Indios apóstoles

El caso del beato Juan Diego, indio apóstol de los indios, como sabemos, no fue único, ni mucho menos. Juan B. Olaechea da sobre esto interesantes datos al estudiar La participación de los indios en la tarea evangélica. También Gabriel Guarda trata de El indígena como agente activo de la evangelización (Los laicos 31-41). Y Juan Pablo II, en la homilía citada, recuerda que «los misioneros encontraron en los indígenas los mejores colaboradores para la misión, como mediadores en la catequesis, como intérpretes y amigos para acercarlos a los nativos y facilitar una mejor inteligencia del mensaje de Jesús».

En efecto, como ya dijimos (82-83), nunca ha de olvidarse la contribución indígena al describir los Hechos de los apóstoles de América. Los primeros cronistas refieren algunos casos muy notables sobre el apostolado de los niños y jóvenes indígenas, como aquellos, según vimos, que fray Pedro de Gante enviaba de dos en dos a predicar en los fines de semana (+Motolinía II,7; III,15; Mendieta III,18). Algunos, sin embargo, veían en este apostolado inmaduro más inconvenientes que ventajas (+Zumárraga; Torquemada, Monarquía indiana XV,18). Y en el Perú era lo mismo.

También los indios adultos fueron a veces grandes evangelizadores. Gregorio XIV concedió indulgencias insignes «a los Señores Indios Cristianos que procuraren traer a los no cristianos ni pacíficos a la obediencia de la Iglesia» (+Olaechea 249), cosa que hicieron muchas veces, con su autoridad patriarcal, caciques y maestros, alguaciles y fiscales indios. Un caso notable es el de los grupos de familias cristianas tlaxcaltecas que se fueron a vivir con los chichimecas con el fin de evangelizarlos. Otras veces se dieron admirables iniciativas apostólicas personales, como la de aquel Antonio Calaimí, jirara oriundo de Nueva Granada, que se adentró en la cordillera para suscitar la fe en Cristo, sin más arma que un clarín prendido al cinto, y que consiguó la conversión de algunas tribus de indios betoyes. Éste, cuando se veía acosado por indios hostiles, lograba ahuyentarlos sin hacerles daño con un clarinazo restallante (249).

Pero quizá un caso, muy seguro y documentado, contado por Cieza de León, pueda hacernos gráfico el estilo de aquel apostolado indio de primera hora, muy al modo del Beato Juan Diego. Este soldado y cronista extremeño quedó tan impresionado cuando supo de ello, que al sacerdote que se lo contó le rogó que se lo pusiera por escrito. Después, en su Crónica del Perú, transcribió la nota tal como la guardaba:

«Marcos Otazo, clérigo, vecino de Valladolid, estando en el pueblo de Lampaz adoctrinando indios a nuestra santa fe cristiana, año de 1547… vino a mí un muchacho mío que en la iglesia dormía, muy espantado, rogando me levantase y fuese a bautizar a un cacique que en la iglesia estaba hincado de rodillas ante las imágenes, muy temeroso y espantado; el cual estando la noche pasada, que fue miércoles de Tinieblas, metido en una guaca, que es donde ellos adoran [el ídolo], decía haber visto un hombre vestido de blanco, el cual le dijo que qué hacía allí con aquella estatua de piedra. Que se fuese luego, y viniese para mí a se volver cristiano». Don Marcos se lo tomó con calma, y no fue al momento. «Y cuando fue de día yo me levanté y recé mis Horas, y no creyendo que era así, me llegué a la iglesia para decir misa, y lo hallé de la misma manera, hincado de rodillas [la infinita capacidad india para esperar humildemente, como Juan Diego en el arzobispado]. Y como me vio se echó a mis pies, rogándome mucho le volviese cristiano, a lo cual le respondí que sí haría, y dije misa, la cual oyeron algunos cristianos que allí estaban; y dicha, le bauticé, y salió con mucha alegría, dando voces, diciendo que él ya era cristiano, y no malo, como los indios; y sin decir nada a persona ninguna, fue adonde tenía su casa y la quemó, y sus mujeres y ganados repartió por sus hermanos y parientes, y se vino a la iglesia, donde estuvo siempre predicando a los indios lo que les convenía para su salvación, amonestándoles se apartasen de sus pecados y vicios; lo cual hacía con gran hervor, como aquel que está alumbrado por el Espíritu Santo, y a la continua estaba en la iglesia o junto a una cruz. Muchos indios se volvieron cristianos por las persuasiones deste nuevo convertido» (cp.117).

Eso es exactamente lo que Juan Diego hacía esos mismos años en la ermita del Tepeyac. Ya se ve que el Espíritu Santo obraba en el Perú y en México las mismas maravillas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Las Apariciones de Guadalupe: un signo de paz

Apenas podemos imaginarnos el terror que paralizó el corazón de los aguerridos mexicanos con motivo de la presencia de los españoles. Se sabe que desde el primer momento, llenos de siniestros presagios, intuyeron que iba a derrumbarse completamente el mundo en que vivían, y que iba a formarse un mundo nuevo, completamente desconocido. Según vimos, indios eruditos y veraces informaron a Sahagún de este terror difuso que fue apoderándose de todos, comenzando por el tlatoani Moctezuma, que «concibió en sí un sentimiento de que venían grandes males sobre él y sobre su reino». Al saber que los españoles se acercaban y preguntaban mucho por él, «angustiábase en gran manera, pensó de huir o de esconderse para que no le viesen los españoles ni lo hallasen»…

Pero el avance de los españoles hacia la meseta del Anahuac prosigue incontenible, como si se vieran asistidos por una fuerza fatal y sobrehumana. «Todos lloraban y se angustiaban, y andaban tristes y cabizbajos, hacían corrillos, y hablaban con espanto de las nuevas que habían venido; las madres llorando tomaban en brazos a sus hijos y trayéndoles la mano sobre la cabeza decían: ¡Oh hijo mío! ¡en mal tiempo has nacido, qué grandes cosas has de ver, en grandes trabajos te has de hallar!» (XII,9).

Ya están presentes los españoles. Estos hombres barbudos, vestidos de hierro, lanzan rayos mortíferos desde lo alto de misteriosas bestias, acompañados de perros terribles, y son capaces, siendo cien, de dominar a cien mil: son teules, hombres divinos y omnipotentes. Cortés y unos pocos, inexorablemente, se hacen dueños del poder; cesa bruscamente el fortísimo poder azteca, que había dominado sobre tantos pueblos; los ídolos caen, los cúes son derruídos, y los sacerdotes paganos, antes tan numerosos y temidos, se esconden y desaparecen, ya no son nada; cunde un pánico colectivo, lleno de perplejidad y de malos presagios. ¿Qué es esto? ¿Qué significa? ¿Que nos espera?…

Moctezuma, hundido en el silencio, sólo alcanza en ocasiones a balbucear: «¿Qué remedio, mis fuertes?… ¿Acaso hay algún monte donde subamos?… Dignos de compasión son el pobre viejo, la pobre vieja, y los niñitos que aún no razonan. ¿En dónde podrán ser puestos a salvo? Pero… no hay remedio… ¿Qué hacer?… ¿Nada resta? ¿Cómo hacer y en dónde?… Ya se nos dio el merecido… Como quiera que sea, y lo que quiera que sea… ya tendremos que verlo con asombro» (XII,13). Y «decía el pueblo bajo: ¡Sea lo que fuere!… ¡Mal haya!… ¡Ya vamos a morir, ya vamos a dejar de ser, ya vamos a ver con nuestros ojos nuestra muerte!» (XII,14).

El trabajo, en seguida, organiza a los indios y les distrae un tanto de sus terrores. En efecto, muy pronto están todos manos a la obra, arando y sembrando con sistemas nuevos de una sorprendente eficacia, forman inmensos rebaños de ganado, construyen caminos y puentes, casas e iglesias, almacenes y plazas. A esto se une también el efecto tranquilizador de los frailes misioneros, pobres y humildes, afables y solícitos. Pero el miedo no acaba de disiparse…

Es entonces, «diez años después de tomada la ciudad de México» con sangre, fuego y destrucción, cuando Dios dispone que un pobre macehual pueda contemplar una epifanía luminosa y florida de la Virgen Madre, que no trae, como en Lourdes o Fátima, un mensaje de penitencia, sino que en Guadalupe sólo viene a expresar la ternura de su amor maternal: «Yo soy para vosotros Madre, y como os llevo en mi regazo, no tenéis nada que temer. Hacedme un templo, donde yo pueda día a día manifestaros mi amor». Eso es Guadalupe: un bellísimo arco iris de paz después de una terrible tormenta.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

¿Por qué los primeros cristianos utilizaban el pez como símbolo?

“Los primeros cristianos, cuando querían representar simbólicamente a Jesús, nunca utilizaron el signo de la cruz. Para ellos, éste conservaba un significado siniestro y muy doloroso por el que no podía utilizarse para representar al Salvador del mundo. Sólo comenzó a usarse la cruz a partir del siglo IV cuando ya había perdido todo su significado como instrumento de tortura…”

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Vida santa de Juan Diego

Vida santa de Juan Diego. La Virgen comenzó a hacer milagros en el Tepeyac, y «toda la gente se admiró mucho y alabó a la inmaculada Señora del Cielo, Santa María de Guadalupe, que ya iba cumpliendo la palabra que dio a Juan Diego, de socorrer siempre y defender a estos naturales y a los que la invoquen.

«Según se dice, este pobre indio se quedó desde entonces en la bendita casa de la santa Señora del Cielo, y se daba a barrer el templo, su patio y su entrada…

«Estando ya en su santa casa la purísima y celestial Señora de Guadalupe, son incontables los milagros que ha hecho, para beneficiar a estos naturales y a los españoles y, en suma, a todas las gentes que la han invocado y seguido. A Juan Diego, por haberse entregado enteramente a su ama, la Señora del Cielo, le afligía mucho que estuvieran tan distantes su casa y su pueblo, para servirle diariamente y hacer el barrido; por lo cual suplicó al señor obispo, poder estar en cualquiera parte que fuera, junto a las paredes del templo y servirle. Accedió a su petición y le dio una casita junto al templo de la Señora del Cielo; porque le quería mucho el señor obispo».

«Inmediatamente se cambió y abandonó su pueblo: partió, dejando su casa y su tierra a su tío Juan Bernardino. A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba; comulgaba; ayunaba; hacía penitencia; se disciplinaba; se ceñía cilicio de malla; se escondía en la sombra, para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del Cielo».

«Era viudo [en 1529, a los 55 años]: dos años antes de que se le apareciera la Inmaculada, murió su mujer, que se llamaba María Lucía. Ambos vivieron castamente: su mujer murió virgen; él también vivió virgen; nunca conoció mujer. Porque oyeron cierta vez la predicación de fray Toribio de Motolinía, uno de los doce frailes de San Francisco que habían llegado poco antes, sobre que la castidad era muy grata a Dios y a su Santísima Madre19; que cuanto pedía y rogaba la señora del Cielo, todo se lo concedía; y que a los castos que a Ella se encomendaban, les conseguía cuanto era su deseo, su llanto y su tristeza».

«Viendo su tío Juan Bernardino que aquél servía muy bien a Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar ambos juntos; pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron; porque así había dispuesto la Señora del Cielo que él solo estuviera».

En 1544 hubo peste, y murió Juan Bernardino, a los ochenta y seis años, especialmente asistido por la Virgen. Fue enterrado en el templo del Tepeyac.

«Después de diez y seis años de servir allí Juan Diego a la Señora del Cielo, murió, en el año mil quinientos cuarenta y ocho, a la sazón que murió el señor Obispo [Zumárraga]. A su tiempo, le consoló mucho la Señora del cielo, quien le vio y le dijo que ya era hora de que fuese a conseguir y gozar en el Cielo cuanto le había prometido. También fue sepultado en el templo. Andaba en los setenta y cuatro años. La Purísima, con su precioso hijo, llevó su alma donde disfrutara de la Gloria Celestial».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Lo que sucedió después de la manifestación de la Virgen en el Tepeyac

«También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había ella sanado y que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la Siempre Virgen Santa María de Guadalupe.

«Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguar delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina en el Tepeyácac, donde la vio Juan Diego.

«El señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo. La sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen».

Descripción de la imagen. «La manta en que milagrosamente se apareció la imagen de la Señora del Cielo, era el abrigo de Juan Diego: ayate un poco tieso y bien tejido. Porque en este tiempo era de ayate la ropa y abrigo de todos los pobres indios; sólo los nobles, los principales y los valientes guerreros, se vestían y ataviaban con manta blanca de algodón. El ayate, ya se sabe, se hace de ichtli, que sale del maguey. Este precioso ayate en que se apareció la Siempre Virgen nuestra Reina es de dos piezas, pegadas y cosidas con hilo blando.

«Es tan alta la bendita imagen, que empezando en la planta del pie, hasta llegar a la coronilla, tiene seis jemes y uno de mujer.

«Su hermoso rostro es muy grave y noble, un poco moreno. Su precioso busto aparece humilde: están sus manos juntas sobre el pecho, hacia donde empieza la cintura. Es morado su cinto. Solamente su pie derecho descubre un poco la punta de su calzado color de ceniza. Su ropaje, en cuanto se ve por fuera, es de color rosado, que en las sombras parece bermejo; y está bordado con diferentes flores, todas en botón y de bordes dorados. Prendido de su cuello está un anillo dorado, con rayas negras al derredor de las orillas, y en medio una cruz.

«Además, de adentro asoma otro vestido blanco y blando, que ajusta bien en las muñecas y tiene deshilado el extremo. Su velo, por fuera, es azul celeste; sienta bien en su cabeza; para nada cubre su rostro; y cae hasta sus pies, ciñéndose un poco por en medio: tiene toda su franja dorada, que es algo ancha, y estrellas de oro por dondequiera, las cuales son cuarenta y seis. Su cabeza se inclina hacia la derecha; y encima sobre su velo, está una corona de oro, de figuras ahusadas hacia arriba y anchas abajo.

«A sus pies está la luna, cuyos cuernos ven hacia arriba. Se yergue exactamente en medio de ellos y de igual manera aparece en medio del sol, cuyos rayos la siguen y rodean por todas partes. Son cien los resplandores de oro, unos muy largos, otros pequeñitos y con figuras de llamas: doce circundan su rostro y cabeza; y son por todos cincuenta los que salen de cada lado. Al par de ellos, al final, una nube blanca rodea los bordes de su vestidura.

«Esta preciosa imagen, con todo lo demás, va corriendo sobre un ángel, que medianamente acaba en la cintura, en cuanto descubre; y nada de él aparece hacia sus pies, como que está metido en la nube. Acabándose los extremos del ropaje y del velo de la Señora del Cielo, que caen muy bien en sus pies, por ambos lados los coge con sus manos el ángel, cuya ropa es de color bermejo, a la que se adhiere un cuello dorado, y cuyas alas desplegadas son de plumas ricas, largas y verdes, y de otras diferentes. La van llevando las manos del ángel, que, al parecer, está muy contento de conducir así a la Reina del Cielo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Ecos del milagro de la Señora de Guadalupe

En la casa de Juan Bernardino, en Tulpetlac. «No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia para irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino; el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado. Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía.

«Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo; la que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor obispo, para que le edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por ella que le había enviado a México a ver al obispo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

El milagro del Tepeyac

«Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del cielo, se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que le creyera. La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo; allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.

«Al punto subió Juan Diego al cerrillo14; y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo: estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en su regazo.

«La cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo.

«Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ellas mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo, que fueras a cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido.

«Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México: ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores».

Tercera entrevista con el señor Obispo. «Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían informado sus compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían ido en sus seguimiento. Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él, para ver lo que traía y satisfacerse. Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poco, que eran flores; y al ver que todas eran diferentes rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran frescas, y tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas: no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.

«Fueron luego a decir al señor obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo, el señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que entrara a verle. Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje.

«Dijo: Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Después que fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo, miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío, que luego fui a cortar. Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. Helas aquí: recíbelas.

Casa del Obispo, de mañana. Aparición de la imagen. «Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra Guadalupe. Luego que la vio el señor obispo, él y todos lo que allí estaban, se arrodillaron: mucho la admiraron; se levantaron a verla; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento. El señor obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato.

«Cuando se puso en pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo, que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: ¡Ea!, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erijan su templo. Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo».


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Caridad de San Juan Diego

«Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave. Por la noche, le rogó su tío que de madrugara saliera y viniera a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría».


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Segunda entrevista de Juan Diego con el obispo

En misa, de mañana del día 10. «Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse de las cosas divinas y estar presente en la cuenta11, para ver en seguida al prelado. Casi a las diez, se aprestó, después de que se oyó Misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío».

Segunda entrevista con el señor Obispo. «Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verle: otra vez con mucha dificultad le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.

«El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser ella la Siempre Virgen, Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era muy necesaria alguna señal, para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del cielo que me envió acá. Viendo el obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada, le despidió».

Los espías del señor Obispo. «Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyácac, le perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ninguna le vieron.

«Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera: le dijeron que nomás le engañaba; que nomás forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera ni engañara».

En el Tepeyac, tarde

«Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Conoce a San Clemente Romano

“San Clemente Romano fue el tercer sucesor de San Pedro y obispo de Roma, tal como afirma San Ireneo de Lyon en su tratado Contra las herejías[1] y Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica[2], quienes también le identifican con el colaborador de San Pablo mencionado en el Nuevo Testamento (Filipenses.4,3). Se piensa que conoció personalmente a San Pedro y San Pablo. Eusebio fija su pontificado entre los años 92 al 101…”

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Juan Diego habla a la Virgen de su entrevista fallida con el obispo

«En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrillo, y acertó con la Señora del cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera. Al verla, se postró delante de ella y le dijo: Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui adonde me enviaste a cumplir tu mandato: aunque con dificultad entré adonde es el asiento del prelado, le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no lo tuvo por cierto; me dijo: Otra vez vendrás; te oiré más despacio; veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido.

«Comprendí perfectamente en la manera como me respondió, que piensa que es quizás invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado, le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean; porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda10, y tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mío.

«Le respondió la Santísima Virgen: Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía.

«Respondió Juan Diego: Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto. Luego se fue él a descansar en su casa».


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Primer encuentro entre Juan Diego y el obispo de México

Primera entrevista con el señor Obispo, de mañana. «Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle; y pasado un buen rato, vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo que entrara.

«Luego que entró, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después de oir toda su plática y su recado, pareció no darle crédito; y le respondió: Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio; lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido. El salió y se vino triste, porque de ninguna manera se realizó su mensaje».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Relato primigenio de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe, 1a parte

Sábado 9, diciembre 1531

En el Tepeyac, madrugada. «Diez años después de tomada la ciudad de México, se suspendió la guerra y hubo paz en los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según se dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales, aún todo pertenecía a Tlatilolco1.

«Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac, amanecía; y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepujaba al del coyoltótotl y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan.

«Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: ¿por ventura soy digno de lo que oigo? ¿quizás sueño? ¿me levanto de dormir? ¿dónde estoy? ¿acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿acaso ya en el cielo? Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, de donde procedía el precioso canto celestial; y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: Juanito, Juan Dieguito2. Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara. Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro. Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho.

«Ella le dijo: Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?3 El respondió: Señora y Niña mía4, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco5, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor. Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad; le dijo: Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la Siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive6; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo7, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo; le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo.

«Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo. Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a México».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

¿Quién era el indio Juan Diego?

El indio Cuauhtlatóhuac

En 1474, en la villa de Cuautitlán, señorío de origen chichimeca, próximo a la ciudad de México, nació el indio Cuauhtlatóhuac (el que habla como águila), el futuro Juan Diego. En ese año, más o menos, fue cuando el poder azteca de México dominó el territorio de los cuautitecas. Cuando tenía 13 años (1487) se produjo la solemnísima inauguración del gran teocali o templo mayor de Tenochtitlán, reinando Ahuitzol, en la que se sacrificaron unos 80.000 cautivos. En los años siguientes, las guerras de vasallaje del insaciable poder mexicano envolvieron también al señorío aliado de Cuautitlán, y es posible que Cuauhtlatóhuac tuviera que dejar sus labores campesinas para participar en las campañas bélicas.

Cuando tenía éste 29 años (1503), asciende al trono de Tenochtitlán otro joven de su edad, Moctezuma Xocoyotzin, y también en Cuautitlán comenzó a reinar Aztatzontzin. Estos cambios políticos, que implicaron redistribuciones de dominios, despojos y migraciones obligadas, afectaron también a los cuautitecas.

El cristiano Juan Diego

En el año 1524 o poco después, que fue cuando llegaron los doce apóstoles franciscanos, se bautizó Juan Diego, a los 50 años, con su mujer Malintzin, que recibió el nombre de María Lucía. En el Testamento de Juana Martín, de 1559, se lee: «He vivido en esta ciudad de Cuautitlán y su barrio de San José Milla, en donde se crió el mancebo don Juan Diego y se fue a casar después a Santa Cruz el Alto, cerca de San Pedro, con la joven doña Malintzin, la que pronto murió, quedándose solo Juan Diego». Y alude a continuación al milagro del Tepeyac, donde en 1531 se le apareció la Virgen.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

¿Por qué hay en la Iglesia tanta diferencia entre los tiempos primitivos y los nuestros?

Padre Nelson: Cuando leo las historias admirables de los mártires en el coliseo romano, o cuando leo de los milagros espectaculares del libro de los Hechos de los Apóstoles, me pregunto: ¿dónde están esas obras en nuestro tiempo? ¿No se supone que uno debería ver cosas maravillosas con más frecuencia? ¿O es que por el hecho de que ahora contamos con métodos muy precisos como son los de la ciencia moderna resulta que no había tantos milagros antes? – NF.

* * *

En tu pregunta mencionas dos situaciones distintas: la de los mártires y la de los milagros.

En cuanto a los mártires, no tengamos duda: en nuestro tiempo hay, numéricamente hablando, una “nube de testigos,” como dice la Carta a los Hebreos (12,1): simplemente recordemos los dolores, privaciones, torturas y muerte que ahora mismo han experimentado o están experimentando tantos cristianos en Siria, Irak, Yemen, Nigeria, Libia o Egipto. Los espantosos tormentos a que están siendo sometidos nuestros hermanos en la fe tienen la grandeza de un amor sublime pero también tienen toda la carga de crueldad de los tiempos antiguos.

En cuanto a los milagros, tengamos en cuenta dos cosas. Primera, que cada proceso de beatificación o de canonización de los que no han muerto mártires, tiene como requisito que haya sucedido un milagro comprobado. Y comprobado quiere decir lo que entendemos usualmente: comprobado científicamente. Lo que hay que preguntar no es si hoy suceden muchos milagros sino: ¿cómo es que tantas personas vivan prisioneras del materialismo o del cientificismo si la misma evidencia científica muestra que hay cosas inexplicables para la ciencia, es decir: milagros?

Lo segundo que hay que decir es que los milagros que más le interesan a Dios son las conversiones. Y una conversión, si lo pensamos bien, no es un prodigio pequeño: que una persona tenga todo dispuesto en su vida, en su corazón y en su mente para negar la obra divina o incluso su existencia, y después llegue a profesar con amor su fe, y dejarse matar por ella, ¿qué es eso, sino un milagro impresionante? Y de esos milagros suceden muchos, como pueden dar testimonio tantos que están evangelizando en todo el mundo.

Así que, abramos nuestros ojos, y con mayor gratitud y empeño, sigamos anunciando el Nombre de Jesucristo.