En el centro de la cena pascual, ordenada según determinadas normas litúrgicas, estaba el cordero como símbolo de la liberación de la esclavitud en Egipto. Por este motivo, el haggadah pascual era parte integrante de la comida a base de cordero: el recuerdo narrativo de que había sido Dios mismo quien había liberado a Israel “con la mano alzada”. Él, el Dios misterioso y escondido, había sido más fuerte que el faraón, con todo el poder de que disponía. Israel no debía olvidar que Dios había tomado personalmente en sus manos la historia de su pueblo y que esta historia se basaba continuamente en la comunión con Dios. Israel no debía olvidarse de Dios.
En el rito de la conmemoración abundaban las palabras de alabanza y acción de gracias tomadas de los Salmos. La acción de gracias y la bendición de Dios alcanzaban su momento culminante en la berakha, que en griego se dice eulogia o eucaristia: bendecir a Dios se convierte en bendición para quienes bendicen. La ofrenda hecha a Dios vuelve al hombre bendecida. Todo esto levantaba un puente desde el pasado hasta el presente y hacia el futuro: aún no se había realizado la liberación de Israel. La nación sufría todavía como pequeño pueblo en medio de las tensiones entre las grandes potencias. El recuerdo agradecido de la acción de Dios en el pasado se convertía al mismo tiempo en súplica y esperanza: Lleva a cabo lo que has comenzado. Danos la libertad definitiva.
Jesús celebró con los suyos esta cena de múltiples significados en la noche anterior a su pasión. Teniendo en cuenta este contexto, podemos comprender la nueva Pascua, que él nos dio en la santa Eucaristía. En las narraciones de los evangelistas hay una aparente contradicción entre el evangelio de san Juan, por una parte, y lo que por otra nos dicen san Mateo, san Marcos y san Lucas. Según san Juan, Jesús murió en la cruz precisamente en el momento en el que, en el templo, se inmolaban los corderos pascuales. Su muerte y el sacrificio de los corderos coincidieron. Pero esto significa que murió en la víspera de la Pascua y que, por tanto, no pudo celebrar personalmente la cena pascual. Al menos esto es lo que parece. Por el contrario, según los tres evangelios sinópticos, la última Cena de Jesús fue una cena pascual, en cuya forma tradicional él introdujo la novedad de la entrega de su cuerpo y de su sangre.
Hasta hace pocos años, esta contradicción parecía insoluble. La mayoría de los exegetas pensaba que san Juan no había querido comunicarnos la verdadera fecha histórica de la muerte de Jesús, sino que había optado por una fecha simbólica para hacer así evidente la verdad más profunda: Jesús es el nuevo y verdadero cordero que derramó su sangre por todos nosotros.
Mientras tanto, el descubrimiento de los escritos de Qumram nos ha llevado a una posible solución convincente que, si bien todavía no es aceptada por todos, se presenta como muy probable. Ahora podemos decir que lo que san Juan refirió es históricamente preciso. Jesús derramó realmente su sangre en la víspera de la Pascua, a la hora de la inmolación de los corderos. Sin embargo, celebró la Pascua con sus discípulos probablemente según el calendario de Qumram, es decir, al menos un día antes: la celebró sin cordero, como la comunidad de Qumram, que no reconocía el templo de Herodes y estaba a la espera del nuevo templo.
Por consiguiente, Jesús celebró la Pascua sin cordero; no, no sin cordero: en lugar del cordero se entregó a sí mismo, entregó su cuerpo y su sangre. Así anticipó su muerte como había anunciado: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). En el momento en que entregaba a sus discípulos su cuerpo y su sangre, cumplía realmente esa afirmación. Él mismo entregó su vida. Sólo de este modo la antigua Pascua alcanzaba su verdadero sentido.
San Juan Crisóstomo, en sus catequesis eucarísticas, escribió en cierta ocasión: ¿Qué dices, Moisés? ¿Que la sangre de un cordero purifica a los hombres? ¿Que los salva de la muerte? ¿Cómo puede purificar a los hombres la sangre de un animal? ¿Cómo puede salvar a los hombres, tener poder contra la muerte? De hecho —sigue diciendo—, el cordero sólo podía ser un símbolo y, por tanto, la expresión de la expectativa y de la esperanza en Alguien que sería capaz de realizar lo que no podía hacer el sacrificio de un animal.
Jesús celebró la Pascua sin cordero y sin templo; y sin embargo no lo hizo sin cordero y sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el verdadero, como lo había anunciado Juan Bautista al inicio del ministerio público de Jesús: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en el que habita Dios, y en el que nosotros podemos encontrarnos con Dios y adorarlo. Su sangre, el amor de Aquel que es al mismo tiempo Hijo de Dios y verdadero hombre, uno de nosotros, esa sangre sí puede salvar. Su amor, el amor con el que él se entrega libremente por nosotros, es lo que nos salva. El gesto nostálgico, en cierto sentido sin eficacia, de la inmolación del cordero inocente e inmaculado encontró respuesta en Aquel que se convirtió para nosotros al mismo tiempo en Cordero y Templo.
Así, en el centro de la nueva Pascua de Jesús se encontraba la cruz. De ella procedía el nuevo don traído por él. Y así la cruz permanece siempre en la santa Eucaristía, en la que podemos celebrar con los Apóstoles a lo largo de los siglos la nueva Pascua. De la cruz de Cristo procede el don. “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente”. Ahora él nos la ofrece a nosotros. El haggadah pascual, la conmemoración de la acción salvífica de Dios, se ha convertido en memoria de la cruz y de la resurrección de Cristo, una memoria que no es un mero recuerdo del pasado, sino que nos atrae hacia la presencia del amor de Cristo. Así, la berakha, la oración de bendición y de acción de gracias de Israel, se ha convertido en nuestra celebración eucarística, en la que el Señor bendice nuestros dones, el pan y el vino, para entregarse en ellos a sí mismo.
Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más profundamente este misterio maravilloso, a amarlo cada vez más y, en él, a amarlo cada vez más a él mismo. Pidámosle que nos atraiga cada vez más hacia sí mismo con la sagrada Comunión. Pidámosle que nos ayude a no tener nuestra vida sólo para nosotros mismos, sino a entregársela a él y así actuar junto con él, a fin de que los hombres encuentren la vida, la vida verdadera, que sólo puede venir de quien es el camino, la verdad y la vida. Amén.
[Una homilía de Benedicto XVI, el Jueves Santo de 2007.]