Los cristianos, a diferencia de muchos países que celebran la Independencia, “celebramos la dependencia a Dios” y que tenemos a Quién acudir.
En cada oración se celebra la dependencia porque comenzamos por invocar a Dios y reconocer nuestros límites. La oración es la constancia de nuestro limite y, en un sentido amplio, es nuestra comunión. La oración nos une, afianza el espíritu de comunidad y en las necesidades nos hermanamos.
La Eucaristía, máxima y suprema oración, está presente Dios de una manera suprema, sin límite, irrestricta e inigualable. Esta presencia de Dios hace que la Eucaristía sea más que una oración por ser la fuente de donde emana toda Gracia. La Iglesia acude una y otra vez a la Eucaristía para renacer.
“El temor sobrecogía a todos, y por medio de los apóstoles se realizaban muchos prodigios y señales.” (Hechos 2,43)
Surgen dos cuestiones: 1. ¿Dónde están esos prodigios y señales en nuestra época? y 2. ¿por qué la gente se atemorizaba y qué clase de temor era?
Hay que reconocer que hemos decaído mucho en la fe. Cuando la Iglesia crece, los prodigios aumentan. Cabe pensar que si no hay milagros, ni crecimiento es porque no salimos de la zona de confort. La falta de fe se ve en que solo acudimos a la oración como último recurso.
Los santos viven la presencia de Dios en todo momento y en diálogo permanente y continuo con Él. A veces no surgen más milagros porque somos duros y no creemos y no tenemos el don de Piedad. No podemos ser crédulos (creyendo cualquier cosa) ni tampoco ser incrédulos (aquellos que no creen nada). Hay un punto medio que se llama el verdadero creyente.
Necesitamos corazón de hijos para que Dios pueda seguir haciendo cosas extraordinarias. Estamos rodeados de milagros, pero necesitamos, aparte de fe, la capacidad de verlos, que consiste en decirle a Dios de corazón: “aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.