[Predicación en el Congreso de Catequistas de la Arquidiócesis de Guayaquil, en Abril de 2013.]
* Hay que entender que el panorama social ha cambiado drásticamente en el último medio siglo, o cosa parecida: la sociedad, o la opinión pública, en todo caso, no son ya aliados en la formación de los valores cristianos, sino que a menudo hacen contrapeso a la propuesta de Cristo, aislando, ridiculizando, o declarando odioso lo que predica la Iglesia.
* Muchos predicadores y catequistas no han tomado plena conciencia de este cambio de paradigma. Creen entonces que la catequesis puede seguir siendo lo que era en circunstancias distintas, cuando bastaba con comunicar unos contenidos, sabiendo que la vida familiar y parroquial, y el tono moral de la sociedad en su conjunto, iban a ser aliados en la formación para la vida cristiana. Las cosas no son así en este momento, y a menudo los catequizados se encuentran ante un pluralismo que lo confunde todo con todo; o se ven reducidos en la práctica a condición de minorías, aunque los bautizados seamos, por ahora, mayoría.
* Algunas estrategias de cara al futuro:
(1) Conectar de manera más visible el kerigma con la catequesis.
(2) Ver la formación en la fe como un proceso que acompaña la vida y no como episodios pre-sacramentales.
(3) Descubrir que la formación no es sólo intelectual sino que ha de tocar emociones, recuerdos, proyectos, y debe conducir a la experiencia integral de Cristo en todo su realidad y su misterio.
(4) Necesitamos formarnos y formar nuestra gente para ser minoría, no por complejo o arrogancia, sino como semilla del Reino de Dios, al modo del Siervo de YHWH.
(5) No podemos perder la familia. No basta con tocar individuos: los procesos catequéticos han de ser fortalecidos y no derrumbados por la familia.
(6) No se puede desconectar la catequesis de la formación para el activismo, es decir: cómo hacer eficazmente presencia pública de nuestra fe.
(7) El fin propio de una verdadera catequesis es la santidad, y ello incluye el cultivo explícito de vocaciones al sacerdocio y la vida consagrada como señales eminentes de la santidad de la Iglesia.