186.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
186.2. Escribe, hermano, que no sólo escribes para ti. Escribe con perseverancia, humildad, agradecimiento, honradez y espíritu de servicio. No todo lo que dices es importante para cada uno, pero cada uno sí podrá encontrar algo importante en todo lo que dices. Sirve a tus hermanos las viandas de la Palabra y procura con amor de hermano que se sirvan con gusto y con provecho de todo lo que Dios da para consuelo, sanación, corrección y fortaleza de sus almas.
186.3. Para esta labor, que como ves es profundamente concorde con tu vocación, es saludable que tengas la disponibilidad propia de los instrumentos inanimados, como puede ser un lápiz en manos de un escritor, pero al mismo tiempo, la actitud resuelta y fervorosa que sólo tienen los hombres de recia voluntad. Has de hablar de todo como si fueras un tubo que vierte las aguas que no son suyas, pero has de tener el fuego que sólo tienen las palabras cuando brotan de las entrañas y del alma.
186.4. Te encomiendo que ofrezcas la palabra cuando es amable, pero que también la hagas oír cuando es desagradable o cuando resulta odiosa. No dejes de decir lo que te parezca demasiado sencillo ni silencies lo que estimas demasiado complejo. No juzgues a la palabra que te juzga. Si alguien alaba la palabra que predicas, alaba tú a Aquel que te la dio; si alguien denigra de lo que hablas, sufre por amor a Aquel que es ofendido; es decir, no tomes para ti los elogios, pero carga sobre ti los oprobios. Así mostrarás de qué Dios eres siervo y quién es el que te sostiene.
186.5. Mira lo que hacen tus palabras y reconoce que tales obras no son proporcionales a tu escasa y tibia oración. Mira lo que produce tu silencio y aprende así a distinguir un silencio de otro. Hay silencios de ignorancia, de sanción, de solidaridad, de ternura. En un hombre de Dios el silencio es otra palabra, que tiene sus propias conjugaciones y también su métrica y su rima particulares. Aprende no sólo a dispensar las palabras sino los silencios.
186.6. En cualquier circunstancia, toma por norma no hablar de primero. Ten presente que la primera palabra no es la tuya sino la que nace de Aquel que lo ha creado todo. Así pues, antes de hablar, escucha la voz profunda de las cosas mismas, asegúrate de percibir los ecos y asonancias de los sucesos, percibe con alma sensible los ritmos diversos de las diversas historias y vidas, de modo que aun el aleteo de una breve mariposa pueda dejar impresa su huella en tu alma perceptiva, despierta y humilde.
186.7. Recuerda siempre aquello que lees en el profeta Isaías: « El Señor Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yahveh me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás» (Is 50,4-5) Y también las súplicas que no escasean en los salmos: «Enséñame tus caminos Yahveh, para que yo camine en tu verdad, concentra mi corazón en el temor de tu nombre» (Sal 86,11); «de tu amor, Yahveh, está la tierra llena, enséñame tus preceptos» (Sal 119,64); «enséñame a cumplir tu voluntad, porque tú eres mi Dios; tu espíritu que es bueno me guíe por una tierra llana» (Sal 143,19).
186.8. En un pensamiento te lo digo todo: sé modelado por la palabra, para ser tú también una palabra para tus hermanos. Y deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.