Como ya he recibido la pregunta de parte de algunos (y algunas), aquí van los comentarios del caso, desde una perspectiva más bien latina y tropical.
Las irlandesas son bonitas, con una belleza que ha sido estandarizada por la moda y el modelaje: cabello rubio, ojos claros, facciones finas, cuerpo delgado, piel blanca. La estatura es más media que alta, y en esto se apartan de la modelo de carátula de revista, pero en general, son personas agradables de mirar.
En lo físico, sin embargo, son cuerpos que tienen bastante forma de niña: poca cadera y poco busto. Cuando son delgadas –una tendencia obviamente mayoritaria en las jóvenes actuales– parecen niñas grandes. A veces, sin embargo, se sabe que no lo son, porque aquí lamentablemente sucede que la gente no une la belleza para los ojos con la belleza para el olfato. Dicho sin eufemismo: es un hecho que mucha gente se baña menos de lo que debiera, y para personas como yo es un gran dolor ver rostros tan hermosos acompañados de humores tan agrios…
Sin embargo de lo dicho en cuanto a la belleza “visual”, ellas mismas no parecen sentirse del todo a gusto con su aspecto, juzgo yo. Y lo digo porque aquí se cumple que nadie está contento con lo que tiene. En Dublín, el negocio de moda en términos de belleza femenina son los lugares de bronceado “instantáneo”. A través de químicos, cremas o cámaras con rayos infrarojos, la consigna es salir de ese blanco “leche” que al principio impacta pero que luego aburre.
Tatuajes, piercing y demás “modificaciones corporales”, como las llaman ahora, están a la orden del día. Me imagino que es parte de esa misma impaciencia por cambiar la apariencia, ya que no se logra con la misma facilidad cambiar la existencia. Sin embargo, en esto las y los jóvenes irlandeses no diría yo que son muy distintos del resto de la juventud europea u occidental.
Un tema distinto es la expresividad. Una porcelana es bonita pero no es la idea que uno tiene de comunicación humana. La gente del norte, es decir, no sólo los irlandeses, tienden a ser mucho menos expresivos que nosotros los mediterráneos o, mucho más, los latinos. Es algo que uno llega a echar de menos.
Lo explico con un ejemplo. Si una persona conoce, digamos, sólo 400 palabras de un idioma, podrá decir muchas cosas, pero hay muchas otras cuyos matices se perderán en su intento de hacerse entender. Así pasa con estos irlandeses y demás norteños. Sus rostros conocen un número bastante limitado de expresiones sencillas y sumamente claras, del tipo “bien”, “disgustado”, “dolido”, “preocupado”, y otros más. Los latinos, y especialmente las latinas, gozan de unos niveles de complejidad, sutileza y capacidad de sugerir que son simplemente notables, comparados con el estilo de estos pueblos del Norte. Esto hace que nuestros rostros latinos tengan una vivacidad particular y que el mundo del lenguaje gestual coexista y a veces sobrepase al verbal.
Ahora bien, todo tiene su más y su menos. En la exhuberancia de nuestro lenguaje gestual podemos perder las cualidades de la claridad y de la propiedad en el uso del lenguaje. A la larga, eso nos hace fatuos, futiles o fanfarrones. La abundancia es grata, pero en manos irresponsables se llama desperdicio. Por contraste, un modo de ser menos “hacia fuera” puede reconcentrar los recursos interiores hasta alcanzar una palabra acerada y densa. No por nada Irlanda es tierra de premios Nobel de literatura, así como de poetas y de gente de trova y arpa.
La mujer irlandesa, pues, participa de ese modo de ser que tiene de “densidad” y de “represión”, según se le mire. Una cara bonita, detrás de la cual puede haber casi cualquier cosa: virtud probada o pasión mal reprimida; convicción profunda o esperanza de desenfreno; nobleza de ideales o sombras de suicidio. No es un estilo demasiado agradable para los que hemos sido educados de otra forma, pero uno entiende que simplemente es otro modo de humanidad.