Estoy triste, sí; no sólo por la crueldad rampante del terrorismo; no sólo por el dolor prolongado de los que aguardan con angustia que se encuentre un pedazo del cuerpo de un ser querido; no sólo por el temor de que nuevos ataques cubran de luto nuevas familias y de más lágrimas nuestra tierra…
Estoy triste porque los seres humanos nos arrojamos lodo y sangre cuando no podemos hablar; nos herimos más allá de lo decible cuando no supimos encontrar qué decirnos. Nuestro último lenguaje es privarnos de la vida; nuestro último mensaje es matarnos.
Estoy triste por la certeza oscura que tantos tenemos de que los muertos de Londres no serán los últimos. Sus vidas segadas con odio quedarán amontonadas en los vagones de un tren que no acaba, que sólo carga y carga cadáveres prematuros. ¡Tren inicuo que por igual lleva niños abortados, víctimas de guerra, jóvenes suicidas, inocentes caídos en una calle cualquiera, en un día cualquiera, por una causa cualquiera!
Mi consuelo único es ver en ese tren a Cristo, que dejó atado el absurdo de su muerte inicua al absurdo de todos los de Londres, Madrid, Bagdad, Hiroshima o Nueva York. Entre la montaña de los que fueron arrancados de la vida, la flor de la vida, Jesucristo, es la luz única, y la voz única, y la esperanza única.
¡Oh dolor, que empaña mi consuelo, ver qué poco se nombra a Cristo cuando se nombra a los que ahora han subido a su mismo tren!