CARTA DE IDENTIDAD DEL PADRE
(Lc 15, 12-13; Ex 34,6; 1Jn 4, 8.16)
La parábola del “padre misericordioso”, es “la perla”, la reina de las parábolas de Jesús, indudablemente la más bella. Y es que Jesús entrega lo que ama con infinito amor y honda ternura. Charles Peguy dice de ella: “Esta es la palabra de Dios que ha llegado más lejos, la que ha tenido más éxito temporal y eterno. Es célebre, incluso, entre los impíos y ha encontrado en ellos un orificio de entrada y quizá es ella sola la que permanece clavada en el corazón del impío, como un clavo de ternura”.
Se lee y nunca se deja de admirar. Se la llama la parábola del hijo pródigo, pero esto no es exacto, pues el protagonista de la narración, el personaje central no es el hijo menor. La figura central de ese texto incomparable es la figura del padre. Con este cuadro quiso Jesús revelarnos la verdadera imagen de Dios. Por eso deberíamos llamar a esta parábola la “carta sobre la identidad de Dios” que el mismo Jesús, Hijo de Dios, nos entregó. Por eso hoy, ya no se habla de la parábola del hijo pródigo, sino de la parábola del Padre misericordioso. En efecto, en la lectura de la parábola “poco a poco va surgiendo el rostro misterioso de un Dios incomprensible para el puro razonamiento humano, pero verdaderamente fascinante”. La traducción ecuménica de la Biblia dice que el mensaje no se centra tanto en la conversión del hijo, cuanto en el amor y en la misericordia del Padre. De todos modos, la parábola, más que un resumen de la historia de cada uno de nosotros, es el retrato de nuestro Padre Celestial, hecho nada menos que por el mismo Jesús, el Hijo amado. Les invito a dejarse empapar de esta Palabra de Jesús y analizar la narración en todos sus pormenores. No nos puede eximir de hacerlo el que conozcamos la parábola desde nuestra niñez. Hay cosas que nunca acaban de comprenderse suficientemente. Necesitamos captar en profundidad las distintas posturas de los tres personajes y prestar una atención especial a sus sentimientos y a la relación que hay entre ellos.
Se hecha de menos, en la parábola, la madre de ese hogar y un tercer hijo. El espíritu de esos dos personajes se encuentra en la parábola, junto a los otros tres que forman ese hogar. Por lo que aparece en la parábola Jesús quería revelarnos al Padre y que nos encontráramos con un corazón que nos abraza, con un Padre-Dios misericordioso, que cubre nuestro corazón, nuestra vida con su infinita ternura, como lo haría la mejor de las madres. En realidad el padre que nos revela Jesús es padre y es madre: su amor, ternura, perdón, alegría nos lo muestra más madre que padre, o mejor, un padre con corazón de madre. Es el Dios de corazón misericordioso, celebrado a menudo en la Escritura con emotivas imágenes de ternura materna (cf. Is 43,1-3; 49, 15-16; 66,13; Os 11,1-8; Jer 31,3). Entre los hijos de ese Padre, hay en el relato, entre renglones, un tercer hijo, el que nunca se apartó de la casa del Padre, el hijo tierno, cumplidor, capaz de compartir con su Padre la tristeza y el gozo, el hijo que salió en busca del hermano ausente y volvió con él, trayéndolo sobre sus hombros, el hijo que ayudó a su Padre a preparar el festín y que salió, también, a convencer al hermano mayor. No es un sueño la existencia de este tercer hijo, conocemos su nombre. Se llama Jesús. El único hijo que de veras hace feliz al Padre. El es la verdadera oveja blanca de esa maravillosa familia.
Necesidad de ternura y de misericordia
La madre no aparece en la parábola, pero sí su espíritu. En efecto, la ternura, que se nos describe a través de todo el relato, es característica de la mujer y, en algunas literaturas, especialmente en Babilonia, se apropia a la mujer. Esta por su naturaleza ha sido creada para encarnar y manifestar la ternura-misericordia de Dios. Como la ternura es la actitud natural de la madre para con el hijo necesitado de ayuda; así, aplicada a Dios, significa su natural compasión por el pecador, su misericordia. Por eso, el Papa Juan Pablo I, acuñó la frase: “Dios es Padre, pero también es Madre”. Y alguien, repitiendo casi el mismo pensamiento del Papa, dijo que “Dios, queriendo estar en todas partes, creó a la madre y la dotó de ternura”. El padre de la parábola tiene un corazón de madre, un amor “entrañable”, cuajado de ternura, comprensión, compasión, indulgencia y perdón, como el de una madre hacia sus hijos.
Jesús era conocido en su medio, su madre también, pero Dios era casi desconocido Padre: entre los sacerdotes y fariseos pocos le conocen, pocos saben que El es el Padre y más pocos, todavía, han tenido la experiencia de ser hijos del Padre Dios. El mundo de entonces, como el nuestro, era inconsciente de ello. Especialmente, las personas son inconscientes de que tiene por Padre a Dios. Por eso, en el relato Jesús insiste más en revelar lo no conocido, el Padre y resaltar las actitudes de los hijos, el menor y el mayor, en relación con la persona del Padre. Nosotros nos detendremos a reflexionar en los dos hijos y en el padre: “un hombre tenía dos hijos” (v.11), y en las actitudes que Jesús quiere poner de relieve en los tres personajes de la parábola: el papá, el hijo menor y el hijo mayor.
Nuestra actual sociedad se torna cada vez más dura, fría e indiferente ante el ser humano. Los afanes van más por la importancia que se da a lo material, que por el interés por la persona y por la realización de una auténtica vida comunitaria desde unas relaciones interpersonales tiernas, que broten del amor. Cada día se va enrareciendo más el ambiente cálido entre las personas. Las relaciones son interesadas. En forma preocupante, el ambiente familiar está originando una convivencia carente de cariño, de delicadeza y, por consiguiente, de amor y ternura en el trato mutuo. En esta sociedad violenta, valores como la ternura y la misericordia son vocablos extraños y vivencias casi exóticas.
El Papa Juan Pablo II, en su encíclica “Dives in misericordia”, hace una apremiante llamada ” a la misericordia, de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad” (DM 2). La ternura es algo tan especial en el ser humano que actualiza la presencia amorosa de Dios. Ella abre las puertas de la comprensión y es esa manera suave en la relación entre los padres, los hijos, los hermanos, los amigos y, en general, entre las personas. Pero nuestro mundo va siendo cada vez más violento, más duro, más difícil en la vida relacional.
La vida es una sucesión de momentos favorables y no favorables, en los que la ternura es clave para mitigar situaciones difíciles y circunstancias preocupantes que a diario se suceden. De manera especial, nuestra sociedad nos hace vivir casi carentes de cariño y de afecto, aún en el seno familiar. Y el intercambio de afecto es esencial en nuestras relaciones personales. Necesitamos una comunicación que no solo sea gratificante, sino que enriquezca el proceso de humanización entre familiares y no familiares. Desde este punto de vista la parábola de Jesús destila toda ella cariño, ternura, bondad y misericordia, por parte del padre de esa familia. La parábola quiere mostrarnos el estilo relacional, todo él caluroso, de nuestro Padre Dios.
Qué es la ternura
Según el diccionario, ternura es afecto, cariño, dulzura, amor, amistad. Palabras todas con significado de amor muy sensible, ligadas todas a la relación entre las personas. La afectividad del niño está unida a la primera sonrisa que el dirige a todo cuanto le recuerda el rostro de su madre; pues, la primera educadora y dadora de afectividad, de ternura es la madre. Hablar de ternura es pensar en la mujer, especialmente, en la madre. Pero, Jesús quiere descubrir al hombre que Dios es Padre con corazón de madre, todo ternura y que, como Padre nuestro, llena nuestra vida de la ternura y misericordia que estamos necesitando cada día más.
Dos clases de pecadores
Al reflexionar lo que sucede con los dos hijos en la parábola, estamos reflexionando, a la vez, en el padre. El relato de los hijos sirve únicamente para revelar el corazón del Padre. En ninguna otra parte había descrito Jesús al Padre celestial de una manera más viva e impactante como lo hace en la presente parábola.
El marco narrativo inicial de la parábola presenta a los escribas y fariseos escandalizándose porque el Maestro acoge a los pecadores y se sienta a la mesa para comer con ellos (Lc 15,2). Por ello, Jesús les cuenta esta parábola, que desarrolla en dos cuadros, donde describe las dos clases de pecadores de que hablan los dos primeros versículos del capítulo: “los publicanos y pecadores; y los fariseos y maestros de la ley” (v. 1-2).Los primeros están personalizados en el hijo menor; los segundos, los fariseos, en el mayor, cumplidor, fiel y obediente a los mandatos del padre, pero carente de amor, de ternura, duro con el hermano menor e indiferente con el Padre. Las dos clases de pecadores son: los que están convencidos de que son pecadores y así son considerados por los demás; y los que están convencidos que no son pecadores, se creen justos, y no experimentan necesidad de conversión. Por eso, el hijo mayor, en cuanto a su conversión, nos deja en suspenso, como lo hicieron los fariseos y quienes son como ellos en todos los tiempos.
El corazón humano se ha endurecido
El pecado endurece el corazón humano y le hace romper con el hermano. Por eso, llega un momento en que el hijo menor dice a su padre: “Dame la parte de la herencia que me corresponde” (v. 12). Había gozado del amor y de los cuidados de su padre, pero ya no se interesa por él, se ha revelado contra él, sólo piensa en las cosas y en abandonar al padre, y de qué manera. Prácticamente le exigió al padre que le entregara la herencia, es decir, quería que su padre hubiese muerto. El Padre, que había amasado una fortuna copiosa para sus hijos, no logró impedir la partida del hijo menor, porque el hambre por el dinero, por las cosas, por los placeres se habían apoderado del corazón de aquel hijo ingrato y lo había endurecido. El amor abundante y generoso del Padre no había logrado penetrar en el corazón del hijo menor. Y eso mismo acontece hoy con nuestra sociedad. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo nos hemos ido dejado hipnotizar por el placer, por las cosas, por su posesión y hemos dejado endurecer y secar el corazón con las personas. Por eso, para muchos, Dios ya no interesa lo más mínimo y las otras personas, mucho menos. Más aún, confiarse a Dios aparece hoy como una debilidad.