Como bien sabéis, siento un afecto especial por el continente europeo, en el que se encuentra esta ciudad de Roma, que fue sede del apóstol san Pedro y lugar de su martirio. Precisamente por ello he visitado los diversos países europeos y he reunido dos veces en asambleas sinodales a sus episcopados, para discutir juntos sus problemas religiosos. Además, he visitado en Estrasburgo las instituciones europeas, queriendo manifestar también de este modo mi apoyo a los esfuerzos que se llevan a cabo con vistas a la unificación del continente.
Integración de los pueblos eslavos
Europa nació del encuentro, no siempre pacífico, y de la fusión, lenta y a menudo problemática, entre la civilización grecorromana y el mundo germánico y eslavo, convertido poco a poco al cristianismo por grandes misioneros, procedentes tanto de Occidente como de Oriente. Siempre he considerado de gran importancia la aportación de los pueblos eslavos a la cultura del continente. Ciertamente, la dolorosa fractura religiosa entre Occidente en gran parte católico, y Oriente, en gran parte ortodoxo, ha sido uno de los factores que han impedido la plena integración de algunos pueblos eslavos en Europa, con consecuencias negativas ante todo para la Iglesia, que necesita respirar «con dos pulmones»: el occidental y el oriental. Por eso, he promovido el dialogo entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas con vistas a la unidad plena. Desde esta perspectiva, proclame patronos de Europa también a los santos eslavos, apóstoles eslavos Cirilo y Metodio, «slavorum apostoli».
Hoy constato con satisfacción que muchos países de Europa central y oriental piden entrar en la Unión europea pare desempeñar en ella un papel creativo. Espero que los responsables de esta Unión secunden ese deseo, mostrando comprensión en la fase inicial por lo que concierne a la adecuación a las condiciones económicas previstas, condiciones ciertamente no fáciles para las economías aún débiles de los países del Este, que acaban de salir de un sistema económico diverso.
No se pueden olvidar las raíces cristianas
Mi mayor preocupación con respecto a Europa es que conserve y haga fructificar su herencia cristiana. En efecto, es indudable que el continente no sólo hunde sus raíces en el patrimonio grecorromano, sino también en el judeocristiano, que durante siglos ha constituido su alma más profunda. Gran parte de lo que Europa ha producido en el campo jurídico, artístico, literario y filosófico tiene un carácter cristiano, y difícilmente puede comprenderse y valorarse si no se ve desde una perspectiva cristiana. También los modos de pensar y sentir, de expresarse y comportarse de los pueblos europeos llevan la huella de una profunda influencia cristiana.
Por desgracia, a mediados del milenio pasado se inició un proceso de secularización, que se desarrolló particularmente a partir del siglo XVIII, en el cual se pretendió excluir a Dios y al cristianismo de todas las expresiones de la vida humana.
El punto de llegada de ese proceso ha sido con frecuencia el laicismo y el secularismo agnóstico y ateo, o sea, la exclusión absoluta y total de Dios y de la ley moral natural de todos los ámbitos de la vida humana. Asi se relegó la religión cristiana a los confines de la vida privada de cada uno. Desde este de punto de vista ¿no es significativo que se haya excluido de la Carta de Europa la toda mención explícita a las religiones y, por tanto, también al cristianismo? He expresado mi disgusto por este hecho, que considero antihistórico y ofensivo para los padres de la nueva Europa, entre los cuales ocupa un lugar destacado Alcide De Gasperi, al que está dedicada la fundación que vosotros representáis aquí.
Europa necesita a Jesucristo
El «viejo» continente necesita a Jesucristo para no quedarse sin alma y no perder lo que ha hecho grande en el pasado y aún hoy suscita la admiración de los demás pueblos. En efecto, en virtud del mensaje cristiano se han afirmado en las conciencias los grandes valores humanos de la dignidad y la inviolabilidad de la persona, de la libertad de conciencia, de la dignidad del trabajo y del trabajador y del derecho de cada uno a una vida digna y segura y, por tanto, a la participación en los bienes de la tierra, destinados por Dios a todos los hombres.
Indudablemente, a la afirmación de estos valores han contribuido también otras fuerzas externas a la Iglesia, y a veces los mismos católicos, frenados por situaciones históricas negativas, han sido lentos en reconocer valores que eran cristianos, aunque separados, por desgracia, de sus raíces religiosas. Hoy la Iglesia vuelve a proponer con renovado vigor esos valores, a Europa, que corre el riesgo de caer en el relativismo ideológico y ceder al nihilismo moral, considerando a veces bueno lo que es malo, y malo lo que es bueno. Espero que la Unión europea aproveche de nuevo su patrimonio cristiano, dando respuestas adecuadas a las nuevas cuestiones que se plantean, sobre todo en el campo ético.
Juan Pablo II, Discurso en el III Foro internacional de la fundación “Alcide De Gasperi”, 23 de febrero de 2002.