Si tenéis la penosa experiencia de que la hermana educadora y la joven de hoy no se entienden muy bien, tened presente que éste no es un fenómeno particular de vuestra crisis. A los demás maestros, y con frecuencia a los mismos padres, no les van mucho mejor las cosas. No es una frase huera, en efecto, decir que la juventud ha cambiado y se ha vuelto bien diferente. Tal vez sea el motivo central de esta diferencia de la juventud de hoy aquello que constituye objeto de frecuentes observaciones y lamentaciones; la juventud es irreverente hacia muchas cosas que antes, desde la infancia y normalmente, eran tenidas en el más alto respeto. No obstante, de esta actitud no tiene toda la culpa la juventud actual. En los años de la infancia ha vivido cosas horribles y ha visto quebrar y caer míseramente ante sus ojos muchos ideales antes altamente apreciados. Así se ha vuelto desconfiada y esquiva.
Conviene añadir, además, que esta acusación de incomprensión no es nueva; se verifica en todas las generaciones y es recíproca: entre la edad madura y la juventud, entre los padres y los hijos, entre los maestros y los discípulos. Hace medio siglo, y algo más también, a menudo constituía una cuestión de delicado sentimentalismo; gustaba creerse y decirse “incomprendido” e “incomprendida”. Hoy esta lamentación -que no está exenta de un cierto orgullo- consiste más bien en una postura intelectual. Aquella incomprensión tiene por consecuencia, de un lado, una reacción que tal vez sobrepase los límites de la justicia, una tendencia a repeler toda novedad o apariencia de novedad, una sospecha exagerada de rebelión contra todas las tradiciones; de otro, una falta de confianza que aleja de todas las autoridades y que impele a buscar, al margen de todo juicio competente, soluciones y consejos con una especie de fatuidad más ingenua que razonada.
Pretender la reforma de la juventud y convencerla sometiéndola, persuadirla forzándola, sería inútil y no siempre justo. Vosotras la induciréis bastante mejor a recobrar su confianza y si os esforzáis por vuestra parte por comprenderla y por haceros comprender de ella, dejando a salvo siempre aquellas verdades y aquellos valores inmutables que no admiten ningún cambio en el pensamiento ni en el corazón humano.
Comprender a la juventud!… Cierto que no significa ello aprobarlo todo ni admitir enteramente sus ideas, ni sus gustos, ni sus extravagantes caprichos, ni sus ficticios entusiasmos, sino que consiste ante todo en discernir lealmente lo que ello encierra de fundamentado y de conveniente, sin lamentaciones ni reproches. Por tanto, en buscar el origen de las desviaciones y de los errores, los cuales no son a menudo sino desdichadas tentativas para resolver problemas reales y difíciles; finalmente, en seguir con atención las vicisitudes y las circunstancias de la época actual.
Hacerse comprender no es admitir los abusos, las imprecisiones, las confusiones, los neologismos equívocos del vocabulario y de la sintaxis, sino expresar claramente, pero en forma variada y siempre exacta, el propio pensamiento, tratando de adivinar el de los demás y teniendo presente sus dificultades y sus ignorancias o inexperiencia.
Por otra parte es igualmente cierto que también la juventud actual es plenamente accesible a los verdaderos y auténticos valores. Y aquí entra en juego vuestra parte de responsabilidad. Vosotras debéis tratar a la juventud con naturalidad y sencillez, tal como sois, cada cual con su carácter; pero todas, al mismo tiempo, debéis mostrar aquella austeridad religiosa y aquella reserva que también el mundo de hoy espera de vosotras y detrás de la cual debe latir vuestra unión con Dios. No es necesario que, al encontraros en medio de las jóvenes, habléis constantemente de Dios; mas cuando lo hagáis, deberá ser de forma que ellas tengan que reconocer que se trata de un genuino sentimiento que nace de una profunda convicción. Y entonces ganaréis la confianza de vuestras alumnas, que se dejarán persuadir y guiar por vosotras.
[Pío XII, Discurso a las Religiosas Educadoras, 14 de Septiembre de 1951 ].