Provincial bondadoso y caminante
De 1578 a 1586 fue el padre Anchieta provincial de los jesuitas. A veces, como cuando visitó Pernambuco en 1584, tenía que trasladarse en barco, pero normalmente visitaba su provincia de la Compañía a pie y descalzo, como era su costumbre, aprovechando cuando podía para entrar a los indios. Con sus hermanos jesuitas cumplió su función de superior con suma caridad y delicadeza, atento siempre al bien espiritual de cada uno.
En una ocasión, estando de rector en San Vicente, supo que en otra casa el superior había ordenado a un Hermano que se recogiese en su aposento y no saliera de él sin licencia suya. Allí se fue Anchieta, caminando descalzo y ligero unos setenta kilómetros, y después de reconciliar al superior enojado con el Hermano, regresó a su casa en el mismo día, sin aceptar quedarse unos días de descanso. En estos desplazamientos, tan increíblemente rápidos, veían los contemporáneos, no sin razón, algo de milagroso.
En otra ocasión, un Hermano que vivía aislado al cuidado de una granja de la Compañía, en un lugar al que solo por mar se podía llegar, estaba pasando días de una gran depresión, quizá por la duración de su soledad. Un día, estando en el campo, vio que el padre Anchieta venía hacia él: «Por vos sólo he venido aquí». Quedó el Hermano consolado con cuanto el padre le dijo, pero también asombrado, ya que no vio en la ribera ninguna embarcación que hubiera podido acercar a su superior.
Sabían los jesuitas que nada, ni siquiera sus cosas más íntimas, escapaba al conocimiento del provincial Anchieta, pues, como Jesús, él «los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues conocía al hombre por dentro» (Jn 2,25). Aceptaban, pues, de buen grado sus correcciones, y no sólo porque siempre tenían fundamento real, sino también por la caridad con que las hacía. El mismo Anchieta dió una vez una norma, que sin duda él cumplía siempre: «Ninguna culpa ha de saber el Superior de sus súbditos, que primero que llegue avisar al culpado no la haya llorado dos o tres veces delante de la divina misericordia, que esto es cuidar de las ovejas encomendadas por Cristo al cuidado del Superior» (Nieremberg 569).
En otra ocasión, supo el provincial Anchieta que en un colegio un Superior segundo había tratado con aspereza a un religioso súbdito suyo. Y el áspero Superior se justificó ante el provincial diciendo: «El Superior que me encomendó este oficio, me encargó con él que no dejase pasar ninguna ocasión en que pudiese ejercitar la paciencia a cualquiera de los súbditos». Tan pintoresca norma fue rechazada por el padre Anchieta, que le dijo: «Pues yo, en el nombre de Dios, ordeno a V. R. que desnude ese afecto y se vista de otro de mansedumbre y blandura, y en cuanto pudiere procure no dar a nadie ocasión de enojo, sino a todos se muestre afable y benévolo». Era ésta su propia norma de conducta. Por eso, aunque era muy riguroso como Superior en el mantenimiento de la disciplina, los religiosos le tenían mucha confianza y cariño, tanto que «se confesaban con él con más gusto que con los confesores señalados y ordinarios, cosa sin duda bien extraordinaria» (569).
Entre las obras que el beato Anchieta realizó como provincial, cabe destacar el hecho muy notable de que, un siglo antes de que Santa Margarita María de Alacoque tuviera sus cuatro grandes revelaciones (1673-1675), él consagró una iglesia al Sagrado Corazón de Jesús en Guarapary, en la diócesis de Espíritu Santo, al nordeste de Río, en la costa.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.