Así como hay que conocer bien las causas de enfermedad o muerte de la amistad, es saludable y gratificante conocer la fortaleza y belleza particular que muestra cuando logra recobrarse de un momento difícil.
Partamos de la base de que los seres humanos somos imperfectos y que como tales decepcionamos. Buscar amistades perfectas es buscar decepciones perfectas. El ser humano se equivoca y además no está inmunizado contra los defectos que todos detestamos: soberbia, envidia, rencor, vulgaridad, mentira, pereza, y un largo etcétera. Según eso, aprender a ser amigo es aprender a convivir con una gama casi infinita de grises porque la vida humana pocas veces está en el puro blanco o el puro negro. Nos cansamos y cansamos; cambiamos y los demás cambian; y por si fuera poco, la vida tiene suficientes sorpresas buenas y malas como para sobrepasar cualquier capacidad de predicción. Si esto se medita juiciosamente, la conclusión es obvia: lo extraño y milagroso es que la amistad pueda sobrevivir. Y lo hace.
Normalmente cambiamos menos de amigos a medida que los años pasan. Puede deberse a que ya experimentamos menos cambios interiores, lo mismo que los amigos que han ido creciendo con nosotros. Sin embargo, yo apostaría por otra razón: los años nos han llevado a conocernos un poco más y mejor a nosotros mismos. Sencillamente ahora sabemos mucho más sobre la naturaleza humana, basados en la experiencia inevitable que nos da el tiempo transcurrido sobre la faz de la tierra. A medida que hemos conocido mejor qué significa ser “humano” somos quizá menos rápidos, drásticos y universales en nuestros juicios. Al juzgar menos, y al ser más prudentes y serenos en las palabras que pensamos o decimos, estamos removiendo la una causa muy fuerte de rompimiento con nuestros amigos. Simplemente los aceptamos como son.
No debe ser causalidad que en el pasaje de la mujer adúltera, en el capítulo 8 del Evangelio de Juan, cuando Jesús dice que el que esté libre de pecado tire la primera piedra, los primeros que se retiraron fueron los mayores, tal vez porque tenían más pecados, es verdad, o tal vez porque eran más conscientes de su condición de pecadores.
Ese patrón se repite en las amistades que he llamado “recobradas.” El camino siempre es el conocimiento de uno mismo, siempre es la aceptación de la imperfección humana. No una aceptación presuntuosa, como quien aparenta la benevolencia del emperador que concede “una oportunidad más,” sino la aceptación generosa y humilde de quien comprende que de veras todos estamos hechos del mismo barro y que no tiene sentido maldecir nuestra arcilla.
¿Qué más hace falta, además de ese conocimiento de sí? Hace falta la capacidad de no pretender explicarlo todo. No tiene sentido devolver la película y pedir o exigir al amigo que nos dé razón puntual de cada una de sus acciones, omisiones, palabras y silencios. Nadie tiene una grabadora digital incorporada para poder recuperar absolutamente todo lo hecho y todo lo dicho. Y aunque eso se pudiera, es un juego infernal eso de “tú dijiste eso porque…” Si ya es imposible recordar todo lo que se hizo y es aún peor la condición de por qué se hizo.
Algo de claridad, o un pedir disculpas puede ayudar, pero hay mucha distancia entre un encuentro así, marcado por la serenidad, y lo otro, que es una rendición de cuentas, o un alegato de corazones rotos o un juicio implacable. Mi sugerencia por eso es: no pretendas llegar al fondo de todo. Te puedo garantizar que tú tampoco podrías explicar todo de ti mismo o de ti misma.
No estoy hablando de cobijas de olvido, porque para mí ese es otro engaño: a uno las cosas no se le van a olvidar sobre todo si las causas graves de que hablamos antes están implicadas, a saber, traición, ingratitud o desprecio. Uno no va a olvidar y forzarse a olvidar es uno de los ejercicios mentales más frustrantes e inútiles que conozco. La idea no es olvidar sino al contrario: recordar que ni lo mío ni lo de los demás tiene una explicación total y última; recordar que soy ignorante de muchísimas cosas; recordar que mis ojos no ven perfecta y objetivamente ni son los ojos de Dios. Si nos ejercitamos en RECORDAR todo esto descubriremos con gozo que podemos recobrar muchas amistades que considerábamos irremediablemente perdidas. Y esa alegría nos hace madurar como personas y, por supuesto, como cristianos.