puercos. Ahora en esta vida se les perdona por Dios y así recrece más» el vicio (882).
El indio Guamán, al recordar el caído imperio incaico, no quiere que sea restablecido, pero sí que se aplique a los indios conversos una ascética cristiana de dureza incaica. Y así pretende que «todos los indios en este reino obedezcan todo lo que manda la santa madre Iglesia y lo que mandan los prelados y curas y sacerdotes, los diez mandamientos, el evangelio y la ley de Dios que fuere mandado. Y que no pasen de más ni menos. Y a los que pasasen, sea castigado y quemado en este reino» (860)…
En los ingenuos escritos de Guamán se aprecia a veces que le sale el inca, pero en otras ocasiones hace observaciones realmente conmovedoras: «Mira, cristiano lector, aprende de esta gente bárbara que aquella sombra de conocer al Creador no fue poco. Y así procura de mezclar [todo lo bueno que esos indios vivieron] con la ley de Dios para su santo servicio» (62).
Del orden al caos
El socialismo totalitario de los Incas de tal modo era un todo, que una vez descabezado por los españoles, cae totalmente. Ya muy pronto los incas, completamente desorganizados y desmoralizados, no suponen un peligro para los viracochas españoles. Más bien encuentran éstos el peligro en las guerras civiles que ellos mismos producen, hasta dar en un caos de anarquía…
En efecto, por esos años, el Perú era un hervidero de guerras civiles entre los españoles, algo vergonzoso para aquellos indios, tan hechos a la disciplina imperial del Inca. Luchan Francisco Pizarro y Diego de Almagro (1537-1538); pelean a muerte el hijo de Almagro y Vaca de Castro, nuevo gobernador del Perú (1541-1542); se rebela Gonzalo Pizarro contra las Leyes Nuevas que llegan de España, y es muerto el virrey Núñez de Vela (1544-1546); lucha Gonzalo Pizarro contra el licenciado La Gasca, eclesiástico enviado por la Corona con plenos poderes, y el primero es derrotado y muerto (1547-1548); se alza Hernández Girón contra la Audiencia de Lima (1553-1554), y finalmente La Gasca impone la autoridad de la Corona. Sólo entonces el virreinato del Perú se afirma y va adelante.
Del caos al orden
La Gasca trajo al Perú la paz, tras veinte años de caos. Y el virrey Francisco de Toledo estableció el orden, hasta el punto que ha sido llamado «el nuevo Pachacutec» del mundo hispano-incaico. Toledo hizo personalmente una visita larga y minuciosa del antiguo imperio, y tras recoger amplias informaciones de los funcionarios de provincias -publicadas en el siglo XIX en cuatro tomos, con el título Relaciones geográficas de las Indias-, fue configurando un orden nuevo, no indio, ni hispano, sino hispanoindio. Según Louis Baudin, «los destinos de un pueblo han sido rara vez dirigidos por administradores tan grandes como el presidente La Gasca o el virrey F. de Toledo» (Imperio socialista 367).
En efecto, dice el mismo autor en otra obra, «los españoles han destruido los ídolos y los quipos, pérdida irreparable, pero han conservado muchas instituciones y no han tratado de suprimir a los habitantes, como colonizadores menos bienintencionados no han dudado de hacer en otras partes. En un estilo muy actual, el Rey de España designaba al Perú como un «reino de ultramar» y no como una colonia, y lo miraba como una réplica de la metrópoli al otro lado del océano, no como un territorio para explotar. Los indígenas gozaban de las disposiciones protectoras “inverosímilmente modernas” de las leyes de Indias [J. A. Doerig], y ya desde mediados del siglo XVI, Lima vino a ser uno de los grandes centros culturales del Nuevo Mundo» (Les incas 165).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.