Al principio, la Cruz de Cristo parece ajena; parece la historia del fracaso de un hombre lejano en el tiempo y la distancia.
Luego sorprende el modo peculiar de su muerte: no tanto lo que le hicieron sino cómo reaccionó él.
Pero uno se cree bueno porque no hace cosas malas. La vida de Cristo muestra que sólo se es bueno cuando se hace el bien, y hacer el bien no es simplemente intercambiar unas cosas por otras, como cuando uno ama al que lo ama. Ser bueno es ser como el Padre del Cielo: es no necesitar excusas ni pagos para hacer el bien.
Entonces uno descubre que en realidad no es bueno, y también descubre que la suma del egoísmo y engaño de cada uno engendra una atmósfera de muerte que todos respiramos.
Con un paso más uno llega a sentir verdadero disgusto del propio corazón, y entonces tiene dos alternativas: la desesperación o la conversión. La conversión es un retorno al misterio de la Cruz, desde la contemplación de la verdad del pecado, de la verdad más pura de lo que es ser “humano” y desde la compasión de Dios. Y entonces la vida cambia, porque uno ha nacido de la Cruz.