Hace veinte años visité por primera vez la Basílica de San Pedro. Ayer volví. De nuevo en verano, de nuevo Roma, de nuevo la capilla del Santísimo. Y, bueno, de nuevo el llanto, ese llanto incontenible y suave, esas lágrimas que San Agustín describió como nadie, como baño que lava el alma y trae una fuente al corazón.
Esta vez no fue como hace veinte años. Esta vez empecé a llorar desde antes de entrar donde al Santísimo. El Espíritu Santo me puso una plegaria que retumbaba en cada latido desde que pisé la basílica y vi la Pietá. Sin poder reprimirlo un grito me salía de las entrañas. Sentía simplemente que le decía a Papá Dios: “¡Cuídame, cuídame, cuídame!” No recuerdo haber orado con esa palabra y sobre todo haberla repetido de esa manera jamás.
Oré también por mi familia. Sentía que los tenía allí al lado. No olvidé a ninguno y sentí que Cristo Eucaristía los amaba a través de mis torpes palabras y abundantes lágrimas. Me conmovió pensar en tantos años de amor de mis padres y sentí una ráfaga paz al pronunciar el nombre de Felipe, mi sobrino. Recordé a las vírgenes seglares, con una súplica única por su Fundadora y sonreí intercediendo por Kejaritomene. Pedí por muchos, muchos obispos y sacerdotes, clamé por religiosas y seminaristas, rogué lo mejor que pude por las familias, por tantos dolores en el mundo, especialmente por las víctimas de la injusticia, las calamidades y la guerra.
Intercedí con humilde gratitud por la Orden de Predicadores y pensé con una seriedad extraña: “El Papa es un santo.” Creo que esa frase la dijo mi Ángel de la Guarda. No olvidé a los fieles difuntos, ni a los niños abortados y sentí dolor por los jóvenes que desperdician lo mejor de sus vidas. Algo recé también por los artistas, los científicos y los hombres y mujeres de letras.
Todo sucedió de una manera rápida, como si alguien me dictara las oraciones o me dijera por quién debía pedir. Quedé cansado pero muy contento.
Entonces me levanté y salí de la capilla del santísimo. Un sacerdote franciscano atravesaba la nave central de la Basílica. Me arrodillé y le pedí que me bendijera, cosa que hizo con gusto. Al levantarme después de su bendición, con un dolor de cabeza terrible por tantas lágrimas, vi una palabra en el borde superior de la basílica, por dentro, desde luego: la palabra “SOLVTUM,” es decir, “desatado” o “suelto.” Esa palabra pertenece al texto donde Jesús le dice a Pedro: “lo que desates en la tierra quedará DESATADO en el cielo.”
Y pensé que era hermosísimo lo que Dios había dado a Pedro, y por medio de él y junto con él, a los sacerdotes, en el sacramento de la confesión. Pero claro, antes de poder “pensar” en eso, lo que sentí fue un grito de amor que venía del cielo y que me decía: “desatado, liberado.” Quedé tan absorbido por esa sensación de ser amado y liberado que empecé a repetir en voz alta las palabras del evangelio en latín: “Solutum erit in coelis.” Creo que estaba hablando demasiado recio porque un guardia se acercó discretamente adonde yo estaba, quizá pensando que yo estaba un poco loco.
Y claro, tenía razón.