Después de unas buenas cinco horas y media de viaje desde Newark, escribo ya en Dublín. Por estas fechas el clima es muy parecido al de Bogotá, aunque obviamente está pronto a cambiar con la entrada del otoño. El viaje fue bueno aunque no pude dormir mayor cosa.
El avión, supermoderno, tiene pantalla de televisión para cada pasajero, con posibilidad de escoger entre varias películas. Eso me permitió ver una cinta que no pensaba ver, la del “Todopoderoso”.
Es bien interesante ver cómo a lo largo de la película va cambiando lo que es importante y relevante para el protagonista, Bruce. El inicialmente busca tener muchísimo PODER, pero luego descubre lo que no se puede con el solo PODER, como por ejemplo, el amor de Grace, la muchacha con la que ha estado conviviendo y que en un momento dado quiere casarse con él.
Esta chica resulta ofendidísima por un cierto malentendido, y cuando Bruce quiere recuperar el cariño de ella descubre que todo su poder (porque se supone que Dios mismo le ha concedido ser “todopoderoso”), no sirve para nada.
Es bien bonito el proceso que el hombre vive hasta llegar a intentar decir una oración sincera, algo que “nazca” del corazón y que no sea solamente para satisfacer un deseo, cualquier deseo.
El efecto final de esa sencilla trama, que parece de fábula, es resaltar dónde están los verdaderos logros de lo que podemos o no podemos los seres humanos.
Bruce se moría por ser “alguien”, y no se daba cuenta cómo estaba tratando a aquellos para los que ya era “alguien”. Ni siquiera veía sus propias cualidades porque estaba obsesionado con los resultados que quería conseguir a cualquier precio.