180.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
180.2. En su amor providente, Dios da ciertas señales para la inteligencia, pero también ofrece dulces arras a la voluntad. No es negro el firmamento en tal manera que no haya luz de algunas estrellas. Esas estrellas son una hermosa imagen de lo que Dios hace cuando te hace pregustar lo que Él mismo dará más adelante.
180.3. En efecto, las estrellas sirvieron durante siglos a la orientación de los navegantes en los mares y de los caminantes por las regiones despobladas. Esa función suya de orientación representa bien lo que significan las señales de la voluntad divina o también los signos de los tiempos.
180.4. Pero además de este servicio de orientación, las estrellas prestan un servicio de alegría, inseparable pero distinto del primero. “Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría” (Mt 2,10), lees en el Evangelio con respecto a aquellos magos de Oriente. En el firmamento de la noche Dios no dejó sólo unos datos para que se orientaran vuestras cabezas, sino también unas sonrisas, unas lágrimas, unas esperanzas, unas ternuras para que vuestros corazones temblaran de emoción, se estremecieran de gozo, se fascinaran de admiración y se conmovieran de gratitud y alabanza.
180.5. Saber mirar el firmamento, pues, supone encontrar la matemática y la poesía, la exactitud y la metáfora, la ciencia y el sentimiento, los datos y la evocación. No es cosa fácil unir estos extremos, y por eso es sabio que tengas una actitud compasiva con aquellos miles y millones que mirando las estrellas, y como embriagados por ellas, quisieron de un sorbo beberse los misterios que anidaban en tales luceros, y exponiendo sus cuitas al frío de la noche, creyeron oír alguna respuesta. Así nació la astrología.
180.6. No pudiendo encontrar los destellos —también vacilantes— que chispeaban en sus corazones ennegrecidos como ese firmamento de ébano, apostaron, no sin una nota de desesperación por las luces que seducían a sus ojos. ¡Oh, hombres, más dignos de misericordia que de castigo! ¿Quién podría, con tino y compasión, velar las noches en que veláis, y con un poema sosegar las preguntas infinitas que lanzáis a las mudas constelaciones?
180.7. ¡Hombres vigilantes, centinelas de un mundo que no se resigna, que no puede resignarse a la soledad, al silencio y al frío! Sabed que hay esperanza, y que vuestras lágrimas de la noche son rocío del alba. Sabed que vuestro sueño intranquilo un día dará paso a las palabras del salmista, cumplidas luego en la muerte de Cristo: “Puedo acostarme y dormir, y despertar” (Sal 3,6). Sabed que las palabras más profundas no son las que atraviesan ese cielo sino las que atraviesan el verdadero Cielo, y, hechas oración cristiana ante el Trono del Padre, Fuente de toda Luz, se vuelven lluvia de bendiciones y de amores para vuestros rostros fatigados y vuestras mentes aturdidas y ansiosas.
180.8. En otro tiempo los hombres esperaron que las estrellas les hablaran. Hoy te digo: no serán esas palabras las que guíen en la verdad a los hombres; más bien son éstos los que, con su sí a Jesucristo, apresuran la hora final del Universo entero. No son las estrellas quienes marcan el destino de los hombres, sino los hombres —esos hombres incandescentes en el Espíritu—, los que marcan el destino de las estrellas, y de todo cuanto puedan ver tus ojos.
180.9. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.