Recogimiento inicial
En este mundo potosino, extremadamente cruel, como todo mundo centrado en el culto al Dinero, ¿qué podía hacer el padre Bernedo, si quería conseguir que Cristo Redentor, el único que puede librar del culto a la Riqueza, fuera para los indios alguien inteligible y amable? Comenzó por donde iniciaron y continuaron su labor todos los santos apóstoles: por la oración y la penitencia.
En aquellos años el convento dominico de Potosí tenía unos doce religiosos, y el recién llegado fray Vicente, antes de intentar entre los indios el milagro de la evangelización, quiso recogerse un tiempo con el Señor, como hizo San Pablo en Arabia (Gál 1,17). Durante dos años, según refiere la Relación anónima, «tuvo por celda la torre de las campanas, que es un páramo donde si no es por milagro no sabemos cómo pudo vivir». De allí, según Meléndez, hubieron los superiores de pasarle a un lugar menos miserable, a una celda «muy humilde, en un patiecillo muy desacomodado».
Y allí se estuvo, en una vida semieremítica, pues «amaba la soledad, de tal suerte que lo más del día se estaba en su celda encerrado haciendo oración, y si no era muy conocido el que llamaba a su celda no le abría». Un testigo afirmó que «todos los días se confesaba y decía misa con grandísima devoción». También «la devoción que tuvo con nuestra Señora y su santo rosario fue muy grande, el cual rezaba cada día y le traía al cuello». Igual que en San Luis Bertrán, hallamos en el Venerable Bernedo el binomio oración y penitencia como la clave continua de la acción apostólica fecunda.
Fray Vicente, concretamente, no comía apenas, por lo que fue dispensado de asistir al refectorio común. «Su comida -dice el autor de la Relación- fue siempre al poner el sol un poco de pan, y tan poco… que apenas pudo ser sustento de la naturaleza. En las fiestas principales el mayor regalo que hacía a su cuerpo era darle unas sopas hechas del caldo de la olla antes que hubiese incorporado a sí la grosedad de la carne… Certifican los que le llevaba el pan que al cabo de la semana volvían a sacar todo, o casi todo el que habían llevado, de donde se echa de ver lo poco que comía, y lo mismo afirman los que en sus casas le tuvieron en los valles», cuando comenzó a misionar, donde «los de aquella tierra no le conocieron más cama que el suelo».
Fue siempre extremadamente penitente, como se vió -sigue diciendo el Relator- «por los instrumentos de penitencia que nos dejó: dos cilicios uno de cerdas que siempre tuvo a raíz de las carnes, y un coleto [chaleco] de cardas de alambre que el Prelado le quitó en la última enfermedad de la raíz de las carnes, cuatro disciplinas cualquiera de ellas extraordinarias con que todas o las más noches se azotaba. La una más particular es una cadena de hierro de tres ramales, limados los eslabones para que pudiesen herir agudamente; unos hierros con que ceñía su cuerpo que le quitaron de él por reliquias los seculares que en su última enfermedad le visitaron». Y es que «siempre se tuvo por gran pecador», y con razón pensaba que no podría dar fruto en el apostolado si no mataba del todo en sí mismo al hombre viejo, dejando así que en él actuase Cristo Salvador con toda la fuerza de su gracia.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.