(Gen 1,26-27; Hech 2, 1-47)
Les invito a reflexionar sobre la espiritualidad que surge de la vida Trinitaria de Dios, espiritualidad esencial y primera del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, creado para la comunión con Dios y con sus semejantes. Para que pudiera vivir la unidad, Dios le dotó: de sentidos, ellos le ayudan a comunicarse con el hombre y con el mundo material; de virtudes teologales o sentidos sobrenaturales: fe, esperanza y caridad, para que pudiera comunicarse con Dios y con el mundo sobrenatural. Ha sido estructurado para dar y recibir amor. Si esto no acontece en su vida, se frustrará en una de las necesidades fundamentales de su ser. Es por esto que: “La pobreza de comunicación debilita la persona, debilita la comunidad y convierte en extraño al hermano y en anónima la relación” (VFC 32).
Dios nos creó relacionales
Hablando de la creación del hombre y la mujer, dice la Escritura: “a imagen de Dios los creó: macho y hembra los creó” (Gen 1,27): “ya desde el principio aparecen el hombre y la mujer “llamados a existir recíprocamente el uno para el otro” (MD 7). El mismo texto de la Escritura explica lo que quiere decir “a imagen de Dios”, al añadir inmediatamente: “macho y hembra los creó”. Por tanto, ser “imagen de Dios” es ser el uno para el otro, ser creados para el encuentro, para la comunión. Hay una fuerza interior en el hombre (varón y mujer), que lo lleva a comunicarse, a hacerse UNO con el otro, como en la Trinidad: “Que ellos sean UNO como nosotros somos UNO”(Jn 17, 22). El Vaticano II dice que Dios creó al hombre ser relacional, es decir, persona, capaz de conocer y amar, de entrar en relación vital con un tú. Esta capacidad de relacionarse la expresa con la comunicación, que le compromete a vivir en diálogo con el otro, para poder ser él mismo. Los fracasos en la vida del hombre, tienen su raíz en la distorsión de este impulso de su ser. Esa distorsión le llevó, inicialmente, a romper el diálogo con Dios y, posteriormente, con el hermano. Se tornó huidizo, destruyó la armonía (cf. Gen 3, 8-10). Pero el amor providente del Padre ha restaurado maravillosamente y en forma definitiva esa capacidad del hombre con la Encarnación de su Hijo, dejándonos la tarea de desarrollar en nosotros esa condición natural de comunicarnos hasta lograr la comunión.
Para esto se nos dio el don del Espíritu Santo: “Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y Tú en mí, para que sean perfectamente uno” (Jn 17,22). El Espíritu Santo, vínculo de amor, principio de comunión entre el Padre y el Hijo, es entregado a los fieles para que sea en ellos principio de comunión con Dios y entre los hombres.
El Espíritu Santo, DON comunicador
Antes de subir al cielo, Jesús mandó a sus discípulos que aguardasen en Jerusalén el cumplimiento de la promesa del Padre: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra” (Hech 1,8). La expresión “serán mis testigos” significa que, una vez recibieran el Espíritu Santo, serían capaces de comunicar a Cristo desde un conocimiento experiencial, que les daría el mismo Espíritu Santo. El convierte, a quien le recibe, en un maravilloso comunicador. Hace que la comunicación se apodere de esa persona, como se apodera el fuego de un cañaveral. Así ha sucedido y sucederá siempre: Lucas dice que Jesús , antes de empezar su predicación, “lleno del Espíritu Santo, se dejó guiar por El” y “volvió a Galilea con el poder del Espíritu Santo y enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan” (Lc 4,1.14-15). María recibe el Espíritu Santo y, sale con prontitud hacia la montaña a comunicarse con Isabel; con la llegada de Jesús, portador del Espíritu Santo, a la casa de Zacarías: Isabel prorrumpe con gran voz (Lc 1,41); a Zacarías se le abre la boca, se desata su lengua y bendice a Dios (Lc 1,46); el niño saltó de júbilo en el vientre de Isabel, comunicando así su alegría por la presencia de Jesús y del Espíritu Santo (Lc 1,44); Pedro, después de recibir el Espíritu Santo en Pentecostés, predica y “aquel día se les unen tres mil personas” (Hech 2,41); los demás apóstoles predican y los extranjeros “Cada uno les oía hablar en su propia lengua” (Hech 2, 6.8, 11) las maravillas de Dios; los primeros cristianos reciben el Espíritu Santo y empiezan a comunicar sus riquezas, a entregar a los hermanos todo cuanto poseen.
La catequesis más viva y eficaz sobre la comunicación que lleva a la comunión es la narración de la venida del Espíritu Santo sobre los primeros cristianos el día de Pentecostés. Allí todos reciben la capacidad de comunicarse y vivir la comunidad. En Jerusalén se produce el milagro de la comunicación que lleva a la unidad: “La multitud de los fieles tenían un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba como propios sus bienes, sino que todo lo tenían en común” (Hech 4,32). Evidentemente, esta unidad más que obra nuestra, es obra de Dios y la alcanzamos en cuanto estemos en Dios. Nosotros, como humanos que somos, no podemos entrar unos en otros como sucede con las Personas divinas. Pero Dios sí puede, y será nuestro amor recíproco y el estar unidos en Dios el que nos haga estar, en cierta manera, misteriosamente unidos los unos en los otros. Así lo expresa el Vaticano II: “El Señor sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (GS 24).
Espiritualidad de comunión
La unidad de Dios, no es conclusión de un raciocinio, es una verdad fundamental de nuestra fe, definida en diversos concilios ecuménicos. La vida de Dios es relacional y está descrita como Koinonia: la comunión personal que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, comunión que es incompatible con el individualismo. Porque el tejido de Dios Trinidad es la comunión.
Nosotros estamos llamados a vivir entre nosotros –a nuestro nivel y con nuestros límites- la misma dinámica trinitaria de comunión que viven las Personas en el seno de la Trinidad. No hemos recibido el don del Espíritu Santo solo para estar unidos cada uno con Dios, sino para reproducir, también, entre nosotros la dinámica de amor trinitario. Esta comunión entre nosotros, vivida a fondo, genera una presencia viva de Dios. Es por esto que la unidad de Dios orienta correctamente nuestra vida hacia la unidad con él y con los hermanos.
Como somos imagen de Dios, la unidad en Dios nos lleva a la unidad, a la construcción de una civilización del amor y del diálogo fraterno entre los hombres. Estamos llamados a reproducir entre nosotros el estilo de vida trinitaria que viven las personas divinas. Es este el sueño de Jesús para los suyos: “Padre, que todos sean uno como Tú en mí y Yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17,21).
Desarrollar una espiritualidad comunitaria
El gran desafío a los cristianos, para ser fieles al designio de Dios, es hacer de la Iglesia, de las familias, de las mismas comunidades religiosas “casas y escuelas de comunión” (NMI 43). Para esto, dice Juan Pablo II, “hace falta promover una espiritualidad de comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma al hombre y al cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades” (NMI 43). Necesitamos, por tanto, declarar la guerra a nuestro individualismo y abrir totalmente las puertas de nuestra vida a lo comunitario.
Quiero terminar esta reflexión exponiendo lo que pensaba sobre nuestros tiempos el teólogo Karl Rahner, cuando en los años 60 hablaba de la “comunión fraterna en el Espíritu” como elemento peculiar y esencial de la espiritualidad del mañana. Así decía: “Me gustaría decir que los mayores […] hemos sido espiritualmente individualistas, dada nuestra proveniencia y nuestra formación […]. Si hay una experiencia del Espíritu, hecha en común, considerada comúnmente como tal, deseada y vivida, es claramente la experiencia del primer Pentecostés de la Iglesia, un acontecimiento que no consistió ciertamente en la reunión casual de un conjunto de místicos individualistas, sino en la experiencia del Espíritu hecha en comunidad. […] ¿Porqué otras personas más jóvenes entre los cristianos y el clero no deberían en el futuro encontrar con mayor facilidad acceso a esta experiencia del Espíritu realizada en común? […] Creo que en la espiritualidad del futuro, la comunión espiritual fraterna, la vida espiritual vivida en grupo desempeñará un papel más importante. Hay que caminar en esta dirección lenta pero decididamente” (Problemas y perspectivas de Espiritualidad, Sígueme, Salamanca 1986).
Podemos estar seguros que encontraremos las fórmulas precisas para nuestra vida espiritual. El Espíritu Santo nos las enseñará si somos dóciles, si aprendemos de Nuestra Madre María a acoger sus sugerencias. Acojamos las sorpresas del Espíritu con la certeza de que nos hallamos expuestos al viento del Espíritu, en una especie de plataforma móvil. Una de esas sorpresas consiste en que el religioso del Tercer Milenio será “místico”y de “comunión fraterna en el Espíritu”. El quiere transformar y guiar nuestros proyectos y programas maravillándonos con sus sorpresas.