La FIDELIDAD está enraizada, por etimología y por realidad, en la FIDES, en la fe. En efecto, los dos grandes atributos de Dios en el Antiguo Testamento son: que es fiel y misericordioso. Dios es el que permanece, el estable, el que es de fiar. El hombre, en cambio, es variable, según el ritmo de sus conveniencias, intereses o miedos. Y solo cuando el hombre descubre su fragilidad y se vuelve hacia el que es fuerte puede llegar a ser fiel. Por eso decimos que la armadura de la fidelidad es el humilde conocimiento de sí mismo porque Cristo mismo nos ha advertido que para el hombre es imposible salvarse, a la vez que afirma que Dios “todo lo puede.” Ahora bien, la fidelidad requiere también del fuego interior para no quedarse sin alma y reducirse así a mero cumplimiento exterior. Esa alma es el amor. La fidelidad exquisita y perfecta va siempre de la mano del don del Espíritu Santo llamado “temor de Dios” porque la genuina fidelidad sencillamente no quiere ofender, y en todo quiere agradar, como una esposa enamorada.