Según Santo Tomás, la aspiración más propia y común de los seres humanos es la felicidad. Y aunque hay muchos engaños en esta tierra, es admirable que el genuino bien mayor, esto es, la felicidad que trae la plenitud humana, es también la plenitud de la obra del amor divino: aquello que llamamos santidad. Hay varios tipos de felicidad. La NATURAL, que tuvo su máxima expresión en el paraíso del Edén, corresponde a la satisfacción de aquellas necesidades o el acceso a aquellos placeres que son propios de nuestra naturaleza humana, considerada en su integralidad y jerarquía. Fácilmente los bienes de esta felicidad conducen a la FALSA felicidad, que consiste en reemplazar los bienes mayores, según razón, por bienes menores pero más sensibles o inmediatos. Es este el espacio en que el demonio utiliza su estrategia “D & D,” o sea: llevarnos distraídos por la vida para atraparnos en la desesperación con la muerte. Por eso la grandeza de la felicidad PARADÓJICA, la de la Cruz: la que nadie nos puede quitar y que está a salvo de los engaños del enemigo. Es ella ciertamente el camino cierto a la felicidad ETERNA.
Fecundidad: llamados a dar mucho fruto
Nuestra FECUNDIDAD es deseo expresamente manifiesto de Jesucristo, allí donde dice que nos ha destinado para que demos fruto abundante (Juan 15). Y es que es propio de Dios la abundancia y la diversidad, en cuanto en ella se manifiesta una armonía y belleza que está en todo pero lo trasciende todo. Es lo mismo que Él quiere de su creación: “creced y multiplicaos” (Génesis 2). Según aquellas obras que se atribuyen de modo más frecuente a cada una de las Divinas Personas, uno ve la múltiple fecundidad que Dios quiere para su Iglesia. A Dios Padre se atribuye la creación, que nos habla de la fecundidad en términos de hijos. A Dios Hijo se atribuye sobre todo la redención, que nos habla de la fecundidad que se da en cada conversión, que es vida nueva. A Dios Espíritu se atribuye sobre todo la santificación, que nos habla de la fecundidad que se da en cada santo y cada santa: vida plena, vida eterna. No es extraño que el demonio quiera destruye estos modos de fecundidad pero tampoco es extraño que quien está en Dios vence a toda estrategia del enemigo malo.
Ejercicio de las virtudes teologales en la construcción de la fraternidad
La fraternidad propia de la vida comunitaria no brota espontáneamente. No es artificial pero debe ser construida sobre una base que va más allá de lo puramente humano. Es ahí donde uno comprende que son indispensables las virtudes teologales. La FE no consiste en imaginar, o en no ver lo que estamos viendo, en cuanto a los defectos de los demás. Lo más importante de la fe es que aprende a reconocer el paso de Dios en la vida del hermano. Todos somos historias a medio escribir. En la medida en que reconocernos lo que Dios ha hecho y está haciendo en la persona, no negamos lo que es pero descubrimos su ser como abierto a un futuro donde el Señor puede ser y quiere ser protagonista desde su amor y su gracia. La ESPERANZA no puede limitarse a los cálculos a partir de lo que ven nuestros ojos. Esperamos solamente a partir del dato básico de que cada corazón está en manos de un Dios, que es bien capaz de dar sorpresas. Por eso mismo, la CARIDAD fraterna no es asunto de compatibilidad ni mucho menos de simple simpatía: es la resolución de ayudar a construir en la dirección del plan de amor de Dios para nuestros hermanos.
La fraternidad brota de las verdaderas virtudes
La dificultad para la convivencia humana suele estar en que todos estamos más dispuestos a recibir que a dar. Cambiar esta actitud y estar dispuestos a aportar lo nuestro es siempre asumir el camino de la virtud. Necesitamos virtudes humanas, virtudes domésticas y virtudes teologales. No se excluyen ni se oponen sino que se complementan estos tipos de virtudes. En cuanto a las virtudes humanas, es importante dar su lugar a las llamadas “cardinales” porque precisamente son los ejes en torno de los cuales giran las demás. La PRUDENCIA como virtud cardinal nos exhorta a pensar, hablar y obrar del modo mejor. La necedad cansa, causa conflictos y estropea resultados. Pero la prudencia no significa pasividad, negociación por conveniencia, cobardía o deseo de complacer a toda costa. La prudencia, en cambio, nos hace capaces de observar mejor lo que viven otros alrededor nuestro, y también reconocer cuál es el impacto positivo o negativo de nuestras acciones o silencios. La prudencia nos pone en la ruta de cuál es el bien mayor, más allá de nuestros bienes inmediatos y egoístas. La prudencia, en fin, nos hace discípulos perpetuos de la verdad que siempre conserva capacidad de sorprendernos. La JUSTICIA hay que entenderla desde dos puntos fundamentales: que ante todo hay que ser justos con Dios, dándole su lugar, y que ser justos con el prójimo implica lo que leemos en Hechos de los Apóstoles: dar a cada uno según su necesidad. Surge así de todos una unidad y una armonía que son el cimiento sólido de la fraternidad verdadera.
Lugar de la fortaleza y la templanza en el camino de construcción de la fraternidad
La virtud de la FORTALEZA nos llama a emprender el camino, muchas veces arduo, de construir comunidad. En efecto, no es este un camino que se dé espontáneamente y como por sí mismo, ni tampoco le faltan los obstáculos. Necesitaremos de esta virtud para mantener el saludable equilibrio emocional, así como para resistir a las presiones del miedo o de la manipulación, incluso por parte de la propia familia. La TEMPLANZA regula nuestros apetitos y deseos tanto en los alimentos como en la afectividad y la sexualidad. La práctica de esta virtud nos lleva por un camino de discreta penitencia y abnegación que no da paso fácilmente al orgullo y que nos educa para llegar a virtudes más altas. Además, la templanza tiene que ver con salir de nuestra comodidad y carnalidad, es decir, aquella zona de confort en la que estamos a gustó pero no avanzamos.
Claves de fidelidad
La FIDELIDAD está enraizada, por etimología y por realidad, en la FIDES, en la fe. En efecto, los dos grandes atributos de Dios en el Antiguo Testamento son: que es fiel y misericordioso. Dios es el que permanece, el estable, el que es de fiar. El hombre, en cambio, es variable, según el ritmo de sus conveniencias, intereses o miedos. Y solo cuando el hombre descubre su fragilidad y se vuelve hacia el que es fuerte puede llegar a ser fiel. Por eso decimos que la armadura de la fidelidad es el humilde conocimiento de sí mismo porque Cristo mismo nos ha advertido que para el hombre es imposible salvarse, a la vez que afirma que Dios “todo lo puede.” Ahora bien, la fidelidad requiere también del fuego interior para no quedarse sin alma y reducirse así a mero cumplimiento exterior. Esa alma es el amor. La fidelidad exquisita y perfecta va siempre de la mano del don del Espíritu Santo llamado “temor de Dios” porque la genuina fidelidad sencillamente no quiere ofender, y en todo quiere agradar, como una esposa enamorada.
Espíritu Santo, Fuego de Dios
Cinco verbos nos ayudan a descubrir la obra del Espíritu en nosotros. ILUMINAR para que conozcamos quién es Dios y quiénes somos nosotros. Saber de Él sin conocer uno su necesidad, lleva a arrogancia. Saber de las propias necesidades y miserias sin reconocer presente su misericordia lleva a desesperación. El verbo PURIFICAR nos recuerda que no somos nuestro pecado. La escoria no estaba en el plan de Dios y, si estuvo en el pasado, no debe tener derecho sobre nuestro futuro. TRANSFORMAR es lo propio del Espíritu que hace de nosotros creaturas nuevas. El Espíritu también logra ENCENDER su fuego en nosotros, de modo que no dependamos de su la gente nos acoge, nos agradece o nos toma en cuenta. Solo entonces el verbo HACER BRILLAR se cumplirá en nosotros, de modo que contagiemos a muchos más en seguimiento del Evangelio de Cristo.
Camino del Fuego de Dios
El Espíritu Santo, Don de Dios, no puede ser recibido de otra manera si no es como regalo. Por eso nuestra actitud ha de ser la de aquellos que reconocen su pobreza radical, como creaturas y como pecadores. Desde la conciencia de tal necesidad oraremos junto a los Pobres de Yahvéh, y a ejemplo de María seremos morada de Dios por el Espíritu.
¿Cómo es al fin el tema del perdón en el Padrenuestro?
Las dos palabras claves en cuanto al perdón, en el Padrenuestro, son: “soltar” (que se suele traducir por “perdonar”) y “deudas/obstáculos” (que se suele traducir hoy por “ofensas”). El sentido general parece ser el de quitar todo obstáculo que debe o aplace la obra de Dios, es decir, su reinado y su voluntad. En ese sentido, le pedimos a Dios que deshaga todo nudo, y derribe toda barrera que nosotros hemos creado por nuestros pecados. Con respecto al prójimo, lo que ofrecemos es el primer acto del perdón, es decir, el “soltar,” el no obsesionarse por una victoria a base de venganza, el entregar todo al Señor, y así dejarlo obrar en nuestras historias malheridas.
Sobre la voluntad de Dios y la voluntad humana
En el Padrenuestro pedimos a Dios que haga su voluntad. ¿Significa ello la anulación de nuestro ser y querer? Así han querido entenderlo los enemigos de la fe, que ven la relación entre Dos y el hombre a la manera de un balancín, de modo que afirmar a Dios sería negar al hombre, y lo contrario. La realidad son embargo es mucho más compleja porque es compleja la voluntad del hombre. Cumplir el querer divino puede ser contradicción y mortificación en un cierto plano superficial pero es a la vez afirmación y gozo en otro sentido más profundo y permanente.
Venga a nosotros tu Reino
La versión humanista del Reino de Dios, que es bastante frecuente hoy así no se le dé ese nombre, quiere traducir el Reino en términos de “valores” que luego se vuelven “proyectos” y que finalmente quedan en manos de la astucia de expertos y técnicos, y en manejos económicos y políticos. El sentido bíblico es diferente: en realidad se trata de que Dios reúne, y Él reina ante todo en el Corazón de Jesucristo y en los corazones de aquellos que, acogiendo su Palabra, creen en Él y viven en comunión con Él. Sin embargo, no es una realidad puramente interior sino que destella en obras de caridad y santidad.
Por qué es importante decir Padre nuestro del Cielo, o también: que estás en el Cielo
En el auge de la Teología de la Liberación no faltaron los que pensaban que hablar del “cielo” era una especie de “espiritualización” que nos alejaba de los problemas y dolores concretos de la vida presente. Surgieron por ello versiones del Padrenuestro que hablaban del Dios que está en los pobres, o “en los que aman la verdad.” Aunque hubiera algo correcto en ese intento, lo cierto es que quienes tales cambios proponían parecen haberse equivocado de religión. Para la mitología griega, por ejemplo, el Olimpo sí que era un lugar exclusivo, propio para unos dioses lejanos, egoístas y temperamentales. Dioses a los que había que arrebatarles con astucia sus dones, como hizo Prometeo con el fuego, que por ello fue horriblemente castigado. Hablar de un dios en el Olimpo era hablar de un dios distante con el que a lo sumo era posible negociar, sobre todo para evitar daños y problemas. El Dios de la Biblia es distinto. No es egoísta sino generoso. No esconde los dones sino que los envía. No se protege sino que nos defiende. No se aparta sino que envía a su propio Hijo. El Dios de la Biblia es poderoso sin envidia, y su Cielo es la expresión de una soberanía que no dejará impune la maldad y los abusos de los poderes de esta tierra. Negar el Cielo de Dios es negar la esperanza última de justicia para toda la Humanidad.
Cristo, y su manera de ser Hijo
Toda la vida del Señor estuvo marcada y sellada por su relación con Dios Padre: En la Anunciación: Lucas 1,35 * En la huida a Egipto: Mateo 1 * Cuando niño, en el templo de Jerusalén: Mateo 2 * En el Bautismo: Lucas 3 * En la Transfiguración: Lucas 9 * En toda su vida: la voluntad del Padre es su “alimento”: Juan 4 * Le acusan de igualarse con Dios por llamarlo su Padre: Juan 10 * Cristo hace las mismas obras de su Padre: Juan 10 * Y de hecho, bello a Él es ver al Padre: Juan 14 * A las puertas de la Pasión, sabe que está con el Padre, que nunca lo abandona: Marcos 14 * En la Pasión misma, hasta encomendar su ser al Padre: Lucas 23.
Se puede aprender de los grandes testigos de la fe
Hay razones ciertamente para llamar a ABRAHAM nuestro padre en la fe. Ante todo, por su caminar, guiado por la unión con Dios, que le permite escucharlo. Pero además, por el sacrificio de Isaac. Aunque fuera imperfecta su percepción del querer divino, Dios tomó la generosidad de Abraham y afianzó con él una verdadera alianza. Lo cual nos obliga a preguntarnos qué estamos dispuestos a perder o a entregar por nuestra fe. Por su parte, MOISÉS nos recuerda que el don de la fe nos capacita para quitarle sus máscaras al pecado, y a ser fieles tanto frente a los atractivos del mal como frente a las dificultades para abrazar la verdad y el bien. El texto de Hebreos 11 termina haciendo elogio de la fuerza que da la fe, ya sea para la victoria externa y visible, o para la otra victoria, menos evidente: el martirio.
Contagiados del don inmenso de la fe
Reflexionamos sobre algunos de los personajes mencionados en el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos. De ABEL aprendemos que no puede uno ser justo, o sea, ajustarse al querer divino, si no es a través de la fe. De HENOC aprendemos que la fe no quiere solo mejorar el mundo sino también trascenderlo. De NOÉ aprendemos que la fe nos da una mirada y una escucha más profunda sobre lo que está sucediendo en el mundo y cuáles planes tiene el Señor al respecto. Por su parte, la historia de ABRAHAM nos enseña que las fuerzas humanas llegan hasta un cierto punto, así como Teraj, padre de Abraham según la carne, llegó hasta Jarán, pero el trayecto completo solo puede hacerlo quien va y ve más allá de la carne y la sangre. En definitiva, lo importante no es tener absoluta claridad sobre adónde vas o por donde te irás, sino de dónde te ha sacado el Señor (para apreciar su misericordia y para no devolverse allí), y tener muy claro con quién vas.
La fe es la puerta y el cimiento de toda vida espiritual
La fe no empieza en el hombre, sea como expresión de sus vacíos, deseos o fantasías. Es en cambio RESPUESTA a la propuesta de amor que Dios le ofrece por muchos medios, particularmente en el esplendor de la creación y en la predicación de la Iglesia. Pero dar esa respuesta es un DON, que viene del mismo Dios, y por eso no puede ser demostrada a base de puras razones. El don divino nos permite afirmar unas cosas y negar otras, y por ello decimos que la fe también es CONOCIMIENTO. No se queda sin embargo en afirmación intelectual sino que contiene un dinamismo de CONFIANZA y de obediencia al Señor que así nos ha amado.