Ha habido extremos en la manera de hablar de la “ira de Dios”: para unos, era un instrumento de control de conciencias, a base de miedo; para otros, es una expresión culturalmente condicionada que hoy en realidad no dice nada. El punto de equilibrio parece estar es reconocer la gravedad creciente del pecado, que necesariamente tendrá su desenlace en conflictos de seriedad cada vez mayor, sin que eso limite ni el poder ni la sabiduría ni la infinita misericordia de Dios.