Amadísimos hijos, bolivianos todos, que con la clausura de la Santa Misión en la ciudad de La Paz celebráis también el fin de la Misión General que, durante casi cuatro meses, ha hecho resonar en todo vuestro país un llamamiento extraordinario para la renovación de los espíritus.
Hace más de once años que, desde este centro de la Cristiandad, con ocasión del inolvidable Congreso Eucarístico Nacional Boliviano en Sucre, teníamos el consuelo de dirigiros Nuestra palabra, exhortándoos a vivir unidos en torno al Santísimo Sacramento del Altar, como una familia, cuyos miembros se sientan a una misma mesa, para comer un mismo pan (cfr. Discorsi e Radiomessaggi, vol. VIII, p. 143 ss.).
Hoy, en cambio, Nuestra palabra no va dirigida a una Asamblea determinada, por solemne que sea; hoy hablamos a toda una nación, que Nos imaginamos en estos momentos como un solo cuerpo, emocionado y vibrante, por donde el fuego misional ha pasado sin perdonar rincón, iluminándolo, vivificándolo y purificándolo todo, desde las altas cimas del Oeste, donde las nieves andinas se reflejan en las tranquilas superficies de los encantadores lagos, hasta las mesetas de Oriente, que se van escalonando para buscar las cuencas del Orinoco y del Paraguay; desde las florestas amazónicas del Norte, prodigio de fecundidad y de verdura, hasta las dilatadas sabanas del Chaco, a lo largo y a lo ancho de toda esa tierra privilegiada con entrañas de oro y plata; desde Cochabamba y Tarija, hasta Oruro y Potosí. Sucre y ahora La Paz, soberbia en su altura, como en un nido de águilas, que protegen las puntas heladas del Ilimani.
Por eso mismo estamos ciertos, bolivianos amadísimos, de que en estos momentos lo que vosotros esperáis, y lo que pensamos que Nos corresponde, no sería tanto hablaros del tema general, que en estas semanas os han expuesto vuestros celosos misioneros, —la vuelta a Cristo: Camino, mediante la observancia de los mandamientos; Verdad, mediante vuestra vida de fe; y Vida, mediante vuestra participación en los Santos Sacramentos—, cuanto el pronunciar Nos mismo una breve alocución final; esa alocución, que ya habréis escuchado en las misiones parciales, cuando el ministro del Señor os ha bendecido y se ha despedido de vosotros arrancando lágrimas de vuestras pupilas.
Enhorabuena —os han dicho ellos, sin duda—: enhorabuena a todos, a los organizadores y a los colaboradores, pero principalmente a los que de esta Misión os habéis beneficiado, los unos para aumentar el fervor de vuestra vida cristiana, los otros para sacudir esa tibieza que tenía adormecida vuestra alma; los otros, puede ser también, para salir de un estado que no dejaba reposar en paz sus conciencias y para adquirir esa tranquilidad y ese contento que en estos instantes les hace tan felices, hasta el punto de parecer que han empezado una existencia nueva.
Enhorabuena y gracias. Gracias a vuestros diligentes Pastores, que no han vacilado en acometer una organización tan compleja con tal de procurar este bien a vuestras almas; gracias a las Autoridades y a cuantos han querido facilitar obra tan ingente; gracias especialísimas a los incansables misioneros —los de aquende y los de allende los mares—, que en el cielo encontrarán la recompensa de sus apostólicos sudores; gracias a todos los que por la Misión han ofrecido oraciones y sacrificios, desde la penumbra de una celda o en el ajetreo fatigoso de la calle; gracias a vuestra Madre Santísima de Copacabana, que una vez más os ha demostrado su afecto maternal y su predilección, procurándoos con su intercesión esta abundancia de dones celestiales; gracias, sobre todo, al Señor y Padre vuestro, al Dador de todo bien, que os ha concedido esta hora de bendición y de consuelo, de generosidad y de misericordia, como una prueba más del amor que os profesa. ¡No la dejéis escapar, hijos amadísimos! ¡No la dejéis pasar en vano! No endurezcáis vuestros corazones los que estos días habéis oído su voz; y así, el fruto de la Misión general se podrá admirar inmediatamente en una renovación, seria y profunda, de toda esa vida cristiana, que ha sido y es uno de los blasones, de que más se ha preciado siempre vuestro pueblo.
Enhorabuena, pues, por a d a; gracias también, corno corresponde; pero junto a ello, para darle consistencia y efectividad, un propósito. Y si Nos interrogaseis en qué habría de consistir fundamentalmente este propósito, por el afecto paternal que os profesamos y por el deseo que tenemos de vuestro verdadero bien, os diríamos que en una generosa resolución de tener siempre presente la grandeza del matrimonio cristiano, sacramento de incalculable trascendencia, incluso social, y de cuyo olvido se siguen ordinariamente tan tremendas consecuencias en todos los órdenes; en una determinación firmísima de velar por la santidad de la familia, que debéis conceptuar como uno de vuestros más preciados tesoros y de la que se han. de seguir luego tantos otros bienes, porque en un. hogar realmente santo se ora y se trabaja ordenadamente; cada uno de sus miembros, observa con diligencia sus propios deberes ante los hombres, ante la Iglesia y ante Dios; y no puede darse al mundo moderno, en su inestabilidad e inquietud, que tanto preocupa, una base más sólida, más estable, ni más segura. Finalmente, de un hogar santo, como una consecuencia natural, saldrá esa juventud que ha de renovar la sociedad, y saldrán esas almas puras y piadosas, que son la base indispensable para que el Señor pueda sembrar la semilla de las vocaciones sacerdotales y religiosas, cuya necesidad tanto sentís.
¡La Misión ha terminado! Como un caudaloso río, pacífico y fecundador, que antes hubiese regado esas naciones hermanas, que son Perú (1954), Ecuador (1955) y Venezuela (1956), hoy el nivel de sus aguas ha s o hasta esas alturas, corazón de la América meridional, donde tú, Bolivia, estás asentada, un brazo apoyado en las cimas nevadas de los Andes y extendido el otro hacia las fecundas planicies orientales, segura en la riqueza que Dios te ha dado, con la frente alta y los ojos serenos, que miran al porvenir. ¡Cae de rodillas ante el trono de Dios, que te tenía reservado este tiempo propicio, este tiempo de salvación (cf. 2Co 6, 2), y prométele que esta Misión va a ser el principio de un nuevo capítulo de tu historia!
Sello y garantía de tales promesas, prenda de las más escogidas gracias del cielo, quiere ser la Bendición Apostólica, que en estos momentos de todo corazón te otorgamos.
[Pío XII, Radiomensaje con ocasión de la clausura de la «misión general» de Bolivia, 29 de Setiembre de 1957]