ESCUCHA, A los 50 años del Concilio Vaticano II, Parte 2 de 2

[Reflexiones en el Primer Congreso de Vida Consagrada de la Diócesis de Zipaquirá, en Agosto de 2013.]

Tema 2 de 2: Claves de interpretación del post-concilio

* No sólo las declaraciones oficiales de la Iglesia no fueron su única respuesta ante la muralla de desconfianza, insultos e incluso persecuciones. Hay que destacar el papel discreto pero enormemente eficaz de varias mujeres: Santa Teresa del Niño Jesús, y su humilde sabiduría; Santa Edith Stein, y la seriedad apasionada de su búsqueda de la verdad; Santa Faustina Kowalska, y el portentoso mensaje de la misericordia.

* Conviene recordar también, entre los varones santos al Padre Pío, y su sentido de la primacía de Dios; y a San Maximiliano Maria Kolbe, y su mensaje de la actualidad perenne del amor al prójimo.

* En Juan XXIII podemos decir que se dan cita tanto la claridad doctrinal de los Papas ya antes citados, y la sencilla y confiable caridad de estas santas y santos de los cien años anteriores a su pontificado. Sus declaraciones llevan el doble sello de una firmeza profunda en los principios y la doctrina, y una mano extendida con amor fraterno, en el deseo de llegar a todos.

* Dado que la actitud sabia y caritativa del “Papa Bueno” ha sido malinterpretada de tantas formas, conviene hacer claridad por lo menos en cuatro términos de los que se ha abusado en el post-concilio.

(1) Diálogo. Se suele entender hoy como una especie de construcción comunitaria de la verdad. Tal acepción no tiene que ver con la certeza que tiene Juan XXIII de que la Iglesia es “Madre y Maestra.” Una metáfora útil es la siguiente. Para evangelizar en Kazakistán tendré que aprender kazakistano pero ese aprendizaje no cambia el mensaje que yo quiero ofrecer sino que al dialogar para aprenderlo, aprendo cómo expresar el Evangelio apropiadamente.

(2) Ecumenismo. Algunos lo entienden como “ecumenismo de mínimos,” es decir, como un mencionar únicamente aquello que compartimos y posponer indefinidamente o sencillamente omitir lo que por ejemplo es más propio nuestro, como la fe en la presencia de Cristo en la Eucaristía. La mano que Juan XXIII y el Concilio tienden a los “hermanos separados” es fruto del deseo de que ellos no se pierdan de lo que nosotros tenemos. La propuesta es un “ecumenismo de máximos.”

(3) Negociación. dada la ruptura entre Iglesia y Mundo, o entre las confesiones cristianas, es fácil volverse al lenguaje que propone el mundo: negociar. Ello implica, sin embargo, renunciar a la verdad para pasarse al juego de los intereses, las presiones, las mayorías, las intrigas, los “lobbies” y todo aquello que empobrece el nombre de la democracia y está ausente de la Biblia. El verbo negociar, en cuanto a la fe y la moral, es ajeno al pensamiento del Papa Bueno y no tiene un solo texto a su favor en los documentos del Vaticano II.

(4) Misericordia. Se quiere presentar a veces esta virtud, que de suyo es propia de Dios, como una excusa para dar carta de ciudadanía a diversos pecados y conductas pecaminosas. Según ello, sería “misericordia” permitir que un divorciado vuelto a casar comulgue; sería misericordia y “comprensión del Evangelio” que se aprobaran las relaciones homosexuales; sería más propio del Evangelio no insistir en lo doctrinal sino “sencillamente amar.” Tal lenguaje desconoce que, si bien la misericordia nos acoge como somos, no es para dejarnos así sino para llevarnos, a través de la conversión y el cultivo de la virtud, hacia una plenitud libre de pecado y sombra de pecado.

ESCUCHA, A los 50 años del Concilio Vaticano II, Parte 1 de 2

[Reflexiones en el Primer Congreso de Vida Consagrada de la Diócesis de Zipaquirá, en Agosto de 2013.]

Tema 1 de 2: Contexto histórico amplio

* Es importante ubicar la convocatoria y la celebración del Vaticano II en un contexto histórico amplio, porque es el que nos ayuda a entender la intención de Juan XXIII y el verdadero propósito de los documentos que produjo tan importante asamblea.

* Las dos palabras más importantes son Iglesia y Mundo. Se da una ruptura dolorosa que afecta el ser y la misión de los cristianos. Pero, ¿qué raíces tiene ese rompimiento?

* En la llamada “Edad Media” el énfasis de la predicación de la Iglesia es claro: la vida eterna y la santidad. Las realidades temporales aparecen únicamente como contingentes y fugaces.

* A partir de la consolidación del fenómeno urbano, con lo que implica de comercio, bienestar y cultivo del arte, brota un deseo muy grande de conectar con la época clásica del mundo griego y romano. Los líderes de esa avanzada le dieron un nombre a su propio tiempo: “renacimiento;” consideraban que con ellos “renacía” la cultura clásica y que lo que había estado entre la caída del Imperio Romano y esa época nueva de ellos era un largo y más bien oscuro intermedio; por eso le llamaron: Edad “Media.”

* El impulso renacentista lleva a una valoración intensa de lo natural y de lo humano. Casi que de repente, el “aquí” y el “ahora” ganan importancia y relieve, a menudo en detrimento de las preocupaciones por el “más allá” y la eternidad. El “humanismo,” entendido a la manera de un Erasmo de Roterdam, se convierte en la tendencia dominante en el pensamiento y en la cultura. El ideal de la santidad, sobre todo de la santidad monástica, queda desacreditado por vetusto, miope, incoherente, falto de lustre y atractivo.

* El avance en las artes, sobre todo la pintura y al escultura, cada vez es más valorado por sí mismo, y no simplemente como instrumento para una expresión catequética o litúrgica. Los comerciantes serán los grandes patrocinadores (mecenas) de este surgir artístico, convertido en señal de prestigio y de capacidad de influencia en la sociedad.

* La Iglesia es ambigua frente a estos hechos, y los Papas de corte más renacentista y con mayor inclinación a las artes suelen ser recordados por su poco talante pastoral. Julio II es un ejemplo claro de ello.

* La mirada hacia “lo natural” no es sólo artística. A partir de los avances de Copérnico, Galileo y Newton la naturaleza se revela apasionante; escrita con caracteres que quieren ser descifrados, y que, al parecer, pueden ser descifrados a través de la matemática. Pronto se afianza la idea de que el mundo, la historia y el cosmos deben ser estudiados con las herramientas de ese nuevo conocimiento, que es el que aporta la razón. Tales son las raíces de la Ilustración.

* Una nueva clase social lucha por abrirse paso: la de los “intelectuales.” Su obra principal y programática será la Enciclopedia, señal de una aspiración de abordar el mundo y la vida con ojos de investigación, hipótesis, matemáticas, análisis y síntesis. La Biblia es puesta a comparecer ante esos ojos críticos de la nueva ciencia y por supuesto, puesta en ese contexto, se la ve como insuficiente, arbitraria, y sobre todo, como instrumento de dominación de un grupo en la sociedad: el clero.

* Contra el clero y su capacidad de influir en la sociedad enfilan sus baterías aquellos “ilustrados,” entre los que destaca Voltaire, con su lema blasfemo e incendiario: “¡Destruid a la Infame!” [la Iglesia]. La entronización de la “diosa” razón es a la vez el grito de guerra contra la fe en una revelación y en una Iglesia.

* Durante breve tiempo creen aquellos “ilustrados” que se puede afirmar un “dios,” figura lejana, abstracta, cuyo único papel sería servir de fundamento último a la realidad que la ciencia escruta con autonomía y libertad. Pronto ese “dios” inútil es desechado por hombres arrogantes aunque muy brillantes intelectualmente, como Laplace. Pasamos así a una fase de ateísmo racionalista y excluyente, que ya no sólo niega a Dios sino que desea desterrar cualquier vestigio suyo en la sociedad.

* Es comprensible entonces que las primeras reacciones de la Iglesia, en el corazón del siglo XIX, sean fuertes y que tengan el tono de quien da una voz de alarma o hace sonar la trompeta. El “Syllabus” de Pío IX, publicado en Diciembre de 1864, corresponde a ese momento. El tono defensivo de los documentos del Concilio Vaticano I (1870) quiere dar una respuesta más articulada y no sólo enunciativa. El anhelo de restaurar los estudios escolásticos bajo la guía de Santo Tomás de Aquino, con la encíclica “Aeterni Patris” de León XIII (1879), y su interés por la “cuestión social,” con la encíclica “Rerum Novarum” de 1881, reflejan ese mismo interés. La culminación de estos documentos defensivos está, sin duda, en al encíclica “Pascendi” del papa San Pío X, que condensa con el nombre de “herejía modernista” décadas de rupturas, ataques y malos entendidos que ya no sólo vienen “de fuera” sino que se han instalado adentro mismo de la Iglesia, en sacerdotes, facultades de teología y seminarios.

* Así las cosas, puede afirmarse que a principios del siglo XX una larga serie de “ismos” se levanta contra la Iglesia y bloquea una verdadera posibilidad de transmisión de su mensaje: comunismo, modernismo, cientificismo, positivismo… La sensación es dura porque poco a poco la Iglesia va quedando recluida en la irrelevancia y el prejuicio, y al parecer su principal manera de responder ha sido sólo señalar errores y lanzar anatemas. Por justificado que ello pueda ser, es evidente, por lo menos en el corazón de Juan XXIII, que debe buscarse un camino diferente.

* En la mente y los escritos de Juan XXIII son claras dos cosas, al convocar al Concilio Vaticano II: (1) No se trata de estudiar o definir nuevas cuestiones doctrinales: el Papa siente que la enseñanza de la fe está y debe ser clara. (2) Pero sí hay que buscar cómo puede transmitirse mejor esa fe dada la historia de desencuentros entre la Iglesia y el Mundo. Por ello, él mismo define el Concilio como “pastoral.”