«Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4). Nacido de mujer: así es cómo vino Jesús. No apareció en el mundo como adulto, sino como nos ha dicho el Evangelio, fue «concebido» en el vientre (Lc 2,21): allí hizo suya nuestra humanidad, día tras día, mes tras mes. En el vientre de una mujer, Dios y la humanidad se unieron para no separarse nunca más. También ahora, en el cielo, Jesús vive en la carne que tomó en el vientre de su madre. En Dios está nuestra carne humana.
El primer día del año celebramos estos desposorios entre Dios y el hombre, inaugurados en el vientre de una mujer. En Dios estará para siempre nuestra humanidad y María será la Madre de Dios para siempre. Ella es mujer y madre, esto es lo esencial. De ella, mujer, surgió la salvación y, por lo tanto, no hay salvación sin la mujer. Allí Dios se unió con nosotros y, si queremos unirnos con Él, debemos ir por el mismo camino: a través de María, mujer y madre. Por ello, comenzamos el año bajo el signo de Nuestra Señora, la mujer que tejió la humanidad de Dios. Si queremos tejer con humanidad las tramas de nuestro tiempo, debemos partir de nuevo de la mujer.
Nacido de mujer. El renacer de la humanidad comenzó con la mujer. Las mujeres son fuente de vida. Sin embargo, son continuamente ofendidas, golpeadas, violadas, inducidas a prostituirse y a eliminar la vida que llevan en el vientre. Toda violencia infligida a la mujer es una profanación de Dios, nacido de una mujer. La salvación para la humanidad vino del cuerpo de una mujer: de cómo tratamos el cuerpo de la mujer comprendemos nuestro nivel de humanidad. Cuántas veces el cuerpo de la mujer se sacrifica en los altares profanos de la publicidad, del lucro, de la pornografía, explotado como un terreno para utilizar. Debe ser liberado del consumismo, debe ser respetado y honrado. Es la carne más noble del mundo, pues concibió y dio a luz al Amor que nos ha salvado. Hoy, la maternidad también es humillada, porque el único crecimiento que interesa es el económico. Hay madres que se arriesgan a emprender viajes penosos para tratar desesperadamente de dar un futuro mejor al fruto de sus entrañas, y que son consideradas como números que sobrexceden el cupo por personas que tienen el estómago lleno, pero de cosas, y el corazón vacío de amor.
Nacido de mujer. Según la narración bíblica, la mujer aparece en el ápice de la creación, como resumen de todo lo creado. De hecho, ella contiene en sí el fin de la creación misma: la generación y protección de la vida, la comunión con todo, el ocuparse de todo. Es lo que hace la Virgen en el Evangelio hoy. «María, por su parte ?dice el texto?, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (v. 19). Conservaba todo: la alegría por el nacimiento de Jesús y la tristeza por la hospitalidad negada en Belén; el amor de José y el asombro de los pastores; las promesas y las incertidumbres del futuro. Todo lo tomaba en serio y todo lo ponía en su lugar en su corazón, incluso la adversidad. Porque en su corazón arreglaba cada cosa con amor y confiaba todo a Dios.
En el Evangelio encontramos por segunda vez esta acción de María: al final de la vida oculta de Jesús se dice, en efecto, que «su madre conservaba todo esto en su corazón» (v. 51). Esta repetición nos hace comprender que conservar en el corazón no es un buen gesto que la Virgen hizo de vez en cuando, sino un hábito. Es propio de la mujer tomarse la vida en serio. La mujer manifiesta que el significado de la vida no es continuar produciendo cosas, sino tomar en serio las que ya están. Sólo quien mira con el corazón ven bien, porque saben «ver en profundidad» a la persona más allá de sus errores, al hermano más allá de sus fragilidades, la esperanza en medio de las dificultades, a Dios en todo.
Al comenzar este nuevo año, preguntémonos: «¿Sé mirar a las personas con el corazón? ¿Me importa la gente con la que vivo o la destruyo con los murmullos? Y, sobre todo, ¿tengo al Señor en el centro de mi corazón, u otros valores, otros intereses, mi promoción, la riqueza, el poder?». Sólo si la vida es importante para nosotros sabremos cómo cuidarla y superar la indiferencia que nos envuelve. Pidamos esta gracia: vivir el año con el deseo de tomar en serio a los demás, de cuidar a los demás. Y si queremos un mundo mejor, que sea una casa de paz y no un patio de batalla, que nos importe la dignidad de toda mujer. De una mujer nació el Príncipe de la paz. La mujer es donante y mediadora de paz y debe ser completamente involucrada en los procesos de toma de decisiones. Porque cuando las mujeres pueden transmitir sus dones, el mundo se encuentra más unido y más en paz. Por lo tanto, una conquista para la mujer es una conquista para toda la humanidad.
Nacido de mujer. Jesús, recién nacido, se reflejó en los ojos de una mujer, en el rostro de su madre. De ella recibió las primeras caricias, con ella intercambió las primeras sonrisas. Con ella inauguró la revolución de la ternura. La Iglesia, mirando al niño Jesús, está llamada a continuarla. De hecho, al igual que María, también ella es mujer y madre, y en la Virgen encuentra sus rasgos distintivos. La ve inmaculada, y se siente llamada a decir «no» al pecado y a la mundanidad. La ve fecunda y se siente llamada a anunciar al Señor, a generarlo en las vidas. La ve, madre, y se siente llamada a acoger a cada hombre como a un hijo.
Acercándose a María, la Iglesia se encuentra a sí misma, encuentra su centro y su unidad. En cambio, el enemigo de la naturaleza humana, el diablo, trata de dividirla, poniendo en primer plano las diferencias, las ideologías, los pensamientos partidistas y los bandos. Pero no podemos entender a la Iglesia si la miramos a partir de sus estructuras, a partir de los programas, de las tendencias, de las ideologías, de la funcionalidad: percibiremos algo de ella, pero no su corazón. Porque la Iglesia tiene el corazón de una madre. Y nosotros, hijos, invocamos hoy a la Madre de Dios, que nos reúne como pueblo creyente. Oh Madre, genera en nosotros la esperanza, tráenos la unidad. Mujer de la salvación, te confiamos este año, custódialo en tu corazón. Te aclamamos: ¡Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios!