EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO
(Jn 3,5; 14,16-17.26; Rm 8,14-28)
Jesús nos entregó directamente la revelación del Espíritu Santo. Lo prometió a sus discípulos, revelando así su existencia y manifestándoles su naturaleza y misión. Él es una Persona divina, igual al Padre y al Hijo. En ese maravilloso sermón de la Cena Jesús amorosamente va descorriendo velos sobre su identidad y la de las otras Personas divinas. Al prometernos el Espíritu Santo, nos revela su existencia: “Yo pediré al Padre, que os envíe otro Paráclito, el Espíritu de la Verdad (Jn 14,16), “que procede del Padre” (Jn 15,26). Por ser el Espíritu de la Verdad procede, también, del Hijo, de Jesús. Por eso, ha dicho: “El mundo no le ve ni le conoce.. ustedes le conocen porque vive con ustedes y está con ustedes” (Jn 14,17.26). Les dice que el Espíritu Santo está con ellos, pues Jesús y Él son UNO. Para darnos una idea precisa sobre su naturaleza, afirma que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. No es exclusivo del Padre ni del Hijo, sino de los dos. Es de naturaleza divina como el Padre y como el Hijo, y uno con Ellos. Es la tercera Persona de la Trinidad que, como tal, procede del Padre y del Hijo.
El Espíritu Santo es comparado por Jesús con un río de Agua Viva, con una fuente que jamás se seca: “Quien cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él” (Jn 7,38-39). El da vida, hace crecer en la gracia, enseña y hace entender lo dicho por Jesús: “El Espíritu Santo, el Paráclito que el Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14,26). El Espíritu Santo nos irá revelando la Escritura en el momento menos pensado. Hemos leído y repetido tantos textos de memoria, pero en cierto momento vemos claro lo que nunca antes habíamos visto así.
El Espíritu Santo nos revela a Jesús, nos lo hace conocer como Dios, como Salvador y como Señor de nuestra vida. . San Pablo asegura que nadie puede reconocer a Jesús como Cristo y Señor si no es por el Espíritu Santo: “nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es por el Espíritu Santo” (1Cor 12,3). Cristo mismo lo había afirmado antes: “cundo venga el Paráclito, que yo les enviaré de parte de mi Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15,26).
El Espíritu Santo es poder transformador
Los Hechos de los Apóstoles, definidos como el Evangelio del Espíritu Santo, describen su existencia y su acción transformadora. De hecho, los discípulos, en el día de Pentecostés, tuvieron una experiencia rebosante, conocieron al Espíritu Santo porque lo recibieron y fueron testigos de su acción transformadora en ellos mismos. Lucas, en su Evangelio y en los Hechos, respectivamente, hace un paralelismo entre Jesús y la Iglesia, entre la vida de Jesús y la vida de la Iglesia, al colocarlos a ambos bajo la acción y dirección del Espíritu Santo. Así como Jesús fue concebido por el Es en el momento de la Encarnación, la Iglesia también lo fue en el día de Pentecostés. Y como Jesús fue conducido por el Es y habló por medio de El, la Iglesia es dirigida por el mismo Espíritu y anuncia la Buena Nueva por medio de El. No hay Evangelización sin el Espíritu Santo.
Jesús deja parcialmente incompleta la obra de la Redención; será el Espíritu Santo quien la lleve a plenitud, interiorizándola en cada uno de nosotros y comprometiéndonos a participar activamente en ella: “El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14,26). Por más que uno conozca intelectualmente la Escritura y haya penetrado el sentido literal, espiritual y místico, es el Espíritu Santo quien nos va revelando su sentido salvífico. Cuántas veces, al volver a leer un texto se nos da una nueva luz y percibimos algo que Dios nos dice en ese momento. El Espíritu Santo nos va introduciendo en la verdad completa.
De hecho, los discípulos, estando con Jesús, no entendieron muchas cosas: “Algunos discípulos se preguntaban: qué querrá decir: dentro de poco ya no me verán…¿a qué se refiere? No entendemos lo que quiere decir” (Jn 16,17-18) y, a pesar de haber visto milagros y señales (Mt 17,14-20), se escandalizaron ante la pasión (Mt 16,22), incluidos Pedro, Santiago y Juan, que estuvieron a su lado durante la Transfiguración y vieron su Gloria (Mt 17,1-8). Pero, recibido el bautismo del Espíritu Santo, se convirtieron en nuevas criaturas, en columnas de la Iglesia y en testigos de Jesús resucitado. Pedro, que había temblado ante una mujer (Mt 26,69-70), recibido el Espíritu Santo, se convierte en un predicador intrépido, sin temor a las autoridades judías: “juzguen ustedes si tenemos que obedecer a ustedes, antes que a Dios” (Hech 4,19). Ante la cruz le fallaron a Jesús y huyeron, pero el Espíritu cambió el corazón, les hizo comprender muchas cosas y los convirtió en testigos del Maestro, como les había prometido Jesús: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo cuando venga sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo” (Hech 1,8).
También a nosotros, en los momentos difíciles que hemos de enfrentar, el Espíritu Santo nos dará fuerza, valor y capacidad de ser fieles hasta el final. Como nuevo Abogado Él nos defenderá en las acusaciones y en la persecución. Así nos lo prometió Jesús: “cuando les lleven ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo o con qué se defenderán o qué dirán, porque el Espíritu Santo les enseñará en aquel momento lo que conviene decir” (Lc 12,11-12). Con Él podremos ser testigos intrépidos y dar testimonio de Jesús sin desfallecer.
El Espíritu cambia nuestro corazón
El acontecimiento de Pentecostés marca definitivamente la nueva vida de los apóstoles. El Espíritu Santo, que es Amor, fue un baño de Caridad para ellos. En ese día ellos tuvieron una experiencia rebosante del amor de Dios. Muchos piensan que es imposible cambiar el corazón del hombre. Unos lo aceptan tal como es y prefieren tapar la mediocridad y el pecado. Otros, al contrario, se amargan contra todo y contra todos. Pero el Señor ha prometido cambiar el corazón: “Les daré un corazón nuevo y pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo” (Ez 36,26). Por eso, los apóstoles recibieron en Pentecostés un “corazón nuevo” , un corazón capaz de dar amor. El amor que recibieron transformó su corazón y les dio una capacidad nueva para amar. Descubrieron el secreto de Jesús, cuando les hizo aquella maravillosa confidencia: “el Padre me ama y yo amo al Padre” (Jn 14,31).
La experiencia de los apóstoles ha demostrado que los hombres somos débiles e incapaces de observar los mandamientos, pero si el Señor mismo se revela y nos comunica su Espíritu, somos renovados profundamente, empezando a ser hombres nuevos, con corazón nuevo, viviendo una vida nueva. El Espíritu }santo renueva nuestra mentalidad y nuestras actitudes. El nos ha cambiado amándonos, atrayéndonos y dándonos su Espíritu. El corazón nuevo supone un giro de ciento ochenta grados, n giro radical en la historia de nuestra vida, como sucedió con los apóstoles después de Pentecostés.
Convertirse en pueblo nuevo
Necesitamos una nueva orientación para poder construir una nueva vida en nosotros, para que pueda llegar una nueva Vida Religiosa. La formación de comunidades renovadas y renovadoras exige ideales totalmente nuevos. Necesitamos ideas claras sobre lo que tenemos que ser hoy y que nos saquen de la mediocridad y de la vida fácil. Pero necesitamos salir de nuestras seguridades y abrirnos totalmente a la acción del Espíritu en nosotros, a su fuego abrasador que renueve nuestra energía vital, la conciencia de nuestros nuevos propósitos, y que nuestro cambio tenga impacto en la sociedad. Sin el Espíritu Santo la vida religiosa se vuelve más cuestionable cada día. Se requieren elementos espirituales e impacto social, cambio material y cambio espiritual.
Valor de una vida religiosa promovida por el Espíritu
Solo el Espíritu Santo nos provee de la espiritual que necesitamos para construir las obras que nuestro mundo necesita en el plano de la renovación a fondo de la juventud desviada, programas de espiritualidad que sacien el hambre de Espíritu en las gentes, en la sociedad. Hay urgencia de llevar el Reino de Dios allí donde menos se cumple la voluntad de Dios. No podemos aferrarnos a viejas formas frente a las nuevas necesidades. Si los religiosos permanecemos arraigados en la espiritualque nos comunica el Espíritu, la vida religiosa merece vivirse para nosotros y para la gente que nos necesita.
De ahí que, programas de formación que no enseñen la historia de la espiritualidad, que no abran al Espíritu Santo, que no enseñen el papel social y el status de sierva de la Vida Religiosa, que no enseñen la oración, la contemplación, y la reflexión espiritual en un mundo soberbiamente materialista, sólo dará lugar, en el mejor de los casos, a una infecunda multiplicación de personas raras, preocupadas únicamente por lo material y por lograr un status social.