EL PADRE CORRIO AL ENCUENTRO DEL HIJO

EL PADRE CORRIO AL ENCUENTRO DEL HIJO

(Lc 15, 20- 24)

Les propongo reflexionar unos momentos en la última parte del primer cuadro de la parábola para descubrir, desde los detalles en que Jesús quiere insistir, el amor del Padre y su verdadera personalidad, pintada por Jesús. Para ello, veamos, ojalá desde una contemplación amorosa, al padre corriendo con la premura de su amor al encuentro de su hijo. Dice Jesús que el hijo se levantó y se fue donde su padre y: “cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, se echó a su cuello y le cubrió efusivamente de besos” (v.20). Sólo el abrazo y el beso del Padre han conseguido desbaratar los proyectos del hijo arrepentido y su modo de pensar, y le hacen entregarse al amor del Padre, abandonarse en él, cambiar totalmente su modo de ser en relación con su padre.

Este trozo y todo lo que viene se centran en la figura del Padre, que ya no desaparecerá del relato. Es este el núcleo de la revelación sobre el Padre Dios, que Jesús ha querido regalarnos.

El hombre contemporáneo no volverá a Dios, a una vida sana y recta, si se le sigue señalando con el dedo, reprochándole sus fallos. Al contrario podemos sentir más apremiante que nunca la llamada del amor del Padre, si cubrimos al pecador con esa carga de amor con la que Cristo ama al pecador y con la que el Padre cubrió a su hijo amado, que estaba perdido.

El sentimiento del Padre precede a la expresión del arrepentimiento del hijo.

El relato quiere resaltar la actitud del Padre, su compasión, su amor desproporcionado, su calurosa y desmesurada acogida del hijo perdido. Y esto mucho antes de que el hijo le pidiese personalmente el perdón. Nos dice que el padre, esperó a su hijo con dignidad, sentado en su aposento, sino que: “estando aún lejos, cuando su padre lo vio, fue corriendo a su encuentro“. Hay una conmoción interior en el Padre que sorprende y que le hace realizar, también, acciones sorprendentes: correr hacia el hijo y, nada mas encontrarlo, echársele al cuello, abrazarle y darle ese beso que desbarata en el hijo su modo anterior de ser, de pensar y de actuar; y todo esto antes de que pronunciara palabra alguna. El Padre, por su infinito amor, ha sido el más interesado en la conversión del hijo y en su total recuperación. Más aún, ha sido el amor del padre el que ha realizado el regreso del hijo. El relato quiere resaltar la actitud del padre, su compasión, su calurosa y sobrada acogida del hijo perdido. Aparece aquí la fidelidad del padre a su amor, a su hijo, expresada de una manera singularmente impregnada de ternura. Se ve al padre obrando ciertamente a impulsos de un afecto profundo.

El comportamiento del padre expresa su perdón abundante, aún antes de ser pedido: el abrazo y el beso anteceden a la petición de perdón y a la confesión de la culpa. El beso en la cara se da entre iguales; al darlo el padre, reconoce al recién llegado como hijo y no como siervo. Aún antes de que el hijo expresara su intención de estar en la casa como un asalariado, la acogida paterna le restituye a la condición de hijo. Más aún, para el padre aquel muchacho perdido en ningún momento había dejado de ser su hijo.

Antes de todo asomo de conversión siempre hay un Dios Padre conmovido, un Padre que, aún estando lejos su hijo, le atrae con su amor y, por eso, presiente que en cualquier momento ese hijo viene ya de regreso. El amor no conoce lejanías. Estos sentimientos, que le hacen conmoverse tan hondamente, nos muestran el aspecto materno de nuestro Dios, nos muestran a la madre que hay en el corazón de nuestro Padre Dios. Su amor es de madre y le hace totalmente vulnerable y siempre disponible a recibir al hijo perdido, al hijo calavera. No podemos callarnos ante Dios que corre hacia nosotros para entregarnos su amor. También él, como el padre de la parábola, se lanza hacia nosotros con los brazos extendidos, aunque no lo merezcamos, aunque no lo esperemos. Sólo hace falta que nosotros abramos el corazón, que tengamos deseos, aunque no sean tan precisos, de regresar a sus brazos. El Dios de Jesucristo es un Padre lleno de amor que nos espera y, porque nos ama mucho, nos perdona siempre.

Ese amor desconcertante de nuestro Padre Dios se consuma en lo íntimo de nuestro corazón, donde el Padre nos hace hombres nuevos, nos reafirma como sus hijos. Con su sello amoroso: su abrazo, sus besos, su ternura infinita nos hace descubrirle como nuestro único verdadero Padre, nos desarma y cambian nuestro corazón. Empezando por aquella primera donde se oye al Padre preguntando por su hijo del alma: “Adán, ¿dónde estás?, todas las páginas de la Biblia nos hablan de la carrera del Padre detrás de sus hijos. Se dice que es el hombre el que busca a Dios. Pero nuestra parábola da la vuelta a ese disco y nos revela que es Dios el que busca al hombre y el que lo atrae hacia Él con amor. Para ello solo usa la misericordia, el regalo de un amor puro y gratuito. ¡Cómo brilla el sol cuando el hijo atisba a su Padre que presuroso corre a su encuentro! ¡Como se le abre en flor la vida cuando el padre se le echa al cuello para besarlo! Al Padre nole interesa lo que hayas sido; él es amor y ternura y quiere llenarte de ellos.

Un Perdón extraordinario

El perdón dado por el padre es un perdón al que el hombre no está habituado; da su perdón al hijo, aún antes de ser pedido, antes de escuchar las palabras ensayadas: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No merezco llamarme hijo tuyo” (v. 21). Después del abrazo y el beso del padre, la confesión del hijo resultaba superflua. Y es que, la confesión solo es posible si nos mueve el verdadero arrepentimiento, que llega al corazón y hace que el pecador no entre simplemente en un juego de autocastigos, de autocensuras, sino que es una experiencia de auténtica humildad, que hace que el pecador tenga hambre del abrazo del padre a quien ha ofendido. El arrepentimiento no es un juego psicológico que mantiene al hombre en la situación de quien se equivoca y tiene que estar admitiendo sus faltas ante Dios. Por eso, el hijo, a pesar de su intención de presentarse como siervo, no consigue decirlo al padre, porque este se anticipa con su amor. En el fondo, el hijo ya no pensaba en su filiación sino simplemente en quedarse como siervo. El hijo se había preparado para una fría recepción: su intención era llegar a ser asalariado; el padre, con su actitud le dice que tiene que llegar a más, en vez de jornalero debe volver a sentirse verdadero hijo.

Vestido como corresponde a un hijo

Al contrario del hijo, que ensayó su discurso, el padre no dice una palabra al hijo, sino que inmediatamente llama a los habitantes de la casa y les dice: “¡¡Rápido! Traigan en seguida el mejor vestido y pónganselo; pónganle, también, anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomen el ternero cebado, mátenlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta” (v. 22-24).

En Oriente no se acostumbraban las condecoraciones: si el rey quería distinguir a uno de sus dignatarios, le regalaba un vestido lujoso. El Evangelio habla del vestido nupcial, significando el nuevo estado en que ha de entrar el invitado, la gracia que el Señor nos regala, marcándonos con el signo de su vida, de la salvación, recobrando nuestra condición de hijos amados del Padre celestial. El anillo, que el padre pone el dedo del hijo, no es un simple objeto de adorno, es símbolo de la autoridad que el padre participa nuevamente a su hijo, es el anillo de la filiación. Ese anillo, que en la antigüedad llevaba el sello del poder, es signo del amor del Padre, que deja la marca de su amor en nuestro corazón. Las sandalias eran símbolo de ser un hombre libre, eran símbolo de nobleza; el hijo había dejado de ser esclavo. Andar calzado indicaba libertad y dominio. El hijo no debía andar por casa ni como esclavo ni como convidado; debía ser reconocido como señor. El perdón del padre le ha devuelto a su dignidad de hijo. El ternero cebado y la fiesta son imagen del banquete mesiánico, de la abundancia de la misericordia y de la gracia del Señor. Es imagen del banquete Eucarístico que el Padre ha preparado, entregando a su Hijo divino al sacrificio, para recuperación del pecador. Donde existía el pecado ahora abunda la misericordia, la gracia, la fiesta. Ahora el esclavo vuelve a ser hijo. Es el gran signo de que el Padre nos devuelve nuestro ser de hijos, nos reviste nuevamente con su paternidad y empieza la fiesta, los cantos los saludos, las bienvenidas; todo habla del amor infinito del Padre. Es esa la auténtica espiritualidad: ver el gesto del Padre en todo, oír la narración del amor que susurra en nuestro corazón el Espíritu Santo.

Quien se deja alcanzar por el amor del Padre, es recuperado de nuevo a la vida amorosa del Padre. Aunque haya descendido lo más hondo, pero se deja alcanzar por ese amor, vuelve de los abismos del olvido a la vida perenne del amor indestructible del Padre celestial. El hijo menor vuelve a casa resucitado de su pecado, no gracias a su valor, sino al amor entrañable del Padre. Abandonémonos a la alegría de aquel que “se le echó al cuello, lo abrazó y le besó“. Es la verdad del amor que acoge al que regresa, porque ha sido alcanzado por el amor del Padre. Sintamos cómo el Padre se nos echa al cuello, nos abraza y nos llena de besos.

El hombre de hoy tiene miedo de resaltar demasiado la bondad y la misericordia de Dios. Insiste en señalar su justicia y su severidad, temiendo, quizás, que si pone excesivamente el acento en el amor de Dios, el hombre no sentirá la urgencia de una vida mejor, más recta, distinta. En cambio Jesús nos enseña que el hombre cambia su vida y se convierte al bien cuando se descubre amado a pesar de ser un pecador. En efecto, quien se sabe amado puede comprender su pecado y encontrar en el amor del otro la fuerza para cambiar de camino.