166.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
166.2. Una cosa que nunca debes olvidar es que el pecado siempre es más grande y siempre es más pequeño de lo que piensas. La meditación sobre la gravedad del pecado es tan importante como la meditación sobre su estruendosa derrota ante el avance de la gracia.
166.3. Estas dos realidades van siempre unidas y hay que recordarlas y predicarlas siempre juntas: primera: el pecado es más fuerte que tú; segunda: la gracia de Cristo es más fuerte que el pecado. Si olvidas lo primero, vivirás engañado; si olvidas lo segundo, vivirás deprimido. Si te falta lo primero creerás que vas muy adelante mientras el demonio engulle las fuerzas de tu alma; si te falta lo segundo, serás incapaz de creer en las promesas de Dios. Si olvidas lo primero nunca aprenderás de tu pasado; si descuidas lo segundo nunca sentirás confianza para el futuro.
166.4. El pecado es más grande de lo que piensas porque es ofensa a Dios, y eso lo dice todo; el pecado es más pequeño de lo que piensas porque el mismo Dios Creador es el Dios Redentor. El demonio quiere que no descubras la gravedad del pecado, para que sigas pecando; el demonio también quiere que, al descubrir que has pecado, te desesperes y desalientes de modo que seas incapaz de confiar en la misericordia de tu Señor. Con lo primero quiere que pierdas la inocencia; con lo segundo, que no hagas penitencia. Primero quiere que confíes en ti de tal modo que hagas un dios de tus caprichos; luego pretende que desconfíes de Dios, de modo que te sientas ya como un condenado. Y así, jugando a ser “dios” toda la vida, el desventurado hombre llega a las puertas de la muerte, cuando la comedia se vuelve tragedia y lo que era “juguemos a ser dios” se convierte en “lloremos que nos hemos condenado.”
166.5. La verdadera sabiduría, pues, está en reconocer la piedad de Dios que perdona, y admirar la majestad de Dios que a todos desborda y trasciende. Mírale puro, en su pureza inefable, y deduce de ahí cuál es la seriedad de tus culpas; mírale purificador, en su amorosa y eficaz fuerza para purificarte, y concluye de esta mirada qué victoria tan maravillosa puede Él tener en tu vida. Él es el Puro que purifica; el Limpio que te limpia; el Santo que te convierte y santifica. A Él honor, amor y alabanza por los siglos.
166.6. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.