De la filosofía he aprendido que casi es mayor maravilla lograr una bella pregunta que una respuesta cierta. Si la verdad es el terreno de las respuestas, la hermosura es la patria de las preguntas.
Y atención: a la pregunta hay que respetarla, si no fuera por otra razón, sólo por esta: porque suele vivir más que la respuesta. Mientras que las respuestas casi inevitablemente envejecen, se marchitan o decaen, las preguntas tienen una sorprendente capacidad para rejuvenecer y para nacer de sus propias cenizas, como la mitológica ave fénix.
Estas reflexiones no son sólo un elogio del filosofar o una invitación a buscar la sabiduría. Son también un modo de ver a Cristo. Mucho se enfatiza que Cristo es la respuesta o que en él se encuentra la respuesta a todos nuestros interrogantes, y eso es cierto, pero también lo es que él trae sus propios cuestionamientos. Como lo expresó bien con su música el P. Zezinho, él nos deja “inquietos.” O como dijo otro predicador: “Nos trae la paz pero no nos deja en paz.”
Algunos miran el futuro o el deber ser de la Iglesia en términos sumamente sencillos. Para ellos todas las cosas están claras y lo único que falta es voluntad para presionar eficazmente que se lleven a cabo. Ahora bien, la claridad es la bandera de las respuestas, las cuales, se supone, están en el Catecismo, el Código de Derecho Canónico y los Rituales de los Sacramentos y Sacramentales.
De nada de eso dudo yo. Es más: me admira la sapiencia de los grandes textos que van al centro de nuestra gran tradición católica. Tomás, Agustín, León Magno, Teresa de Jesús, Edith Stein, ¿cómo no agradecer al Cielo por ellos y por ellas? Sin embargo, si por ejemplo vemos el caso de un Tomás, convendremos en que no menos admirable que su capacidad de responder es su asombrosa, su inaudita capacidad de preguntar.
La Iglesia es no sólo, o no en primer lugar, la casa de las respuestas, sino la casa de las grandes preguntas, esas que brotan de los labios de Cristo: ¿Quién dices tú que soy yo?, ¿Crees que puedo hacerlo?, ¿Me amas más que estos?, ¿Crees estas cosas?, ¿Por qué me persigues?, ¿Cuando vuelva el Hijo del Hombre, encontrará esta fe en la tierra?
La renovación de la Iglesia pasa por esos interrogantes y otros semejantes.
Desde el palacio del señor arzobispo hasta el pupitre humilde del niño de Primera Comunión Cristo debe volver a ser la pregunta. Una Iglesia que quiera incidir sin imperialismos en la trama del mundo, no como imposición sino como anuncio de vida y sacramento de salvación, tiene que dejarse atravesar por el Sol que nace de lo alto, y de nada presumir, sino de conocer a Cristo y a este crucificado.