El anonimato
El terrorismo puede esconderse para actuar porque se apoya en la ambigüedad de una palabra muy típica de nuestra sociedad occidental. Hablo del anonimato.
Ser anónimo es ambiguo porque trae tanto ventajas como desventajas. Estas últimas suelen nombrarse primero: la soledad emocional, la sensación de falta de rumbo, la angustia existencial, por ejemplo. Pero hay ventajas también: ser solo es no tener que rendir cuentas. En el marco amplísimo de unos códigos civiles o de comportamiento como los de Europa cada quien es libre de obrar como le place, a su aire, a su apetito. Y esa idea sí que seduce por aquí, bajo el hechizo de un verbo reciente: reinventarse. El sueño sartriano de una existencia sin esencia, de una identidad peregrina de su propio impulso, de una vida sin más derrotero que su querer, eso, exactamente eso lo posibilita el anonimato. Cada uno se convierte en el dueño de su identidad, hasta límites inimaginables.


Desde la época del viaje que hice a Estados Unidos en enero he venido oyendo insistentemente en las noticias sobre el jucio contra Martha Stewart. Como persona absolutamente ajena no sólo al caso sino a la cultura y al idioma simplemente me preguntaba qué sería lo que había hecho esa señora. Un espontáneo sentimiento de solidaridad hacia ella, por su condición de mujer y por verla como tan expuesta, era quizá mi única reacción.
He comentado en otras ocasiones que dos cosas me impactaron de Santo Domingo de Guzmán, fundador de nuestra Orden, que en honor suyo llamamos dominicana. Me refiero a su amor por la Virgen María, y a su capacidad de transformar las vidas con palabras.